Capítulo II (EIGS)

Al despertar por la mañana vi que tenía una solicitud de amistad, pero no le presté atención. Me sentía un tanto raro, no sabía por qué. Fui a la escuela y todo estaba igual de aburrido, las clases continuaban y solo quería que el tiempo volase, pero parecía transcurrir más lentamente que de costumbre. Llegada la hora libre salimos a comprar algo a la tienda, solo Gulphil y yo. Estuvimos hablando acerca del destino, el tema me interesó y quise exponer mis ideas al respecto, aunque creo que no lo conseguí.  Gulphil me consultaba porque decía que yo sabía sobre esos temas raros, pero no era así.

–Entonces ¿tú crees en el destino? –preguntó Gulphil, contrariado.

–Bueno, pues yo… –dudé y mejor me callé.

–Tú ¿qué? –replicó, curioso–. Mira, ¡ahí va Natzi! ¿No es la chica que decías te gustaba?

–¡Sí, es ella! Pero ya no me gusta. Bueno sí, aunque es complicado –repuse con tristeza.

–Y eso ¿por qué? He hablado con ella y, al parecer, es buena onda. Podría ayudarte y conseguirte una cita o algo parecido.

–Sí, supongo –asentí pensando en el asunto del destino–. Supongo que es bonita al natural.

–Posiblemente, pero ¡qué más da! Entonces ¿qué me dices del destino y del amor?

–No podría decirte mucho. La verdad es que últimamente hay demasiadas cosas en mi cabeza, y no sé qué opinar al respecto. Creo que es triste pensar en el destino, pues exime responsabilidades y reduce las posibilidades de una independencia humana con respecto a inteligencias supuestamente superiores. En todo caso, ¿por qué lo preguntas?

–La verdad –dijo mientras se dibujaba en su rostro cierta preocupación– es que otra vez tengo problemas con mi novia. Ya sabes, la muchacha de la que te he contado. ¿Recuerdas sobre ello?

–Sí, desde luego. Recuerdo que me contaste varias cosas, pero es difícil. Según voy rememorando, me dijiste que la conociste en tu trabajo, que ya han estado juntos algunos años, etc. Sin embargo, han tenido problemas debido a sus celos y su inseguridad, además de que ya han sido infieles ambos.

–Todo eso es verdad. Mi relación tiene demasiados altibajos, pero la quiero. Entonces ¿no crees que dos personas se encuentren por una razón determinada?

–Pareciera que el destino y el libre albedrío se mezclaran en términos que no logramos comprender. Además, demasiados factores podrían intervenir, pero tampoco se sabe en qué proporción. Por ejemplo, tenemos el factor de dios, que muchas personas consideran como un todo en cuanto a estos temas. Está el factor mental, que versa sobre la injerencia que tienen nuestros pensamientos para alterar el curso de los sucesos. Está el factor del karma, desde luego más esotérico y no menos enigmático. En fin, un gran conglomerado que no resuelve absolutamente nada al respecto.

–Vaya, tú sí que vas más profundamente –exclamó Gulphil, sorprendido.

–Claro que no –me apresuré a indicar, ruborizado–. Supongo que, de un tiempo para acá, es esencial complicarme la vida con pensamientos raros. Tal vez eso hacemos: suponemos ciertos aspectos de la vida, pero la mayor parte de ellos están ahí y nunca los cuestionamos.

–No importa, no quería que te enredaras más por esto. Pero gracias, supongo que entonces es cierto, aunque una parte de mí se niega a creerlo.

–¿Qué es cierto?

–Que conocemos a las personas por algo. Quizá todo está ya trazado, solo vamos cumpliendo con el guion. ¿Nunca has pensado que podríamos ser personajes de una novela? Sería interesante, recuerdo que esa idea justamente tú la dijiste hace tiempo –rio y luego se tornó pensativo de nuevo–. Me aterra la idea de pensar que no decido sobre mis acciones, que no tengo ese poder para elegir.

–Sí, recuerdo que lo hemos hablado antes. ¡Qué simple puede parecer algo tan envolvente! Incluso ir a la tienda y elegir una soda de determinado sabor ya es complejo. Todos los sucesos se desencadenan de ese modo, pareciera que se desarrollan basándose en el principio de causalidad, aunque nunca ha sido verdaderamente demostrado. Todavía más espeluznante sería la teoría de los multiversos, ¿no lo crees así?

