Capítulo XI (EIGS)

De acuerdo con lo acordado, el próximo fin de semana sería el elegido para hacerlo con Isis, así como también sería mi primera vez con alguien en la intimidad. Estaba nervioso en extremo, aunque intentaba calmarme; sin embargo, las cosas se presentaron de forma un tanto rara, pues, en ocasiones, pareciera que no somos sino títeres de una poderosa entidad, o que en verdad no poseemos libre albedrío. Estas abstracciones que súbitamente me alejaban del mundo se hicieron más frecuentes cada vez, todo a mi alrededor se esfumaba mientras yo me enfrascaba en elucubraciones superfluas acerca de temas que jamás, dada mi humanidad, podría comprender. Como tal, había casi infinitas formas en las cuáles se podían presentar los sucesos de nuestras vidas, las combinaciones de tiempo y espacio, de personas que conocíamos a cada momento, de situaciones que, por una razón desconocida, nos veíamos obligados a experimentar. Dentro de todo esto a veces me entraba una melancolía casi esquizofrénica en la que sentía un gran apego hacia mis padres, incluso quería matarme antes de que ellos murieran para no tener que sufrir su pérdida.

Así, me adentraba en un mar de dudas. Era raro que un humano pensara tanto o se complicara de tal manera la vida, eso creía yo. Hasta ahora nunca me había cuestionado el significado de la existencia o el porqué de lo que ocurría. Tal vez todo fuesen meras coincidencias en las cuáles evidentemente imperaba el azar. Pero ¡qué maravilloso tuvo que haber sido el azar para que se diera la vida en un planeta entre millones, en una galaxia que no representaba sino la nada en un universo misterioso! Y, aunque estuviese desnudo ante la verdad, no quería creer todavía en el azar por completo, pues estaba el otro lado de la moneda, me refiero al destino. Tampoco quería pensar que todos nuestros actos estaban ya decididos, y que solo seguíamos un camino, como si de un libro se tratara; uno donde las páginas se hojeaban y nuestra historia proseguía obviando cualquier intervención. En cualquier caso, la mayor interrogante era ¿quién había escrito dichas páginas? O ¿qué fuerza actuaba para que las cosas sucedieran con precisión de acuerdo con lo establecido? De existir una entidad con tal poder, debía tratarse de algo parecido a un dios. Pese a ello, seguía viviendo como un autómata, seguía siendo solo otro humano más, igual al resto y que ahora se había enamorado. A veces esto me enfermaba, aunque siempre terminaba por regresar a lo que consideraba real, pues nada del otro lado era tan fuerte como para arrastrarme lejos del origen. Podría decir que estaba fragmentado, pues una parte de mí luchaba por emerger y descubrir mundos más allá de mi cabeza. Y la otra, la que siempre se imponía, se aferraba a permanecer entre las personas y a vivir ordinariamente. Mi existencia había adquirido los tintes de un dilema inefable.

Estas ideas germinaban en mi interior y me aterrorizaban. El semestre pasado aún pensaba que adoraba las matemáticas y que eran la verdad. Sin embargo, después de conocer a Isis y de experimentar tantos sentimientos que me parecían sumamente lejos de mi alcance, comenzaba a decepcionarme del mundo terrenal, de la ciencia y de todo lo relacionado con el humano. Y, en ocasiones, hasta se me había ocurrido, raramente, que la existencia carecía de un sentido, que no era sino una constante pesadilla de la que me era imposible despertar, de donde nadie podía escapar y cuyo sufrimiento no valía nada. A final de cuentas, ningún camino conducía a la sublimidad, a una vida distinta, a un aprendizaje o una sabiduría más allá de las teorías ilustradas. Quizá solo la soledad y la abstracción profunda podrían revelar ciertas posibilidades, pero el mundo incitaba a la estupidez por todos lados.

