Capítulo XXIV (LCA)

Filruex sacó un morral repleto de libros, los había tomado el día en que el profesor Fraushit se había suicidado, pues bien sabía que los quemarían. Esa era la razón de que se hubiese quedado ahí, como una estatua, ante el nauseabundo cuerpo del profesor. Eran tomos demasiado especiales, algo que a Lezhtik le atraía locamente y que había intentado conseguir durante tanto tiempo. Por desgracia, cuando comenzó el nuevo orden en la facultad, y presumiblemente en todo el sistema educativo, demasiados textos habían sido prohibidos. Quizás esos fueran los últimos ejemplares en todo el mundo, y ahora pertenecían a aquellos dos sujetos deprimidos y con tintes suicidas. El tiempo se terminaba, la muerte esperaba impacientemente por sus almas rebeldes.

–Y esos libros, ¿de dónde los sacaste? –inquirió Lezhtik sorprendido.

–Los tomé del cubículo del profesor Filruex cuando ocurrió el incidente. Me apresuré y logré echar al morral lo más que pude. Hubo algunos que no logré tomar, pero espero poder tenerlos pronto, si es que aún no los queman.

–Ya veo, hiciste bien. De todos modos, son libros que las personas no leerían.

–Supongo que existirán algunos que lo hagan. O, quién sabe, puede que en verdad ya a nadie le interese.

–Así es, pues, sin importar si los tuvieran en sus narices, aun así, no serían leídos. A las personas no les concierne actualmente saber acerca de ese tipo de cosas. Inclusive si la verdad se les muestra una y otra vez, preferirán perpetuar este sistema en donde pueden darle un falso sentido a sus vidas. Y esos libros encierran ciertas concepciones que molestarían a la sociedad moderna, pues denuncian lo absurdo del mundo actual y toda su miseria.

–Posiblemente estés en lo cierto, pero no por eso podemos dejar de intentarlo. Yo he tratado de entender ciertas ideas, pero es difícil. Lo que he podido colegir y corroborar al ver la miserable forma en que existimos es que la vida no tiene un fin, es solo un sufrimiento sin sentido, una incansable cumbre de tormento plagada de seres sin espíritu, de seres vacíos y deformes que corrompen los cielos donde aspiramos llegar aquellos que aún tratamos de ver más allá. No es adecuado leer cosas que desacrediten el sentido abominable y pendenciero que este sistema ha implantado en las mentes, programándolas para no rebelarse, para no buscar ser sublimes o alguna otra cosa que resulte perjudicial. Y, en pocas palabras, para no dejar de ser un zombi como hasta ahora casi todos lo son: meros títeres carentes de objetividad y de alma.

–¡Qué triste que tengamos que vivir así, en esta lucha interna por no suicidarnos al percibir la realidad tan desastrosa! Y, si como dices, saliendo de la facultad la vida es peor, entonces ¿qué clase de mundo tan patético tenemos? No deseo pasar mi vida realizando labores absurdas que no quiero tan solo para obtener dinero.

–Supongo que nadie, amigo –asintió Filruex con cierta tristeza– pero no es una elección, sino una obligación. Y están esos humanos aún más absurdos que se atreven a traer más humanos, a engendrar y a esparcir su condición estúpida, como hace unos minutos te dije. Esos son los peores, pues, en la mayoría de los casos, es gente idiota la que decide unir sus vidas y, por ende, sus hijos crecerán rodeados y contaminados de esa imbecilidad, formando así seres sin sentido. Es lamentable que desde pequeños los humanos ya seamos unos monos parlantes sin pensamientos propios, con ideales implantados para la preservación de este sistema.

–El mundo es un lugar triste y horrible –expresó Lezhtik como queriendo englobar todo lo hablado–. Y en verdad que no encuentro motivo para que estemos aquí, parece todo tan azaroso y banal, pero quisiera creer en algo más.

–Yo también, y espero que así sea. Sería una pena que este mundo fuese todo lo que existiera, no quiero pensar así. Espero que en la muerte pueda tener nuevos bríos para comenzar a vivir, pero lejos de esto que conocemos como civilización y de cualquier clase de estólida humanidad.