–Siempre hablas de cosas que yo jamás he escuchado. ¿De qué trata eso, pues?

–¿En verdad no la conoces? Es bastante común. No es sino la teoría que dice que todo lo que vivimos está supeditado a un universo en concreto. Es así como se explica la multiplicidad de entornos, la división quizás hasta infinita de opciones. En cada uno de los mundos has elegido algo distinto en algún momento de tu vida, y ello ha ocasionado una diferencia significativa que lo cambia todo. El simple hecho de elegir entre levantarte un minuto antes o después genera un universo diferente. Así, la más insignificante variación abre el camino a un conjunto de elementos únicos para cada realidad. Sería interesante dilucidar si ese conglomerado de universos existe solo en nuestro interior o en alguna otra dimensión.

–Tienes bastantes ideas, deberías de escribir un libro. O, acaso, ¿es que piensas desperdiciar tu vida aquí?

–Pues no tengo de otra. En realidad, solo repito cosas que otras personas han ya expuesto.

–Pero tu forma de ser es única. Eres demasiado inteligente, ya verás que sí lograrás algo grande, yo lo sé.

Su celular sonó y era, precisamente, su novia. Me quedé ahí y disfruté de la sombra proporcionada por los árboles. Algún día tendría que saberse la verdad, aunque fuese dentro de eones. Entonces vi pasar de nuevo a Natzi. Era delgada, usaba anteojos, los cabellos sueltos y algo en ella más allá de lo físico me llamaba la atención. Acaso podían ser sus lecturas raras, las cuales podía apreciar cuando se sentaba detrás en la clase; parecía estar interesada en algo llamado teosofía. Este semestre tenía la firme de convicción de hablarle, y tal vez algo bueno podría resultar de todo ello.

Mientras caminaba para regresar a casa de mi tía, nuevamente experimenté la sensación desagradable que había comenzado desde que nos mudamos. Me pesaba el cuerpo, el calor era demasiado y sudaba tremendamente. Pero debía caminar todavía un tramo más, no había alcanzado el transporte y no me quedaría a esperar otra media hora para el siguiente. Era horrible y me sentía fatal, algo en mi interior se negaba a continuar. Seguía batallando con el calor, observando a las personas que pasaban a mi alrededor. No entendía un carajo de cómo había llegado hasta ahí. Entonces recordé la pregunta que me hiciera Gulphil sobre el destino, esa que no pude responder con precisión. Pero ¡qué malditamente adecuado resultaba ahora! Todo ello comenzó a fluir en mi cabeza, a veces me pasaba así. Tenía esa habilidad para encerrarme por unos instantes en mí y atormentarme con preguntas sin sentido o reflexiones triviales.

Hasta ahora había vivido creyendo que era yo quien tomaba todas las decisiones en mi vida, pero y ¿si no fuese así? ¿Acaso el destino significaba que no valía la pena esforzarse por nada si, de cualquier modo, ya todo estaba determinado? ¿Qué había del azar y también de dios, por supuesto? Me desagradaba la idea de no poder decidir, de no tener voluntad propia, pero tampoco era una locura pensarlo. Además, también la idea de dios era determinada, pues era todo poderoso y podía controlarlo todo. ¿Por qué nos daría libre albedrío? ¿Para qué elegir entre el bien y el mal si dios quiere que hagamos el bien y, si no, seremos enviados al infierno? No había lógica, un ser supremo nos daba libre albedrío y luego nos castigaba por no hacer lo que él quiere. Y si, en un acto de disgustar a dios, el diablo comenzara a hacer el bien, ¿sería entonces un dios más benevolente que el original?

Una señora me distrajo pidiéndome que le ayudara a recoger unas cosas que se le habían caído. Parecía ya muy vieja y jorobada, con sus cabellos demasiado blanquecinos y nubes en los ojos. Recogí una por una sus cosas, las coloqué en su bolsa y di media vuelta, pero, cuando estaba a punto de marcharme, dijo:

–Con cuidado cuando pienses tanto, o puede ser que termines cediendo ante tu propio interior. Aquel que no domina los corceles que tiran salvajemente del carruaje donde viaja como auriga su espíritu termina por estrellarse en los sitios menos esperados.

–¿Cómo sabe usted eso? –pregunté como un autómata, pero, al volver la mirada para quedar frente a ella, no había nadie.

