Capítulo XVIII (EIGS)

Cuando al fin me encaminé hacia casa de Isis me pareció que estaba un tanto lejos, mucho más que de costumbre, pero no importaba. Recordaba la dirección con exactitud y fue toda una babel de contorsiones dolores las que experimenté. ¿Cuántas veces no recorrí aquellos lugares en su compañía? ¿Cuántas risas, palabras, gestos, abrazos, anhelos y sueños no se habían roto por completo? Algo me decía que no era una buena idea ir a buscarla, pero negué mi intuición y seguí. A pesar del dolor y la inquietud que palpitaban en mi interior, me di ánimos y llamé a su puerta.

–¿Quién es? ¿A quién busca? ¡Estoy muy ocupada! –replicó al abrir una señora con un mantel sucio.

–Disculpe, busco a Isis. Ella solía vivir aquí

–¿Isis? ¿Cuál Isis? Jamás ha vivido aquí ninguna Isis. Mi familia ha habitado aquí desde que mi abuelo adquirió esta propiedad.

–¿De verdad? –exclamé sorprendido–. Yo solo quería cerciorarme…

–Pues ya lo has hecho, ahora agradecería si te marchases para que prosiguiera con mis deberes… Y, sin embargo, hay tantas cosas que jamás dijiste –farfulló cuando ya casi me retiraba resignado.

–¿Cómo? ¿Cosas que nunca dije? ¿De qué habla?

–Pero así siempre pasa, la vida es corta y larga, pero jamás feliz, siempre triste. Ahora sigo esperando el fin, estoy cansada de estar atrapada aquí, quiero regresar a mi mundo. ¿Puedes acabar de una vez?

–No sé de qué me está hablando, ¿acabar con qué? ¿Cuál mundo?

–¡Santo cielo! ¿Todavía te queda duda alguna? –exclamó ensimismada y molesta–. Bien, seguiré aquí esperando por el fin. Mientras tanto, tendré que ajustar una vez más el reloj, ¡qué fastidio!

–Espere unos momentos, ¿a qué se refiere? ¿De qué habla? ¡Necesito que me explique!

Pero era muy tarde, la señora había ya cerrado la puerta. Resolví no molestarla de nuevo, y, por más que intenté entender su comportamiento inusual, no lo logré. Me senté afligido, pensando que en una semana estaría graduándome y todos estarían felices, me disgustaba saber lo que sentiría. Entonces algo me distrajo, eran tres luces, como si fueran inmensas bolas de fuego. Rasgaron el firmamento y entendí que eran un presagio. Todo mi cuerpo comenzó a temblar sin sentido, mi corazón parecía escaparse de mi pecho, mi cabeza daba vueltas y se quebraba la coraza. Sabiendo que a nada bueno me conduciría aquello, corrí hacia el sitio donde creía habían caído las bolas de fuego, cuyo resplandor era más intenso que el del sol. Fueron unas cuántas calles, hasta que terminé por perderme. Todo era como un laberinto, y, siempre que estaba a punto de llegar al punto de quiebre, éste se alejaba.

¡Qué extrañas eran esas calles y esas casas! Cambiaban en un parpadeo, se tergiversaban los sonidos y los colores, sombras siniestras entraban y salían. Tenía la impresión de estar dando vueltas en círculo, de seguir mirando con ojos humanos. De pronto, comenzó a temblar. Las casas se derrumbaban para levantarse de los escombros mucho más deplorables, siempre empezando por la izquierda. Había unas plantas que masticaban relojes y de ellas emanaba un almizcle sumamente exquisito. Al fin, cansado y a punto de perder la razón, me detuve frente a una casa, estaba de vuelta. Era irrelevante lo que había acontecido momentos antes, pues me hallaba lejos de mí. La casa era de dos pisos, pintada de color naranja con manchas azules. La puerta estaba semiabierta, era de color blanco y estaba carcomida. Decidí entrar al no percibir ninguna presencia a mi alrededor.