Ambos permanecieron en silencio, tratando de entender por qué les resultaba tan duro aceptar una vida tan vacía. Además, Filruex continuaba debatiéndose si era cierto eso de los hombres reptil y su propósito de esclavizar a los humanos. Parecía una historia de ciencia ficción, pero los resultados y todo lo que observaba en el modo de vida predilecto le indicaban que algo de cierto había en ello. Quizá no fueran reptiles, sino solo humanos renegados que intentaban desviar la atención con esas payasadas. Terminó de fumar y parecía agotado, miró a su amigo y le dijo:

–El lunes pienso acabar con esto, al menos aquí en la facultad puedo hacer algo. Tú continúa, puedes hacer todavía bastante por el mundo. No tienes vicios como yo, también eres distinto a mí. Tú tienes fuego, pasión para combatir la injusticia, no como yo y el resto. Quisiera poder ayudarte, pero probablemente no soy distinto a los que tanto odiamos. Toma estos libros y aprovéchalos, pues están escasos y prohibidos, pero tú los conservarás bien. Recuerdo que las personas no querrán escuchar lo que destruye sus concepciones de cualquier clase: religiosa, moral, política, social, etc. Así que será un camino difícil si quieres abrir mentes, pero quizá sí se pueda.

–No lo sé –respondió Lezhtik mientras guardaba los libros en su mochila, que por suerte eran de tamaño pequeño y cabían bien–. No sé si aún se pueda hacer algo, tal vez ya no hay salvación y este mundo está condenado a pudrirse.

–Tal vez… –murmuró Filruex con una eminente decepción en su rostro–. Entonces ¿qué sentido tiene que estemos aquí y ahora? ¿Qué es la vida sino injusticia pura?

Lezhtik solo observó y en su mente formuló sus propias respuestas, que tampoco le satisficieron. A decir verdad, ya nada quería saber del mundo, le hartaba sobremanera, le molestaba el hecho de escuchar a las personas y de convivir con ellas.

–Bien, me voy. Volveré a casa, espero que pases una tarde agradable.

Y ahí se quedó Filruex, recostado y drogado en el bosque. Era paradójico, era raro y sutil su modo de actuar. Un solo momento era todo lo que necesitaba, ya conocía cómo era de basura el mundo fuera de la facultad y no deseaba ser partícipe de ello. Entonces todo lo que le quedaba era intentar algo, aceptar el riesgo y también la desaparición. Lezhtik, por su parte, regresó a casa con los libros. Se pasó el resto del día leyendo, enfrascado en teorías y novelas extravagantes. No paró sino hasta ya muy entrada la madrugada, casi era sábado cuando finalmente el sueño se impuso. Un día nuevo y absurdo nimbaba, un sol vertiginoso lo bañaba todo con su resplandor luminoso, iluminando a todos sin igual, a todos esos humanos que existían tan trivialmente.

Cuando Lezhtik despertó, se percató de que se le hacía tarde para el último día del periodo. Ya era lunes y él solo había dormido unas cuatro horas en todo el fin de semana, se la había pasado leyendo incesantemente, devoró cuantos libros pudo de los que Filruex le había obsequiado. Se levantó y lamentó no haber podido terminarlos todos, pero había leído como nunca, ni siquiera se había alimentado bien. Estaba totalmente ido del mundo, abstraído con elucubraciones e ideas que había absorbido de aquellos textos. Entendía, finalmente, por qué estaban prohibidos. Se preparó y desayunó, luego se despidió de su madre con una extraña sensación. Hoy era el día en que Filruex usaría su plan, eso lo sabía de antemano, pero tenía un mal presentimiento, pues en realidad no se trataba de un plan como tal, sino de una ejecución.

Nuevamente caminaba por aquellos rumbos que apenas y le eran familiares. Se había acostumbrado a ellos sin quererlo, así como se hace con las personas. Una especie de humor estulto arremetía contra su persona cada vez que negaba su realidad, introduciéndose en complejas ideas y desarrollando teorías que intentasen explicar la miseria del mundo que tanto lo atormentaba. A diferencia de los otros, él sufría por ello. Había leído algo de budismo, algo acerca de la historia de cómo un hombre se había hecho monje para liberar a los humanos del sufrimiento. Le parecía sublime que alguien pudiese renunciar a sus propias vivencias con tal de rescatar, o cuando menos intentar rescatar, a algunos cuántos de entre todas las almas perdidas.

