El mundo que habitamos hoy en día es más bien el lugar donde uno puede ser un títere adoctrinado, adorador de las más falsas y absurdas ideologías y, aun así, ser considerado un personaje digno de admiración y respeto.
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¿Qué era la existencia de seres estupidizados con sexo, dinero, entretenimiento y delirios de poder como los seres humanos? ¿Qué demonios era sino algo de lo que uno debería avergonzarse, desprenderse y asquearse? Así pues, me arrepentía una y mil veces de sentirme contento con tales bagatelas, de recibir la aprobación de personas en absoluta miseria existencial. Aunque, ciertamente, yo no era diferente y, por lo mismo, también yo, como el resto, debía cesar de existir, sin ninguna duda y tan pronto como fuera posible, por la eternidad.
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Cuando se habla de conceptos tan arcaicos como la familia, la moral o la religión, no puedo evitar el pensar en la manera tan profunda en que están arraigados en nosotros concepciones tan viles, mundanas y absurdas al punto de hacernos creer como importante algo de lo más casual y que en nada atañe a nuestra sombría naturaleza.
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Convendría más ser sordo y ciego en este mundo asqueroso que han confeccionado los amos de la (pseudo)realidad, pues así evitaríamos escuchar y ver sus monumentales obras hacia el sinsentido y la ignominia. Convendría más, de hecho, nunca haber venido a este mundo plagado de injusticia, miseria y tristeza.
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En el ilusorio intento por despojarme de todo lo que se me ha inculcado desde mi ridículo nacimiento no pierdo realmente nada valioso, pero sí rozo la quimérica oportunidad de experimentar, aunque sea antes del suicidio, lo que significa ser yo mismo.
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La soledad es un estado divino de reconciliación interna, de embriaguez espiritual y de obsesión existencial. Es comprensible, entonces, que la mayoría de los seres se nieguen a sumergirse en tan profundo abismo de sinceridad.
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El Halo de la Desesperación