Luego, abandonando estas ideas, regresaba a mi vida. Me hallaba en cama, siendo miserable y odiando estar en esta cueva donde apestaba a humedad, donde siempre había tanto ruido y olía a orines de un perro que solo esperaba la muerte. Mi padre trabajaba incesantemente y había comenzado a pregonar que compraría una casa en algún lugar lejano, pues cerca estaba todo caro. Mi madre hacía la comida, el quehacer y apoyaba a mi hermana con sus tareas. Todo seguía normal, las personas trabajaban, estudiaban, reían, lloraban, se divertían y se enamoraban. Pensaba en cómo era mi vida antes de conocer a Isis, en todo el rencor que sentía y cómo ahora todo había sido más llevadero y mucho menos aburrido. Creía, con tristeza, que todos los sentimientos que habían explotado en mí y en cuya tormenta me hallaba atrapado habían disminuido ligeramente. Quizá solo había pasado esa fase del enamoramiento y ahora seguía la del amor verdadero. Ciertamente, había cambiado bastante, ya no me entretenía con las pláticas sexuales y casi no hablaba con nadie. Mi concepción de los estudios también se había modificado, quizá para mal, pues mis notas cayeron. Sospechaba que en mí había alguien más que buscaba emerger, pero ¿quién?

Tantas cosas, tantos sucesos y, sin embargo, nada de lo humanamente razonado representaba lo más irrisorio en el mundo, mucho menos en el universo. Mi existencia, como la de cualquier otro, era insignificante, o ¿no? Tras estos pensamientos me lamentaba y surgía en mí la necesidad de justificar mi vida. Desde luego que existía un sentido, estaba en mi familia, en Isis, en mis estudios, en las cosas que hacía día con día, en salir de este sitio, en trabajar y divertirme, en aprender y en ser feliz. O, tal vez, como tantos lo hacían el sentido de mi vida era trabajar incesantemente para comprar cosas, emborracharme y casarme, tener hijos que serían igual de miserables que yo, envejecer y ser intrascendente en el cosmos. Y, aunque viviera de forma distinta, sería igual al final, pues moriría formando parte de una raza que me parecía cada vez más repulsiva e imbécil. El hombre más brillante no era distinto del más miserable, pues la vida nada valía, tales eran mis nuevas percepciones.

No podía ser así, desde luego que no, me recriminaba de inmediato. Estas ideas me atormentaban porque no tenía recuerdos de cómo ni de cuándo comenzaron a germinar en mí. A veces me deprimía y trataba, ciertamente lo hacía, de vivir como antes. Quizá todo empezó desde que nos mudamos, aunado con mi desprecio por el mundo y la humanidad. O, tal vez, la llegada de Isis con tantas emociones que jamás creí poseer había no solo cambiado mi vida, sino mi percepción. O sería acaso el profesor G un importante factor en ello, con sus pláticas que nadie escuchaba, sus ideas raras y sus conspiraciones. Nada indicaba con certeza cuándo se produjo este cambio que rechazaba y al que me rehusaba por ser tan contrario a la forma en que había sido acondicionado para vivir, pero que ahora, instintivamente, otorgaba gran poder a mi mente.

Y por supuesto que una parte oculta en mi consciencia seguía pensando en Elizabeth. No comprendía lo que aguardaba en su mirada, ese fuego extraño, esos ojos cuya sublime naturaleza me amedrentaba. Parecía incluso no ser humana, sino una invención de una mente que, en su enfermedad, había logrado materializar tan inefable obra de arte. Sus labios incitaban a pasiones desconocidas, sentía un deseo que no experimentaba con Isis. ¡Qué profundidad expresaban además sus pinturas, esas que atisbara en el museo donde se exhibía su colección! Y, sobre todo, ¡qué incertidumbre me carcomía cuando recordaba ese lienzo que no observé! Pensaba qué clase de situación aguardaría tras aquella cortina oscura y la endiablada advertencia. Además, estaba esa otra historia que escuché al salir del museo, donde se afirmaba que Elizabeth había enloquecido tras concluir con esa pintura. Nada era seguro, sino que me estaba perdiendo en un mundo repleto de fantasmas que aparentaban vivir.

Tras una insignificante prolongación en el cementerio de los sueños, llegó el día. Era sábado por la mañana y había acordado con Isis que iríamos a un hotel cercano al centro de la ciudad. Al llegar a su casa, cuando abrió la puerta, la miré dubitativa y con una expresión de picardía. Ambos entendimos, sin hablar, que lo haríamos sin posponer la fecha. De este modo partimos, y durante el camino hablamos poco. Ambos estábamos nerviosos por ser nuestra primera vez, tanto juntos como personalmente. Ella me parecía agradable, me complacía escucharla y saber que estaba ahí para mí. Era difícil hallar en el mundo a alguien que entendiese los sentimientos, que no lastimara más el corazón ya tan afligido por las condiciones execrables en las que vivíamos.