Se necesitaba más de esos hombres, pero era imposible hallarlos hoy en día, pues se mantenían entretenidos en nimiedades y asuntos terrenales. Consciente o inconscientemente, todos aceptaban una vida ordinaria tarde o temprano, eso es lo que siempre escuchaba. Algún día tendría que casarse, tener hijos, establecerse en un empleo, trabajar para alimentar bocas, contentarse con llegar a casa y ver a sus propias creaciones, intentar que eso lo satisficiera y llenara cada aspecto de su vida. ¡Con qué gusto todos parecían aceptar ese patrón, lo que en parte le entristecía! No podía asumir y asentir una vida así, pues no denotaba algo más allá de una miserable y patética condición subdesarrollada.

Pensaba que el humano, tal y como también lo creían los demás integrantes de aquel club de los soñadores, debía ser libre. Si lo anterior no ocurría, entonces no debería vivirse en ninguna circunstancia. No valía la pena ni siquiera molestarse en intentar vivir, pues todo convergía a un absurdo en el cual el humano se enfrascaba en un ciclo maldito y eterno. Le aterraba salir de la universidad y descubrir que no había algo más en las personas y en el mundo, cosa que sospechaba y que negaba rotundamente. En parte, su descontento se debía a que todavía esperaba algo de los humanos, algo que fuese sublime y no material o sexual; esa magia capaz de crear, imaginar y soñar. Y cada vez que observaba cómo las personas se sometían más conformes al nuevo orden, le dolía el alma. Pobre humanos que sin duda alguna no lograban entender la divinidad y lo sublime que podía llegar a fulgurar su espíritu. Era un mero desperdicio existir de ese modo tan trivial, pero no quedaba de otra. Lo más seguro era que, en su mayor parte, la humanidad se podía definir como insulsa, vacía, banal, superflua, insignificante y sin sentido.

Además, el plan era casi perfecto, sino es que lo era. No sabía mucho de la vida laboral, pero tenía una cierta idea de cómo sería. El trabajo era el impedimento para la creatividad y la imaginación, pues fatigaba la mente y absorbía el tiempo. Los humanos pasaban largas jornadas, las cuales incluían en muchas ocasiones hasta seis o los siete días de la semana, sentadas frente a una computadora, realizando tareas repetitivas y absurdas, engordando y apocando su ya reducido intelecto. Dichas jornadas ingentes eran, cuando menos, de ocho horas al día, pudiendo llegar hasta doce o catorce en casos extremos; incluso más en algunos sitios execrables sobremanera. Sin embargo, nadie parecía inconforme con esto, sino que se aceptaba, ya fuese por resignación o por miedo. Pero tal vez era algo más, algo llamado dinero lo impedía. A los trabajadores se les ofrecía un sueldo, desde luego parco, por su trabajo. Esto era todo el eslabón entre las diversas partes de la cadena de acondicionamiento, era el punto central en la inmensidad de una vida irrelevante, la cúspide de la pirámide.

Los trabajadores se sometían a toda clase de vil explotación y de labores ridículas con tal de obtener esa remuneración ínfima denominada dinero. Con él, podían al menos sobrevivir y tener lo básico: vivienda, ropa y alimentación. Aunque en muchos de los casos ni eso se conseguía. Otros, tenían salarios excesivamente altos con los cuáles pagaban sus vicios, podían conseguir mujeres para follárselas, jugaban en los casinos, apostaban, se embriagaban mientras miraban el fútbol, fumaban o se drogaban, no escatimaban en cuánto destinaban a ello. Y algunos otros, en apariencia menos torpes, pero en realidad igual que los anteriores, gastaban su salario en tiendas departamentales, en plazas, en cines, en ropas y atuendos de lujo y moda, en comida basura, en cualquier cosa que pudiera llenar su vacío momentáneamente. Y así es como el ciclo se describía, todo era el trabajo, no había tiempo para más. Por desgracia, el mundo funcionaba solo con dinero, sin él el humano no sabía cómo existir. Todo el sentido de la vida humana era solo lo material y lo mundano, nada quería saber el ser de espiritualidad ni de aprendizaje.