La casa era ciertamente grande y el piso de abajo estaba deshabitado. Las habitaciones sumamente horripilantes tenían manchas de sangre y excremento, apestaban con una intensidad apabullante. En el exterior, en el techo, había una tubería de dónde provenía un olor tan pestilente. En un costado estaba echado un perro triste, que me recordó al mío. Yacía tirado en su propia orina, tenía los párpados cocidos y la roña le cubría el cuerpo entero. Estuve a punto de retirarme debido a la fetidez y asquerosidad de aquella casa, hasta que un sonido desconcertante llegó a mis oídos, parecían provenir del segundo piso, cuya vista no era más agradable que la del primero. Siempre me había resultado misterioso saber si tenía libre albedrío, y ahora necesitaba decidir. Resolví dejarlo a la suerte y pensé que, si el perro daba un ladrido cuando yo estuviera por salir, subiría; de otro modo, me largaría.

Fue una estupidez, pero así lo hice. Tenía plena certeza de que el perro nunca ladraría, estaba casi muerto en su tristeza, vomitaba un líquido amarillo y se diría que esperaba el fin, tal como también lo había dicho la señora del mantel sucio. Me dirigí hacia la puerta, esperé y nada, ningún ladrido. Convencido de que me había vuelto loco y de que lo mejor sería regresar y tomar una siesta para olvidarlo todo, puse un pie fuera. Sin embargo, unas milésimas de segundo antes de que pusiera mi segundo pie en el exterior de la deplorable casa, escuché un ladrido. Cuando giré para cerciorarme vi al perro de pie, apenas se podía sostener. No había duda de que el ladrido provenía de su desgastada figura. Lo miré fijamente con sus párpados cocidos y sentí nostalgia, parecida a la que experimenté cuando mi padre me ayudó a recuperar la habilidad de caminar, así de intensa. Seguido de esto entré de nuevo y me dirigí hacia las escaleras, pero el perro cayó antes de que yo llegara al primer escalón, había muerto. No me detuve y seguí, como si ya antes en muchas ocasiones hubiese subido por aquellos malgastados escalones. Algo me resultaba tan jodidamente familiar.

Una vez arriba me percaté de que las habitaciones estaban divididas en dos conjuntos. El primero lucía triste, arrasado por una suerte de mugre que se apoderaba de cada rincón. Las puertas estaban llenas de arabescos y que me parecieron satánicos. Una completa gama de artículos desagradables se extendían a lo largo y ancho de aquella desagradable visión. Salí a punto de devolver el estómago y me centré en el segundo apartado, de ahí provenían los gritos. Mi corazón palpitaba con una fuerza descomunal y mi cuerpo temblaba sin que pudiera hacer algo para calmarme. Cada paso que daba hacia esa deplorable habitación ocasionaba un zumbido que me desgarraba la cabeza de modo insoportable. Al fin llegué y di una patada para entrar, pues estaba tan ansioso por mirar que no tuve tiempo para tocar y esperar apaciblemente. Lo que vi cambiaría mi vida por completo, incluso si se trataba tan solo de una ilusión. En cuanto la puerta se abrió por completo, algo me devoró produciendo un resplandor repugnante y un ruido delirante.

Me di cuenta de que estaba en una especie de burdel clandestino, pero era demasiado tarde para volver. Percibía que había anochecido y escuchaba cómo muchas personas aplaudían a mi alrededor, usaban máscaras y apestaba a tabaco. Todos reían y se regocijaban, pero estaba hasta el fondo del lugar y no lograba visualizar el acto principal. Todos me miraban como si fuese yo un extranjero, mi ropa y mi aspecto no cuadraban con la elegancia del sitio, pues solo personas con trajes y vestidos, con corbatas y tacones se apiñaban en las mesas. Intenté entablar plática con algunos meseros, pero me ignoraban porque para hablar con ellos debía primero pagar; algunos dijeron que en breve llamarían a seguridad. Desilusionado, me abrí paso entre la multitud, sin dejar de temblar y de padecer los estrépitos de mi corazón. Me coloqué al fin en medio y al frente de todas las personas, pero solo para sentir que moriría en ese instante. ¡Era Isis! ¡Sí, era ella! ¡En qué situación la encontraba! ¡Sentí algo inexplicable, se paralizó mi alma! La mujer que alguna vez amé se hallaba en medio de siete hombres, desnuda, con los párpados maquillados sórdidamente de negro, con los labios golpeados, el rostro enrojecido tanto como su trasero, sus senos siendo manoseados y una cara de placer extremo. Comprendí de inmediato que se trataba de una orgía, y que Isis era la protagonista.