Yo pensaba en esos momentos que sería para siempre, que duraría eternamente lo que ambos sentíamos, pues en el instante en que llegó a nosotros, o surgió en nuestro interior el amor, fue como un relámpago que fulminó todo a su alrededor. Era lo mejor que me había pasado en la vida, pero comenzaba a invadirme un temor inhumano al pensar que ella podría lastimarme, o que yo podría hacerlo. Me inquietaba sobremanera la nueva personalidad que creía poseer, o quizás exageraba y solo era yo mismo intentando liberarme de esta simulación en donde era obligado a existir. Me sentía distinto al que hasta hace poco era, como si una sucesión de transiciones se hubiera desencadenado distorsionando todas las ocasiones en las que sentía dentro la mirada de dios aniquilando mi voluntad. Entonces, cuando bajaba el ritmo y dilucidaba mi endeble determinación, sabía que llegaría al sitio de donde me sería imposible volver a un estado pasado.

Más pronto de lo que colegí llegamos a la calle donde se hallaba el hotel, y posteriormente nos dirigimos a la entrada.

–Entonces ¿quieres entrar o no? –preguntó Isis, nerviosa y contrariada.

–Pues ya estamos aquí, supongo que no hay vuelta atrás –respondí igual de agitado, el corazón me iba a estallar.

–Bueno, pero hay mucha gente alrededor. Esperemos un poco más, mejor vamos a dar una vuelta y luego regresamos.

–Bien, concuerdo contigo –afirmé con el cerebro revuelto.

Nos abrazamos y exploramos alrededor, compramos unos panes y luego retornamos. En aquellos momentos una magia inefable arremetió contra nuestra naturaleza inferior, proyectándonos como dos almas alocadas hacia un paraíso atemporal. Hubiera querido quedarme ahí por siempre, matar el devenir, exterminar lo exterior y fundirme eternamente en la mirada inmortal y en la esencia magnificente de Isis.

–Sigue habiendo mucha gente, me da bastante pena –dijo enrojeciendo y mostrándose desconfiada.

–Si quieres lo dejamos para otro día, no tiene por qué ser ahora –le dije con cariño.

–No, debe ser ahora –respondió, cambiando su semblante–. Vamos, ahora que esos sujetos de allá entran también, es nuestro momento.

Me jaló de la mano y, cuando menos lo esperábamos, ya estábamos adentro. Pagamos y pedimos los preservativos, me pareció que la señora nos fulminaba con la mirada. Mostramos las credenciales y nos entregó la llave. Al subir las escaleras, las piernas me temblaban, ascendía temeroso y con grandes dudas. Al abrir la habitación, estos temores se multiplicaron. Ahí había un cuarto espacioso, una cama matrimonial, un baño con agua caliente, una pantalla y un sillón muy raro. Todo estaba listo para que nos entregáramos a la pasión que nos competía, o eso creía.

–Muy bien, pues todo está listo. Es hora de hacerlo –comentó Isis, sonriendo.

–Sí, claro. Ha llegado el momento –sentencié, sintiendo un nerviosismo incesante.

–Te amo –dijo ella con ojos suplicantes y melancólicos.

–Yo también te amo –asentí, mirándola solemnemente.

Comenzamos a desnudarnos mientras nos mirábamos fijamente. Nos acercamos y unimos nuestras bocas, levanté su vestido negro y sentí su piel, tan suave y resplandeciente. Nos sentíamos tan jóvenes y pertenecientes, era algo que todo el mundo hacía y ahora nos llegaba la hora a nosotros. Sí, el momento de restregar nuestros cuerpos, de unirnos y formar un solo ser. Ya nos habíamos despojado de toda la ropa y habíamos cerrado las cortinas, entonces me recosté sobre la cama mientras ella iba por el preservativo. Nada más importaba, ninguna teoría o idea de lo absurdo que era la existencia. Ya casi estábamos empezar, sin embargo…

–¿Qué pasa? ¿Te ocurre algo malo? –inquirió Isis al ver que me levantaba de salto.