Así, en la sociedad de los humanos modernos, la injusticia era dueña de todo. Unos andaban en automóviles último modelo, vestían de traje y con vestidos carísimos, comían en restaurantes lujosos, se hospedaban en hoteles de primera, mandaban a sus hijos a escuelas particulares, tenían casa, propiedades y empresas. Y otros, la mayoría, no tenían ni siquiera un miserable centavo, comían una vez cada tres días, dormían debajo de los puentes si bien les iba, mendigaban y anhelaban las migajas que los seres primeramente descritos arrojaban con diversión a la basura, vestían con harapos, enfermaban constantemente, eran despreciados y hasta golpeados si se atrevían a alzar la voz.

Y todo eso era normal, aun con tales impurezas e infinidad de injusticias más, el mundo era un lugar feliz para muchos, porque ellos no debían preocuparse en lo más mínimo por aquellos para quien la vida era sumamente miserable; ellos solo debían despertar y ver que sus ganancias en la bolsa subieran. Aun con toda la porquería y falta de valores que en el mundo imperaba, las personas decían que todo estaba bien, que el mundo era alegre y que la vida era algo maravilloso. Lástima que el maldito azar haya provisto a esos pendencieros y blasfemos con poder monetario, que realmente era el adorno y hasta la burla a su endeble espíritu y su reseco intelecto, pues eran los más estúpidos y aborregados de entre todos los seres.

Se detuvo a pensar un poco, a observar a las personas, entonces sintió náuseas. No se imaginaba siendo uno más de esos humanos a los que detestaba, pero tampoco se sentía distinto. Era difícil entrenar la mente, rechazar lo establecido, pues estaba arraigado en lo más profundo, pero debía hacerse. El humano que aspirase a ser sublime debía sin duda oponerse ante lo injusto, los vicios, lo material y lo económico. Debía buscarse algo ya extinto, algo enterrado en paisajes no horadados que yacían en el profundo abismo del interior. Lezhtik estaba seguro de que había algo más, debía de haberlo. Algo le inquietaba y, aunque en todos esos libros se mencionaba que a final de cuentas la existencia era un sufrimiento agudo y encarnizado sin propósito alguno, él todavía creía en algo, o quería hacerlo. Y cuanto más creía en algo más allá del mundo terrenal, más decepcionado se sentía.

No entendía la incapacidad de los humanos, el egoísmo que los impulsaba a procrear, a traer otro ser a este infierno. Era un acto que denotaba la imbecilidad y la soberbia de una especie tan fútil como la humanidad lo era. Eso completaba el ciclo, ciertamente; todo era trabajo, dinero, vicios, inutilidad y distracciones. Ahí encajaba perfectamente el factor de la reproducción, pues con los hijos el humano se olvidaba por completo de sí mismo, se perdía en un mar de profundidades insospechadas donde se hundía más y más, hasta abandonarse al abismo oscuro y sin esperanza, ahí donde reinaban la ignorancia y la estupidez. El humano abandonaba sus sueños por mantener a sus hijos, por intentar que ellos fuesen más que él, pero eso conllevaba, paradójicamente, a un retroceso evolutivo. Lo mejor sería que no se tuvieran hijos, pues éstos obligaban al ser a trabajar sin remedio, a preocuparse por bagatelas y a olvidar por completo su propósito sublime. En todo caso, los hijos no debían ser criados por los padres, así no podrían éstos últimos inculcar su retrógradas concepciones de la vida ni sus sucias y enfermizas creencias y tradiciones serían transmitidas a los seres nuevos.

Pero ya el colegio se hallaba a la vista de Lezhtik, todo parecía calmado afuera, aunque por dentro seguramente habría un gran alboroto. Cuando se acercó un poco más, comprobó lo anterior. En efecto, tan pronto como atravesó las puertas de aquella prisión, sus oídos retumbaron con el terrible ruido que resonaba a todo volumen. Era una música horrible, pero todos la bailaban y pegaban sus cuerpos como animales. Se trataba de la famosa y tan escuchada música actual, un género de lo más idiota en el cual las canciones no tenían el más mínimo sentido, solo haciendo referencia al contacto sexual, al consumo de drogas, alcohol y demás estupideces. Sin embargo, por alguna razón aún no comprendida, los humanos estaban encantados con ella, era lo único que querían escuchar.