Inspeccioné el lugar de inmediato. Pregunté si alguien había visto a la anciana, pero nadie contestó afirmativamente; algunos hasta creyeron que estaba loco. Terminé cediendo ante sus negativas y me convencí de que había sido solo parte de mi imaginación. Después de todo, esos arranques donde me abstraía en mí mismo se habían hecho frecuentes desde que nos mudamos. Ahí estaba mi hogar, aunque lo rechazase una y mil veces. Lo primero que observaba al llegar era a mi perro: mugroso, viejo y enfermo; apenas y levantaba la mirada. No teníamos espacio para él, pero mi padre no quiso regalarlo, aunque nadie le ponía atención. A mi madre le hartaba la pestilencia de sus orines, a mi hermana le chocaba bañarlo y yo ya ni siquiera le prestaba atención. Luego, estaba el atroz ruido que había siempre desde temprano hasta tarde. Lo peor era observar la casa donde habitaba, si es que se le podría llamar así, pues no era sino una pocilga. Pero ¿qué sería de nosotros si ese calabozo no hubiese estado disponible? ¿Dónde estaríamos ahora? Seguramente en la calle.

Me recosté un poco y encendí el celular, observé una solicitud de amistad. Era de una mujer que se llamaba Elizabeth Tiksmatter. Al entrar a su perfil vi que era toda una artista. Tenía obras majestuosas en su repertorio, también leía demasiado y parecían interesarle cosas raras, algo sobre reencarnación y misticismo. Al parecer, había comenzado a trabajar en un nuevo proyecto para ilustrar los libros de un enigmático escritor hasta ahora desconocido. Lo más impactante ocurrió cuando miré su fotografía de perfil, a la cual ni siquiera había prestado atención por mirar su información y sus obras. No podría describir lo impresionante y sugestivo de su rostro. Sus cabellos eran rizados y rojizos, sus labios incitaban un deseo de pasión y fiereza. Su nariz era perfecta, afilada y a la vez precisamente colocada. Pero, sobre todo, sus ojos me embelesaron. ¡Qué magnífico color carmín refulgía en ellos! Eran demasiado profundos, ocultaban tantos sentimientos y vivencias, le daban a su rostro un aspecto único que no había atisbado jamás. Su ser me parecía casi como algo divino en un mundo pestilente.

Así, durante la comida no pensé en otra cosa que no fuese Elizabeth. Solo ella mantenía encendido un deseo en mí; sin embargo, no era uno de amor, tal vez solo de pasión. No entendía qué me ocurría, ella era como el presagio de un nuevo horizonte. No sentía que quisiera conocerla, tratarla y amarla, sino solo poseerla en todos los sentidos. Era extraño, muy raro lo que ella incitaba en mí. Por unos instantes, hasta llegué a pensar que era parte de mi destino mirar su fotografía; nada más vacío pude dilucidar. Terminé mis alimentos y regresé al pedazo de cuarto que me tocaba, tomé el celular y volví a mirar su foto. ¡Qué ojos tan bellos, parecían expresar algo que no entendía! Sí, algo místico y sublime, tan lejano de la execrable esencia humana.

No logré comprender ni lo más mínimo, pero sabía que esa mirada carmesí denotaba solo el principio de una historia que tenía dos vertientes. La primera era aceptar su amistad, buscarla y conocerla; la segunda era rechazarla y seguir con mi vida. Sabía que la olvidaría pronto, pues no la quería amar, solo la deseaba. Supuse que estaba dándole mucha importancia al asunto, así que, con las manos temblorosas, decidí declinar su solicitud y eliminar cualquier posible contacto. Hasta ahí había llegado Elizabeth, al menos así creía haberlo decidido yo. El resto de la noche no sé qué cosa en mi interior acrecentaba cierta sensación de inutilidad, anonadándome e, incluso, deprimiéndome terriblemente.

Pasados algunos días me sumí más frecuentemente en mis abstracciones. Empecé a volverme más taciturno y a hablar cada vez menos con mis padres. Las noches se tornaron particularmente tormentosas dada la increíble cantidad de especulaciones que atiborraban mi cabeza. Algo me estaba afectando, estaba llegando hasta mí y me sugería funestas visiones. Me sorprendía sentir un rechazo inverosímil hacia todo cuanto el mundo era y ejercía en mí. ¿Podría ser acaso que todo en lo que había creído desde mi nacimiento estuviera manipulado por atavismos infames? ¿Qué podía hacer para evitar que mi alma se atascara de raras memorias y de ideas todavía más siniestras? Todo parecía ser sumamente intrascendente e injusto.