Mientras dos la penetraban por la vagina y un tercero por el ano, otros le acercaban sus penes a la boca y se corrían vigorosamente en todas partes. Eran hombres horribles con una barriga inmensa. Había negros y blancos, todos pasando de los sesenta años. De pronto, algunos de esos viejos comenzaron a orinarse en la cara y el cuerpo de Isis para luego cachetearla hasta hacerla sangrar. Pero el clímax llegó cuando los dos asquerosos ancianos se vinieron en su vagina, de donde fluyó el semen espeso y abundante. Todos los espectadores aplaudían y reían como imbéciles mientras los viejos la pateaban y la golpeaban con una violencia tremenda. Además, le metían tan adentro de la garganta sus penes que la hacían vomitar esperma. Noté que otros siete viejos estaban ya listos, por lo que intuí que la escena se repetiría. Permanecí absorto, casi diría que mi interior se vacío. Algo que nunca había pensado invadió mis entrañas. Por segunda vez ella había lastimado la parte más profunda de mi ser, jamás podría olvidarlo ni perdonarlo ya, pues ni todas mis muertes podrían lograr que borrase aquella imagen de mi alma.

–¿Qué pasa, amigo? ¿Acaso no te estás divirtiendo? No pareces disfrutar el acto principal. Si gustas, puedo darte algo, ya sabes, para que entres en sintonía –exclamó un sujeto con cara de chivo y ojos tan negros como la oscuridad.

Quise responder, pero, por más que lo intenté, nada pude articular. Me aterré al imaginar que quedaría mudo una semana antes de la graduación, todavía aferrándome a banales concepciones. Giré y creo que tosí arrojando un curioso objeto en forma de escarabajo blanco.

–Vamos, no seas tímido –continuó el sujeto, que ostentaba un bastón con el poder de deshacer cualquier misterio y una bola donde el negro parecía haberse tragado al azul–. Así es cuando llegas aquí por primera vez, así les pasa a todos. Nuestro amo nos concede ciertas oportunidades, aunque él siempre gana. Pero anda, siéntate, te va a gustar.

–No, yo nunca quise venir aquí –articulé sintiendo que algo se había roto entre mi cuerpo y mi cabeza.

–No me digas que no lo gozas. Todos los humanos son así, les gusta detestar lo que adoran en el fondo. Que esto no sea real no significa que no puedas disfrutarlo. Es absurdo, pero conmovedor. Esto es la vida en tu humana percepción: sexo, adoctrinamiento y una libertad ficticia, pero reconfortante.

–¿Quién eres tú? –logré expresar finalmente, sintiendo que la bestia en mí surgiría en cualquier momento.

–¿Yo? ¿Quién soy yo? ¿Quién eres tú? ¿Quién es ella? ¿Acaso no sabes? Ella es Isis, la mejor que tenemos. Vino aquí por gusto y lo que hace es sensacional. Quizá creas que la obligamos, pero ella deseaba esto con todo su ser, nos contó su fantasía y de inmediato la acogimos. Ella añoraba estar en una orgía con hombres mayores y gordos, especialmente que no usaran condón. Ella quería sentir esas cosas duras y erectas, deseaba ser dominada y tratada como lo que es. Mírala por ti mismo, ¿ves cómo lo disfruta? ¿Qué mejor que hacer lo que adoras por dinero? Y ¡apenas va calentando, pues por noche se la follan más de cien ancianos y le encanta! ¡Si tú vieras cuánto esperma ha recibido! ¿Puedes creer que ha estado preñada ya varias veces y en todas ha abortado?

La voz de aquel sujeto me resultaba odiosa, como si las llamas del infierno hubieran entrado en el lugar más sagrado de mi interior. Quería matarlo, era la primera vez que sentía algo así con tal magnitud. Quería también matar a Isis y luego matarme yo. El temor, el temblor y las palpitaciones, todo el extravío, el fuerte golpe mental y espiritual, todo aquello se convirtieron en una rabia insaciable. No hallaba la manera de contener toda esta ira y un grito se ahogaba en mi alma. Me dirigí hacia el centro del espectáculo y vociferé con todas mis fuerzas, causando un estruendo que derrumbó cuanto me rodeaba y mediante el cual expulsaba miasmas raras que explotaban con violencia inaudita:

–¡Jódanse todos! ¡Al diablo con esta existencia demente!