Así transcurrió otra media hora, en la que Lezhtik se limitó solo a observar cómo los cuerpos sudorosos se pegaban. Y el aliciente no era otro que la bebida, el director había autorizado que se consumiera sin limitación alguna, era barra libre como se decía coloquialmente. Algunos insensatos ya estaban sumamente briagos y apenas y podían sostenerse en pie, otros empezaban a sentir los efectos y se entregaban al ambiente ominoso de aquel cierre de periodo. Finalmente, el ruido cesó y las autoridades pidieron un poco de orden; del nuevo orden, mejor dicho. El director, en compañía de un séquito de profesores y demás hombres elegantemente ataviados, subió al pedestal y comenzó con la perorata; de hecho, era el único que hablaba, los demás parecían no tener voz.

–Muy buenos días tengan todos ustedes, jóvenes de la universidad. Les doy el más cordial saludo, esperando que se encuentren excelentemente bien y que se la estén pasando de maravilla con este festejo que hemos organizado especialmente para ustedes.

A Lezhtik algo no le parecía sincero del todo. En las palabras del director notaba cierta malicia, como si fuese uno de esos políticos corruptos que intentan lavarles el cerebro a las personas. Pero seguía dudando de si sería humano aquel malnacido, pues en sus visiones no lo era, pero en la realidad jamás había comprobado con sus propios ojos lo contrario. Atisbó en todas direcciones, pero Filruex parecía no haber hecho acto de presencia aún. El director prosiguió:

–Quiero decirles a todos ustedes que, con su ayuda, cooperación y entrega, la universidad recuperará el nivel que hace siglos no se lograba ni en sueños. Todo debido a las mejoras, al margen estricto y al nuevo orden. Todos estaremos de acuerdo en que las cosas no han sido fáciles para nadie, pero también han sido recompensados con la hora de los videojuegos, una selección de libros adecuada para ustedes, un viernes social donde tienen juegos de azar, alcohol y, además, pueden fumar libremente.

–En eso tiene razón. ¡Él ha premiado nuestro esfuerzo! ¡Merece nuestro respeto! ¡Es el mejor director de toda la historia en la universidad! –exclamó uno de aquellos blasfemos que parecía ya entonado y que bailaba vigorosamente.

–¡Así es! –expresó uno de los que estaban al lado de aquel infame– ¡Él nos ha devuelto las ganas de venir a la universidad! ¿En qué otro lugar se nos brindaría lo que él nos ha ofrecido?

–Además, ha quitado todas esas lecturas tan molestas que anteriormente nos veíamos obligados a leer –dijo una jovencita que sudaba como puerco de tanto bailar.

–Ahora veo que todas las medidas para el nuevo orden no son tan malas, compañeros. ¡Todo ha sido por nuestro bien! En realidad, no es opresivo el director, él nos premia en la medida en que se nos exige sumisión.

Y así, Lezhtik miraba a su alrededor y, mientras el director continuaba con su hipócrita y pendenciero discurso, los estudiantes ahí conglomerados, pertenecientes a las distintas facultades, parecían aceptar y afirmar todo lo que el expositor decía. Justificaban los actos deplorables que se habían cometido en su contra, la opresión, las injusticias, las agresiones y humillaciones; todo valía ahora la pena, pues habían sido recompensados. Tenían todo lo que querían, todo lo que valía su existencia les pertenecía ahora, les era brindado a cambio de sumisión y servilismo. De ahí que se prohibieran ciertos libros, por ser incitadores de una rebelión que ya no era necesaria, pues con el nuevo orden nada estaba oculto. Y todo lo que había en las mentes de los humanos era bien conocido por las autoridades, que sencillamente programaban la realidad de la forma en que más les conviniera. Tenían los medios para hacer que las personas pensaran lo que ellos querían. El director continuaba su coloquio:

–Como les decía, de ahora en adelante seremos la primera escuela que ha tomado cartas en el asunto. Pero pronto, más de lo que creen, nuestro sistema se extenderá por su innovación y su importante contribución.

–¿Eso quiere decir que en todas las universidades habrá lo que aquí? –interrumpió un joven moreno con tatuajes en ambos brazos– Ya sabe, todo con lo que se remunera nuestro acatamiento al nuevo orden.

–Desde luego que sí, lo habrá. El nuevo orden estará en todas partes, lo controlará todo. Y nadie podrá escapar; nadie querrá escapar, mejor dicho. Nosotros tenemos la solución a sus problemas, les hemos brindado una nueva oportunidad de vivir, les hemos simplificado las cosas quitándoles de encima el peso de averiguar el sentido de su existencia, como tanto se cuestionan los filósofos de aquí.