Sin entender nada, caminaba hacia la escuela tras haber devorado mis alimentos en la cafetería, cuando, curiosamente, una vocecita me habló:

–Hola, ¿a dónde vas con tanta prisa?

Volteé y observé que se trataba, nada más y nada menos, que de Natzi. Se había acercado hasta mí y había emparejado sus pasos con los míos. Ahora la miraba y sabía que, sin ser atractiva, me gustaba.

–Hola, qué tal –respondí con tono afable–. ¿Qué estás haciendo por aquí?

–Vengo a comer a la cafetería del edificio siete, puesto que la nuestra está muy fea y dan todo sumamente caro –dijo con ironía–. ¿Acaso tú haces lo mismo?

Noté al instante eso en ella, que cada palabra o frase la soltaba con sarcasmo. Me costaba diferenciar cuándo hablaba en serio y cuándo bromeaba. Gulphil solía decir que en esto éramos iguales, pues, según él, yo también mantenía esa actitud sardónica y a la vez solemne hacia los comentarios y acciones a mi alrededor.

–Sí, yo también hago lo mismo… Por cierto, te he visto un par de veces, pero nunca me había atrevido a hablarte –afirmé con prontitud.

–Y eso ¿por qué? ¿Te parece que soy alguien antisocial? Soy sencilla en el trato, no te cohíbas.

–No es eso, se trata de… –callé y ella río–. Es que no soy bueno comenzando cosas, tú sabes, pláticas con desconocidos.

–Sí, de eso ya me he dado cuenta. Pero vamos por allá a platicar, o ¿ya tienes clase?

Tenía clase, pero ¿qué más daba? No perdería la oportunidad ahora que al fin se presentaba. Qué extraño era que, cuando más pensaba en el destino y en por qué las personas se conocen bajo ciertas circunstancias, Natzi era quien había tomado la iniciativa de hablarme. ¿Habría Gulphil tenido algo que ver en todo esto? No había forma de saberlo por el momento, así que decidí mentir y seguirla.

–No, tengo hora libre –dije con la mayor confianza posible.

–¿No tienes clase? Tengo un compañero que va contigo y no me comentó que hoy tuviesen hora libre.

–¡Ah, sí! Hablas de Gulphil, mi compañero. El asunto es que ya casi son los exámenes finales y, como yo pasé con honores los primeros, no debo presentar estos últimos, así que no importa.

Caminamos en círculos por toda la escuela, hasta que decidimos sentarnos en una banca donde había sombra. La tarde era fresca y hasta agradable, yo me sentía bien en su compañía, pero no entendía cómo algo así podía ser real. Su voz me encantaba, era como aquella que hubiese querido escuchar para ahogar el ruido en mi interior.

–Cuéntame ¿qué te trae por aquí? ¿Qué ha sido de ti y de tu vida? –exclamó de pronto, aunque aún reía bastante–. Gulphil me ha hablado de ti, dice que eres raro. ¿Me ayudarás en mis estudios?

–Pues no soy ningún genio, solo trato de apurarme. Claro, te ayudo en lo que sea.

–Muchas gracias, eres amable. Aquí las personas suelen ser arrogantes y despiadadas –dijo mientras se echaba el cabello hacia atrás.

–¿Por qué dices eso? Supongo que en todo el mundo hay gente buena y mala.

–Pues supones mal. Yo solo veo en este mundo gente que vive inútilmente. Tú sabes, soy algunos años mayor que tú y he visto todo lo que necesitaba del mundo.

No supe qué decir y la miré detenidamente, luego se desternilló de nuevo. Me pareció que era sumamente inteligente y con una vida desordenada y arruinada.

–No te quiero asustar, pensé que tú también sabrías de qué hablo. Gulphil me ha dicho que eres un poco diferente al resto, así que quise comprobarlo por mí misma, pero no importa. Entonces ¿sí me ayudarás con mis materias? Sabes, voy algo retrasada en mis cursos.

–¿En qué semestre estás ahora?