Creo que me desgarré la garganta y me lastimé más de lo que creía, pero no me importó. Tras el grito percibí cómo algunas sombras se revoloteaban en el techo y se esfumaban, también aquel molesto y execrable sujeto desapareció. Todo se calmó, todos callaron y el espectáculo se detuvo. Los ancianos me miraron confundidos y lo que tanto temía aconteció: la mirada de Isis se posó en mí. Me fulminó con sus ojos, lo único que aún se mantenía puro. Yo atisbé su interior esa luz, ese brillo que había observado en la iglesia aquel día. Ella enloqueció y palideció, quedó muda y estoy seguro de que le ocurrió lo mismo que a mí, su espíritu la abandonó y casi quería matarse. No supimos que más hacer, pues ya todo daba igual, todo lo bonito y valioso había muerto sin que ningún intento de resurrección fuese posible. Nuestras marchitas almas se extinguieron y entre ambos se estableció una conexión milenaria y ridícula. Pese a todo, supe que la amaba, aunque fuera la protagonista de un millón de orgías nauseabundas, aunque no hubiera podido hacerle el amor, aunque nuestra felicidad hubiese sido pseudorealidad. Sentí cómo las lágrimas escurrían copiosamente por mi rostro, eran dulces y abundantes. En mucho tiempo, quizá nunca, había llorado de ese modo. Sentía coraje, pero a la vez compasión. Dejé de ser yo mismo y, cuando noté que su llanto se empataba con el mío, susurré con las últimas fuerzas de mi corazón:

–¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? Yo te amo Isis…

No pude continuar, no pude esperar su respuesta. Unos gorilas me sostuvieron por los brazos y comenzaron a golpearme. Solo vi que Isis corrió hacia lo que parecían ser los vestidores, mientras todos reclamaban las entradas. Hubo disparos, gritos e injurias, pero yo seguía siendo golpeado y me protegía como podía. Finalmente, fui arrojado del lugar y perdí el conocimiento.

Una leve llovizna caía y limpiaba las heridas, removiendo la sangre, aunque el dolor interno en nada se comparaba con el físico. Estaba devastado, una intranquilidad malsana me arropaba y sabía que en ningún lugar podría hallar paz mientras siguiese vivo. Sentía no poder más, quería desprenderme de esta envoltura y alejarme para jamás volver. ¡Cómo detestaba esta sensación de incertidumbre tan lacerante! Permanecí así unos minutos, tirado en el suelo, mirando a las personas pasar, con la lluvia cayendo y con el olor del petricor renovándome. De pronto, una voz se dirigió a mí muy tímidamente:

–Hola, ¿cómo estás? –dijo la vocecita temblorosamente.

Cuando levanté mi jodida cara presencié lo inaudito, ¡se trataba de Isis! Al principio dudé e intenté sacudir mi cabeza para desfigurar su imagen, pero no se iba.

–Hola, ¿es que acaso tú…? –contesté temblando y sin lograr contener mis emociones.

–Lamento que hayas tenido que encontrarme en estas condiciones…

Por unos instantes mi mente se vacío. Fue extraño, la mezcolanza de imágenes y sensaciones me hacían sentir más humano que nunca. Comprendí que estaba demasiado lejos de poder elevarme hacia lo único que tal vez podría salvarme. Me trastorné y, sin contenerme, espeté todo cuanto pude. Un nuevo ser se apoderó de mí, conformado por el conjunto de espejismos que yacían inalcanzables. Comprendí que me costaba demasiado dejar ir a las personas, las cosas, los sucesos y la vida.

–No entiendo nada –comencé diciendo mientras el tono de mi voz se elevaba–. ¡No lo comprendo, maldita sea! ¿Por qué? ¿Qué demonios es lo que haces? ¿Qué es lo que eres?

–Lo que has visto es lo que ahora soy y lo que siempre seré –contestó mientras cristalinas lágrimas corrían por su rostro–. ¡Soy una maldita perra! ¡Eso es lo que soy!