–Nada, es solo que… –sentí pena de decírselo.

–¿Qué? ¿No te sientes seguro o acaso pasa que te has arrepentido?

–No nada de eso –farfullé con desconfianza–. En realidad, no sé qué pasa conmigo.

Isis me miró un tanto desconcertada y lo comprendió todo. Por alguna extraña razón, por alguna clase de contradicción anómala, no lograba que mi pene se levantara. Era muy incierto lo que sentía, no podía entenderlo. En mi mente lograba percibir placer, experimentaba la excitación de observar el cuerpo desnudo de Isis y, saber que la penetraría, me enloquecía. Sin embargo, era como si algo estuviera roto en mí, como si no lograra conectar mi mente con mi cuerpo, pues esa energía sexual y el deseo de poseerla no se materializaban y, por ende, mi pene no se levantaba. Me sentí devastado ante tal condición, maldije mi destino, mi suerte y mi existencia. Isis lo intentó todo para lograr que se izara mi miembro, aunque nada ocurrió por más que lo intentó.

–¿Qué pasa contigo? ¿Es que acaso no te excito? ¿No te deleita ver este cuerpo desnudo ante ti y la idea de poseerme? –preguntó ella triste y molesta a la vez.

–No es eso, créeme que es lo que más quisiera. No logro comprenderlo, pues en mi mente siento un gran placer, pero no logro conectarlo con mi cuerpo.

–No te creo. Dime ¿acaso eres homosexual? O ¿es que no te excito?

–Nada de eso. Por favor, trata de entenderme. El problema no eres tú, sino yo.

–No te creo –dijo suspirando y alejándose de mí–. Seguramente es porque deseas a alguien más. Mi cuerpo no es el mejor, pero al menos podrías habérmelo dicho.

–Yo…, en verdad…, lo siento. Si tan solo pudieras estar tú en mi lugar.

Permanecimos en silencio, ella tomó su celular y se sentó en la cama dándome la espalda, yo me senté en el extremo opuesto. Entonces me sentí enfadado conmigo mismo, no era posible que mi cuerpo se impusiera, la mente mandaba. Quizá se debía a que no había desayunado bien, por lo cual tomé un pan y lo devoré. Ciertamente sentía hambre, pero no funcionó. Decidí tomar un baño con agua fría, tal vez así mi cuerpo saldría de tan ominosa condición. Tardé bastante tiempo e intenté masturbarme como nunca en mi vida, pero sin lograr que mi pene se levantara, aunque fuese un poco. La sensación era nueva, era como si estuviese bloqueado de algún modo, y en verdad que en nada tenía que ver Isis con ello. Lo más raro era que la amaba, pero no sentía el deseo de poseerla con locura. La quería de un modo diferente, sentía que podía morir por ella, pero no era capaz de penetrarla. ¡Qué paradójico resultaba todo! Tantas veces me había masturbado como un loco con aquellas mujeres a las que contactaba para charlar sobre sexo, tantas veces había añorado tener mi primera vez, sentir lo placentero de los cuerpos pegados, y, ahora que finalmente se daba la oportunidad, era incapaz de excitarme, al menos de manifestarlo en mi cuerpo.

–¿Ya casi sales? Ya tardaste mucho ahí –escuché que preguntaba Isis mientras tocaba la puerta del baño.

–¡Sí, ya casi salgo! Todo está bien, no te preocupes –contesté medianamente trabado en mi habla.

–¿Quieres que entre? –cuestionó ella en un tono severamente adusto.

–No lo sé. Ya casi salgo, mejor espérame –afirmé, albergando la falsa esperanza de que, al terminar la ducha y sentirme más tranquilo, mi pene se levantaría.

–Bueno, entraré solo a darte un poco de champú, porque adentro no hay.

No supe qué contestar, me sentí amenazado y aterrado ante la idea de que Isis entrara e intentara nuevamente tener relaciones, pues mi pene no respondía ni daba la menor señal de vida.

–Entonces ¿sí o no? Pareciera que no quieres.

–Bueno, yo… –enmudecí y me resigné a que entrara.