–Estoy en cuarto, pero debería de ir en séptimo. He querido tener esta conversación contigo, pues parece que empiezas a sentirte angustiado.

No supe cómo había logrado descifrar mis sentimientos, pero tampoco se lo pregunté. Por primera vez en mucho tiempo sentía materializarse eso que me había inquietado desde el incidente de la casa. Ella continuó:

–No tienes de qué preocuparte, no te espío. Yo solo, digamos, tengo un don.

–Ah ¿sí? Y ¿de qué se trata? –inquirí agobiado.

–Tal vez no lo creas, pero, en ocasiones, puedo leer en los corazones de las personas, puedo saber lo que hay en su interior. Y te puedo decir que todo es más complejo de lo que parece, por eso no estoy de acuerdo con eso de la gente buena y mala. Todos podemos llegar a ser esto o lo otro dependiendo de las circunstancias. Y de eso se compone la vida, de impulsos causados por sentimientos que no podemos controlar. Dudo que exista una sola persona que logre controlar sus pensamientos de manera absoluta.

–Ya veo, tú eres rara. ¿Acaso lees mucho? –pregunté emocionado.

–Lo suficiente. ¿Qué clase de lecturas te agradan?

–Sí, me gusta hacerlo. Podríamos intercambiar libros en alguna ocasión –le dije sin concluir, un tanto trémulo con mis gustos literarios.

–Desde luego, pero te advierto que yo solo tengo libros raros, quizá no te gusten.

–No entiendo, ¿qué clase de libros? ¿Acaso eres bruja?

–No, pero estaría bien. Cuando los leas sabrás de qué hablo, son temas relacionados con el misticismo, el tiempo, la eternidad, la reencarnación, el infinito, el cosmos y la espiritualidad.

–¡Qué bien! Suena bastante completa tu colección. Yo nunca he leído un libro sobre eso; de hecho, hasta hace algún tiempo no leía.

–Todo son hábitos y costumbres, ¿no te parece? Todo se nos impone. A veces me pregunto ¿qué sería de nosotros sin eso?

–¿Sin qué? ¿Sin todo lo que hemos aprendido hasta ahora? –respondí algo contrariado.

–Algo así. Supongo que es prácticamente imposible para alguien poder limpiar su cabeza de todo lo que se le ha enseñado desde que nació, sería una locura incluso. Podemos cambiar de ideas conforme vamos creciendo, pero el mayor logro de este monstruo que nos absorbe diariamente ha sido el de etiquetarnos bien con un diseño de fábrica sin el cual no podría ser posible la existencia.

–Eso suena interesante –asentí un tanto pensativo–. Pero ¿de qué monstruo hablas?

–Del mundo como es hoy en día. ¿No te parece un pésimo lugar para vivir? ¿No crees que algo nos controle?

–Pues eso no lo sé. Supongo que quiero hacer cosas. Ya sabes, trabajar y ganar dinero, ayudar a las personas y ser feliz.

–¡Ja, ja, ja! –se desternilló Natzi mientras su mirada reflejaba una terrible decepción.

–¿Qué? –espeté al instante–. ¿Acaso encuentras algo de malo en eso? Así es como se vive usualmente, ¿no?

–Tú lo has dicho. Es lo cotidiano y lo mediocre, creo yo. Y ¿me vas a decir que también crees en dios y en el amor?

–Bueno, no sé. Mis padres me han educado de cierta forma.

Natzi continuó riendo durante unos segundos que me parecieron eternos. Me sentía un poco molesto por la forma en que le hacía gracia mi pensamiento. Entonces recordé cómo yo mismo me había sentido incómodo últimamente con lo que se me había enseñado sobre el mundo. Era una graciosa coincidencia que Natzi estuviese precisamente hablando sobre los temas que me inquietaban.

–Pero si eres como todos los demás –dijo al fin, controlándose un poco–. Ahora veo que Gulphil me mintió, eres solo un niño, un pequeño capullo ¡Te hace falta despertar, librarte de los ideales que tus padres te han impuesto, de lo que el mundo te ha encasquetado!