La miré, su atuendo tan provocador resultaba tan contrastante con la memoria que de ella guardaba. Recordaba su angelical silueta, sus facciones moderadas y finas, su esencia pura y etérea. Pensaba que Isis era incapaz de engañarme, de serme infiel, que era una mujer demasiado divina para poder relacionarse con algún otro hombre, pues jamás podría apreciar en ella lo que yo. Y ¡qué dolor sentí cuando por primera vez la observé besando apasionadamente a otro hombre, a alguien inferior! Quería ir y hacerla entrar en razón, pues la había perdonado en ese mismo momento. No debía ser culpa suya, seguramente no había querido hacerlo, aunque dijese lo contrario. ¿Cómo era posible que la única mujer que yo había amado me ocasionara un dolor tal?

–¡No! ¡Te conozco y sé que no! –repliqué a sus gritos lastimeros–. ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? ¿Dónde está esa mujer cuya grandeza me incitaba a componer poemas sublimes? ¿Dónde está tu divinidad? ¿No prometimos que permaneceríamos juntos hasta el fin?

–¡Nunca lo entenderías! Te di todo de mí y me quedé vacía. Traté de cuidarte tanto como pude. Te advertí que esto era frágil y que debías cuidarme.

–Entonces ¿qué cambió? ¿Qué pasó con todo lo que decías sentir?

–¡Yo cambié, te dejé de amar! –respondió llorando y mirándome como nunca lo había hecho–. Debes saber que, mientras perduró lo que por ti sentía, jamás te fui infiel, jamás te engañé porque te amaba, pero se acabó, ¡se rompió! ¿Acaso no lo sentiste? Nos convertimos en aquello que tanto detestábamos, todo se trasformó en problemas y cotidianidad, en algo igual de humano como lo que tanto decías aborrecer. Y, aun así, seguí contigo, pese a que ya no te amaba, pero fui débil y…

–Y ¿por eso te besaste con otro? ¿Por eso participas en orgías con esos ancianos asquerosos? ¿Es por dinero? ¿Qué pensaría tu padre de esto?

–¡Cállate, tú no lo entenderías! ¡Mi padre está muerto! Lo mataron por deber tanto dinero y ahora… Lo único que hago es sobrevivir y además es porque… –se detuvo y desvió sus ojos rojos y llorosos.

–¿Por qué? ¿Acaso hay algo que deba saber que me estás ocultando?

–¡No me obligues a decirlo porque no quiero lastimarte! Lo único que te pido es que te vayas ahora mismo y que te olvides de mí para siempre. La persona que conociste como yo ha muerto, se ha ido. Intenté contactarte, pero nunca respondiste mis cartas, estaba devastada tras la muerte de mi padre. Ahora es diferente, ¡ya no te amo más! Desapareció lo que por ti sentí con tanta intensidad. Estoy vacía y condenada.

–¿Qué es lo que te niegas a decirme? ¡Necesito que me lo digas, por favor! ¡No me importa si me lastimas, dilo! –le supliqué de rodillas, incluso–. Debes saber que estuve inválido por un largo tiempo, jamás fue mi propósito ignorarte.

–No importa ya. No lo diré porque no quiero lastimar tu espíritu más de lo que ya está. ¡Puedes odiarme el resto de tu vida! ¡Puedes tenerme como a una maldita zorra infiel! No me interesa conservar algo de ti, solo vete.

–¡No me iré hasta que me digas por qué haces esto y qué es eso que me lastimaría!

–Vete, por favor –suplicó solemnemente mientras lloraba con más fuerza.

–¡No, no me iré! –asentí airado–. ¡Dime lo que tengas que decirme!

–¡No, lárgate y déjame en paz! ¡Olvídate de mí!

–¡No, no lo haré! ¡Dímelo, maldita sea! –le insistí con tal vigor que terminé por convencerla.

–¡Lo hice porque lo deseo con todo mi ser! ¡Deseo ser cogida de tantas formas y por tantos hombres como sea posible!

–¿Qué demonios estás diciendo? ¿Acaso estás loca? ¿Quién demonios eres tú? No puede ser cierto –exclamé tomándola del brazo.

–¡Nadie, solo una maldita zorra! Pero una que ya no te pertenece y que jamás lo hará de nuevo –profirió zafándose de mi mano–. Te advertí que no lo comprenderías, ¿recuerdas lo que te conté sobre mi padre? Pues aumentó y es algo que está en mí, que no puedo controlar. Siento la inevitable necesidad de que me cojan duro y fuerte, si así quieres entenderlo. No lo controlo y tanto mi cabeza como mi cuerpo lo añoran. ¡Por eso a ti jamás podría poseerte sin amarte! ¡Eres el único hombre con el que no podría liberar mis fantasías y parafilias!