Ni siquiera esperó mi confirmación, Isis entró totalmente desnuda y con el champú entre sus manos. Me miró y se pegó a mí, sentía muy bien su calor y el roce de su cuerpo con el mío. Tomó mi flácido pene entre sus manos y lo jaló con intensidad, pero no funcionó. Me sentí apenado y le agradecí que me trajera el champú, acto seguido se retiró con semblante triste. Fue entonces cuando se me ocurrió que tal vez necesitaba olvidarme de todo aquello y concentrarme. Intenté orar, incluso supliqué a quien fuera, dios o el demonio, que mi pene se levantara, pero tampoco sirvió. Ya resignado, desesperado y sintiendo deseos de desaparecerme o de matarme, recurrí a un terrible ardid. Intenté masturbarme pensando en otras mujeres, en aquellas con las que tantos sueños húmedos había tenido en la secundaria y en la preparatoria, desde compañeras, profesoras y hasta familiares. Recordé incluso toda la pornografía que había mirado, las posiciones, los rostros, los senos, las corridas, las fantasías, las pláticas sexuales, absolutamente todo lo traje a mi mente. Pero, a pesar de todo, mi pene seguía sin mostrar el más leve signo de erección.

¿Qué clase de trampa era la que me aprisionaba? ¿Qué intento tan vil del destino me atrapaba? ¿Qué coincidencia tristísima era la que me atacaba? Era una estupidez atribuir una importancia tan significativa a mi vida. A final de cuentas, sería indiferente para el orden de las cosas, en caso de que existiese, que yo no pudiera excitarme. Absolutamente ningún dios, entidad o energía se preocuparía por mis problemas. De nada servía sentirse como una víctima, o que ello era parte de un aprendizaje, pues ya todo había perdido su color. Afligido por tales pensamientos decidí salir del baño y enfrentar mi patética realidad.

–Entonces no funcionó, ¿cierto? –fue lo primero que Isis exclamó cuando me vio.

–No, no funcionó… –respondí con voz sepulcral.

–¡Vámonos, por favor! Este lugar me enferma, no quiero estar aquí ni un minuto más. ¡Anda, date prisa!

–Sí, claro. Solo me visto y nos vamos. ¿Tienes hambre?

–No, solo quiero que te des prisa. Tengo que llegar a hacer algunas cosas a casa.

Noté que estaba molesta y triste. En un desesperado intento por explicarle cómo me sentía, la encaré y le dije:

–Sé que no lo entenderás, pero sí me excitas, al menos en la mente. No sé qué pasa conmigo, pues incluso hasta cuando voy en el camión el simple hecho de colocar mi mochila en mis piernas hace que mi pene se levante.

–Quizá la mochila es más excitante que yo –agregó con ironía.

–No es eso, en verdad quisiera que intentaras comprenderme –supliqué con llanto y nostalgia–. Lo siento mucho, perdóname.

Comencé a vestirme, pero ella se abalanzó sobre mí y me besó. Recorrió mi cuerpo y se desnudó de nuevo, me aventó al sillón y restregó su vagina en mi pene. Intentó de todo, hizo lo imposible, y hasta vimos algo de pornografía para ver si así conseguíamos algo. Sin embargo, parecía más fácil que yo muriese antes de que mi pene lograra ponerse erecto. Finalmente, renunciamos a la posibilidad de tener sexo, al menos aquella tarde. Quizás había sido un mal día, o tal vez era porque no había dormido bien los últimos días. No lo sabía, no comprendía tal rompimiento entre mi cuerpo y mi mente. Sentí temor ante la idea de no poder dominar lo que me ocurría, pues ciertamente no dependía de mí. ¿Cómo iba yo a saber que mi pene no se levantaría justamente ese día? Acaba de destapar un nuevo y misterioso recoveco que hasta ahora no sabía que existía. ¿Se trataba solo de Isis? O ¿era un problema más general? ¿Ocurriría lo mismo con cualquier otra mujer? ¿Acaso a lo más que podría aspirar sería solo a masturbarme y ya? Tantas cuestiones me ahogaron durante el camino de vuelta. Pensaba en lo distinto que todo podría haber sido, en lo ideal de una situación donde, tras haber hecho el amor, habríamos comido y seguido el curso natural de las cosas. Pero todo se había quebrado, se había roto nuestro amor. Y ahora sentía tanta pena y temor de dirigirme a Isis, incluso de besarla o acariciarla. ¡Qué absurdo era existir siendo yo!

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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