–Pero ¿cómo podría hacerlo? ¿Cómo puedo ser diferente de los demás? –pregunté con timidez–. En todo caso, no veo por qué el mundo puede estar tan mal. Es cierto que no todo es bello aquí, pero…

–No te preocupes, déjalo así –asentó ella, interrumpiéndome con violencia–. De cierta forma noto algo en tus ojos, son bellos. He observado desde el interior lo que te atormenta, pronto entenderás lo que te digo. Aún debes vivir un poco más, aprender y entender que el mundo actual no es un lugar apto para existir, sino solo un enorme campo donde se lucha incansablemente por sobrevivir. Claro que otros tienen fortalezas y arrojan migajas a los más desesperados, pero a veces ni eso. Ya entenderás lo que te digo, sé que sí, puedo verlo.

–Espero que sí –dije sintiéndome confundido–. De hecho, sí he sentido que algo en mí intenta despertar, pero no sé qué sea, todavía no quiero que salga.

–Tal vez no sea tu elección, él decidirá cuándo salir. Así nos pasa a todos, al principio duele y luego se intensifica la vibración, pero hasta ahí.

–¿A todos? ¿A ti también? –inquirí con curiosidad.

–A todos los que despertamos, los que nos desconectamos y tratamos de encontrar una identidad propia.

–Y luego ¿qué pasa cuando se despierta?

–Bueno, cada quién lo percibe de forma distinta. Verás, yo estuve ya casada con alguien que creía era el amor de mi vida, y tuve la concepción de que el mundo era perfecto. Tú aún debes vivirlo, pero ten en cuenta que dolerá.

–Entonces ¿es algo normal en la gente eso de despertar? –pregunté con una curiosidad que no cesaba.

–No, solo a unos cuántos les ocurre, pero presiento que tú serás parte de esos pocos.

Me quedé meditando sus palabras por unos momentos, parecían relacionarse con el destino, o con esos ojos carmesí de aquella artista misteriosa. ¿Qué carajos me sucedía?

–Cada uno debe vislumbrar ese despertar del que te he hablado por sí mismo. Nunca se puede llegar a tal estado mediante otros, ni siquiera los libros pueden llevarte ahí donde está el origen y el fin, donde el infinito es alcanzable y la supremacía deja de ser solo una entelequia.

Quedé asombrado, pues algo en mí sabía que ella diría todo aquello. En mis sueños la había admirado como a Elizabeth, como a esos ojos carmesí que penetraban mi espíritu e intentaban sacarlo de las fauces donde estaba encasquetado desde mi nacimiento.

–Quisiera poder aprender más de ti. Me resulta interesante tu compañía –le dije en un tono solemne.

–Muchas gracias, ya debo irme a mi clase. ¿Gustas que nos veamos otro día?

–No lo sé, sería bueno. ¿Qué hay de la ayuda con las asignaturas?

–¡Casi lo olvido! De hecho, el viernes por la tarde será el cumpleaños de un compañero en el grupo, quizá te gustaría acompañarme. Gulphil también irá. Bailaremos, beberemos y la pasaremos bien.

Acto seguido me dio su número y yo lo guardé cuidadosamente. Dije que asistiría a su reunión y que, en efecto, bailaríamos, beberíamos y la pasaríamos bien. En realidad, no sé por qué lo dije, puesto que nada de eso eran cosas que yo quisiera hacer, tal vez solo un impulso.

–Pero no te confundas –aclaró ella con voz firme–, recién te conozco y no quiero que pienses que te invito por alguna otra cuestión… Sabes, no soy chica de un solo chico.

–¡Ah, claro! No te preocupes, no lo había pensado así –le contesté tímidamente.

Natzi se marchó a su clase y yo me quedé ahí, me recosté en el pasto y me dormí. Cuando desperté, ya se había hecho tarde para la siguiente clase, así que decidí no entrar e irme a casa. Después de todo, ya casi había pasado todos los cursos, nada me preocupaba, nada excepto que creía estar entrando en un abismo de locura del cual me sería ya imposible salir. Pero ¿qué opción tenía? Sentía con toda mi alma que ya no podía seguir existiendo del mismo modo en que lo había hecho hasta ahora. Estaba tan confundido y tenía tantas preguntas, pero parecía que nada ni nadie tenía las respuestas. ¡Qué complicado y absurdo era vivir! Tal vez, pensaba en mi cabeza retorcida, lo mejor sería abandonar esta realidad funesta cuanto antes. Pero tenía miedo de aceptar algo así porque estaba imbuido por tonterías inculcadas para mi subsistencia en un mundo que pronto dejaría de serme interesante para siempre.

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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