–Pero ¿por qué? ¡No entiendo de qué estás hablando! ¡Dímelo sin rodeos!

–¡Porque a ti no se te para! –dijo secamente, en tanto comprendí que eso era lo que se negaba a expresar–. Así es, por eso a ti no podría tratarte como a los demás hombres, porque tú no sirves para coger. ¡Tú no puedes cogerme como ellos lo hacen, duro y fuerte! No eres más que un niño, un estúpido que cree en esas tonterías del amor que yo también creí en su momento, pero no más.

–¿Por qué haces esto? –acerté a exclamar totalmente deshecho, mi espíritu se hallaba acabado–. ¡Tú me amaste! Y ¡aún me amas! Yo puedo saberlo.

–¡No, ya no! Y, si lo hice, fue porque creí en lo que decías, pero todo falló. Ahora veo mi auténtica naturaleza, ahora soy esto y no la mujer de la que te enamoraste. Y, si esos viejos asquerosos me cogen todas las noches, ¡es porque yo así lo quiero! No entenderías el placer que logro experimentar y todos los orgasmos que tengo cuando siento sus penes hirviendo y su semen llenándome por dentro ¿Acaso tú puedes hacer algo así por mí? ¡Claro que no! Tú jamás podrías porque no se te para ¿Acaso ya olvidaste aquel día del hotel? Si en verdad me amaras, me hubieses hecho tuya, ¡me hubieses cogido como a la vil perra que soy!

–No puedo creer lo que estás diciendo –dije pasmado y tirándome de rodillas nuevamente, estaba fulminado.

–Te advertí que te dolería lo que me pedías con tanto vigor que te dijera, pero tú me provocaste. ¿Acaso puedes follarme toda la noche como lo hacen todos los hombres con los que he estado? ¿Puedes llenarme la boca y la cara con tu esperma caliente como ellos lo hacen? ¡No puedes! Y eso es porque tu amor es una estupidez. Ya no creo en tus cuentos sobre la espiritualidad, lo que yo necesito no es meditar ni esas cosas, sino alguien que me haga sentir mujer y que satisfaga mis necesidades. ¿No eres capaz de ver que las personas somos así de vacías?

–Pero ¡tú eres diferente! Sé que en el fondo se halla tu verdadera esencia y no lo que pregonas ser.

–Te equivocas, esta soy yo –respondió con fiereza–. Te admiro y te aprecio como jamás lo haría por alguien más, pero ya no te amo y tampoco deseo creer en tus palabras ni escucharte. Tú sí eres diferente, lucha por tus sueños y olvídate de mí. Siempre has pertenecido a los seres más elevados de los que hablabas, pero yo no. Sigue tu camino, medita y evoluciona, pero déjame a mí aquí. ¡Esta es tu prueba! Debes abandonarme a mí en esta podredumbre que tanto disfruto y que yo misma elegí. ¡Vete y jamás vuelvas a buscarme, porque ya para ti jamás estaré!

Todo en mí ardía con las llamas de mil infiernos. Un dolor como ningún otro me carcomía desde el fondo de mis entrañas. Ahora entendía que, a pesar de la distancia y el tiempo, amaba a Isis con locura. Me negaba a creer en sus palabras, incluso pensaba que había alucinado lo que había visto. Sin duda, mi espíritu estaba destrozado y quizá jamás podría recuperarse. Ella me miró y en sus ojos atisbé un brillo desdichado, como el de un demonio que se halla preso en el lugar incorrecto. Así permanecimos unos instantes hasta que se dio la vuelta y comenzó a alejarse. Y yo seguía ahí, amándola a pesar de todo. La odiaba, la detestaba y su presencia me dificultaba la respiración, pero su compañía, sabiendo lo funesto de su persona, me sería soportable si volviese a mí. A pesar de todo, estaba dispuesto a estar con ella una vez más. No me interesaba si había sido follada por todos los hombres del mundo o si se había corrompido como ningún otro ser, si ahora su alma estaba marchitada y su existencia condenada, yo nunca dejaría de amarle y estaría con ella incluso si eso implicaba destruir mis sueños y renunciar a mi propia esencia. Amaba a Isis y, aunque me lastimara, podía soportar todo lo malo que ella hiciera si al final podía permanecer a su lado y recostarme entre sus brazos.