–Pero director, si usted lo sabe, ¿puede decirnos ahora cuál es el sentido de nuestras vidas? –preguntó otra de las muchachas que conformaban la caterva de estudiantes que se amontonaban al frente del pedestal.

–¡Oh, querida! –exclamó en tono solemne el director–. Desde luego que yo lo sé, y no te sientas mal por no saberlo, pues, en realidad, no existe.

–¿No existe? No comprendo –replicó la jovencita, chapeada y de cabellos rubios; muy atractiva y que ya había restregado su jugoso trasero entre sus compañeros.

–Así es, no existe. Ustedes y las personas del mundo existen sin razón, quizá ni siquiera lo hacen; empero, ahora eso ha cambiado. El nuevo orden brinda identidad e iluminación, con él descubrirán cosas maravillosas. El sentido ahora es gozar, ser feliz en el mundo. Debes centrarte en estudiar para poder incorporarte en el mundo laboral y así obtener lo único valioso en este mundo: dinero.

–¡Dinero, dinero, dinero! –se escuchó por todas partes en cada rincón de aquel patio amplio en donde se hallaban reunidos todos los estudiantes.

Y, como si se tratase de un eco infernal, los estudiantes se encendieron al escuchar la palabra dinero. Lezhtik observó en sus caras algo inusual, desagradable y estúpido. Una especie de ambición fugaz y un fuego desolador, un hambre por poseer lo que el director acaba de decir. Todos se miraban fijamente y parecían carecer de algo, luciendo humillados y tan desorientados.

–No deben preocuparse por el dinero ahora –afirmó el director con cierto sarcasmo mal reprimido–, pues tendrán mucho tiempo para obtenerlo. Por eso los estamos preparando, por eso hemos modificado los planes para que puedan salir y obtener dinero. ¿Qué importan todos esos libros sobre el sentido de la vida o el control mental? ¿Qué interesa saber sobre la espiritualidad, el misticismo o las corrientes ocultistas? ¿No es acaso absurdo buscar algo más allá de lo que podemos tocar? ¿Es concebible que pudiese ser real algo que únicamente habita en las mentes de los soñadores? El día de hoy les digo que deben olvidarse de leer, de hacer música o de escribir, pues eso es de lo más inútil que hay. Si quieren ustedes permanecer en este sistema, y yo creo que en verdad lo quieren, deben alejarse de esas actividades. Deben entender que la creatividad, la curiosidad y la imaginación son antípodas de lo que se les ha brindado y que ustedes tanto aprecian. Nosotros los estamos preparando para que, cuando salgan, su inclusión en el mundo laboral sea satisfactoria. Lograrán unirse a alguna compañía y serán recompensados por un bajo costo: tan solo su tiempo, cosa que ni siquiera es relevante, ¿verdad? Se les pide solo estar sentados realizando un trabajo fácil y ligeramente agotador, pero, a cambio, recibirán dinero. Y así, podrán pagar ustedes mismos lo que tanto han gozado: alcohol, fútbol, diversión, baile, etc. ¿No es acaso un precio justo? Y aún hay más, pues, cuando ya se encuentren bien incorporados al mundo fuera de aquí, ya ni siquiera recordarán que alguna vez fueron libres, pues la libertad corrompe el alma. De una vez les digo que es necesario tener hijos, pues necesitamos cuidar del nuevo orden y necesitamos nuevos prospectos, gente a la que ustedes le inculcarán todo lo que saben, apoyándose en la televisión y en la radio; los educarán para que sigan su ejemplo. Tendrán su dinero, magníficamente será suyo, pero a cambio de algo tan ínfimo que ni siquiera debería preocuparlos, a cambio de su libertad, de algo que no necesitan. ¿Para qué quieren ser libres? Aquellos que dicen serlo son los que mueren de hambre y pasan frío, ustedes no. Les esperaba un futuro brillante donde vestirán de traje, tendrán su automóvil, su hogar, irán a plazas y podrán disfrutar de todo lo que deseen. ¿Quiénes de ustedes quieren dinero a cambio de su tiempo y libertad? ¡Quiero escucharlos ahora mismo, compañeros!

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Libro: La Cúspide del Adoctrinamiento


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