La bestialidad se ensaña nuevamente con mi petrificado corazón; la devastación llega repentinamente, pero de modo tan profundo que ni un maldito suspiro puedo permitirme. Grandes volúmenes de humanos regalando su libertad, ofreciéndose cual viles títeres de lo absurdo para el sacrificio supremo de los amos del mundo. Y aquellos criados, que, cual víboras inmundas, se regocijan matizando las mentiras de las élites asquerosas para corromper las frágiles y putrefactas mentes de esos miserables. ¡Cuán patético resulta, cuán absurdo se torna el sentido de lo que hemos creído ser! En la algarabía de los jerarcas fueron masacrados aquellos a quienes se había prometido salvación, en las tumbas de los abismos fueron arrojados aquellos a quienes se había ilusionado con piedad y amor. Nadie volverá del más allá, como nadie antes ha vuelto, para esparcir un falso sermón de unidad y compasión. Todo dependía de nosotros desde el óbito divino, pero lo hemos estropeado como de costumbre.
Uno por uno fueron cayendo, cual reemplazables marionetas, los que se supone debían luchar por el contrario de la depravación. El místico dragón los devoró sin pensarlo, masticó espiritualmente sus pensamientos para suplantarlos con la barbarie de un parásito que existe sin razón. Entraba en ellos el líquido y, al mismo tiempo, los abandonaba su patético dios. Ahora sus oraciones eran recogidas por la clemente y virginal locura del caos, por el siniestro y perfecto halo de los horrores etéreos. La nube de gusanos fluorescentes ya no desprendía, por desgracia, la llovizna escarlata que encumbraba un nuevo sol; no obstante, ocultaba mis dientes partidos bajo el infierno de los que ahora, en este nuevo orden, matarían al viejo dios. ¡Cuántos dioses han muerto ya y con qué ahínco el ser se inventa siempre nuevos! Parece que no puede pasar un periodo donde no se busque adorar algo invisible cuya indiferencia hacia nosotros resulta más que bestial.
Tan funesta como su propia abyección humana era la ironía con que desperdiciaban sus días, lamiendo las peores muestras de acondicionamiento que en ellos habían sido plasmadas. Se arremolinaban en torno a su destrucción, luchaban con copioso ahínco con tal de ser esclavizados por el virulento engranaje del poder global. Y, cuando la marca fue colocada en sus frentes, se pavoneaban de ser entes sin alma y sin libertad. Presumían su propia desdicha, pregonaban su ignorancia recalcitrante a los cuatro vientos; afirmaban ser los más evolucionados y cultos, mas no eran sino monos acongojados por el sinsentido y el dolor. La crisis se extendía, la angustia probaba y regurgitaba los violentos corazones de los desalmados cuya corrupción parecía no tener comparación. Empero, dentro de aquella cruenta barbarie, bien es cierto, hubo algunos que volaron hasta conquistar el cielo… O, acaso, el infierno. ¿Cómo saberlo cuando ninguno de los dos ofrece ya ningún consuelo?
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Melancólica Agonía