–¡Isis, nada de eso me importa! –exclamé en un último intento por detenerla, mientras corría y me ponía en su camino–. Ya te he perdonado, Isis. ¡Regresa conmigo, por favor! ¡Te necesito para continuar! No puedo vivir sin ti…

–¿Qué estupideces estás diciendo? ¿Acaso eres tú quien ha enloquecido? ¿Cómo podría volver a estar contigo después de todo lo que he hecho?

–No me interesa cuántos hombres te hayan follado ni cuántas veces se hayan corrido en ti. Tampoco me importa todo lo execrable que hayas dicho, porque yo…

–Por qué tú ¿qué? ¡Estás loco! Deberías de odiarme con todo tu ser, soy un estorbo para ti ¡Déjame en paz, déjame sola! ¡Quiero vivir lejos de ti y nunca más verte!

–Porque yo ¡te amo…! ¡Te amo más que a cualquier cosa! ¡Te amo más que a mi dignidad, más que a mi vida! ¡No puedo vivir sin ti! –afirmé casi lamiendo sus tacones y lloriqueando como un imbécil, todo carecía ya de cualquier sentido.

–No sabes lo que dices, has enloquecido. ¿No escuchaste mis palabras? Aunque lo quisiera, ya no puedo estar contigo. Yo cambié y ahora nada puedo sentir por ti. Me jode tenerte cerca, me enferma tu presencia. Me mata sentir tu respiración y me lastima escuchar tu voz. ¡Olvídate ya de todo lo que vivimos! No te aferres a esto, pues ya nada queda sino un absurdo entre nosotros.

–Pero yo te amo, Isis. ¡Te amo y no me interesa nada más que estar contigo…!

–Pero entiende que yo necesito sexo duro y fuerte, no a un niño como tú. Entiende que amo cómo esos viejos cerdos y asquerosos me cogen por todos lados. Entiende que a ti no se te para y que de nada me sirves. Ya nada queda entre nosotros, ahora solo amo las gruesas vergas de esos viejos y a ti te odio. ¡Te aborrezco más que a nada en el mundo!

–¡No me interesa! ¡Te amo y no te dejaré ir! –dije perdiendo la razón y apretándole el brazo.

–¡Suéltame, maldito! Gritaré y te golpearán de nuevo ¿Es eso lo que quieres?

Pero no la solté, y, cuando estaba a punto de gritar, la besé. Era extraño, pues por un segundo todo pasó frente a mis ojos. Sabía que aquel beso no cambiaría nada, pero no podía evitarlo. Introduje mi lengua hasta el fondo de su garganta y me tragué toda su saliva, disfruté de esos labios rojos tan encendidos. ¡Cómo hubiera deseado que aquel beso se prolongara para siempre! ¡Cómo hubiera querido morir en ese instante! Todas las imágenes pasaban, todos los momentos entre ella y yo colapsaban, eran arrasados por una malsana suerte, por una espesura de sangre que emanaba desde mi interior. ¡Qué diferente había sido nuestro primer beso de este último! Pero, al fin y al cabo, era un beso, uno de la mujer que amaba. Jamás entendí por qué no lograba excitarme con ella, por qué sentía tal respeto y en tan alta concepción la tenía que me era imposible tratarla como le hubiese gustado en el sexo.

Supongo que eso fue lo que más me lastimó y no las cosas que hacía, sino el pensar que jamás imaginé que así terminaría nuestra historia. Y sí, la odiaba y la aborrecía, sentía un asco endiablado al mirarla, pero también la amaba y hubiera podido obviarlo todo y comenzar una vida nueva con ella para aniquilar este vacío anodino y obnubilar la ranciedad de mi existencia, lo cual ella conseguía en aquellos días preciosos y extintos. Era triste saber cuántas cosas habían quedado por decir y cuántas otras ya jamás se dirían. Recordaba que, en nuestros primeros días juntos, ella me había pedido que jamás me alejara de su lado y me prometió que, pese a todo, estaríamos juntos hasta el fin. Y ahora este, sabía, era el fin de todo.

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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