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Capítulo XXVI (EEM)

El sonido de siete violines me recordó la escena que acontecía ante mis ojos, la cual era, por cierto, definitivamente rara y nefanda. La criatura, que era yo en lo profundo y con la cual estaba vinculado de alguna manera, se irguió y noté cómo un increíble y venoso miembro surgía de sus entrañas, supurando pus y mierda. Entonces aquellos tentáculos que colgaban de su parte inferior se alargaron y se enroscaron en las extremidades y el abdomen de Melisa, apretándola con tal fuerza que ella gritaba espantosamente y sus lágrimas eran de sangre, la cual inundaba el lugar y ya había sobrepasado mis pies. Esto, no obstante, no lo había notado hasta ese momento. El sonido de los violines tampoco lo había percibido, aunque era hermoso y violento, esparciendo un enigmático ambiente en la sangrienta habitación, haciendo que los cadáveres colgantes expulsaran más mierda de lo normal. Además, la melodía era tan sublime que no podría ser reproducida por ningún humano. Cabe decir que, a los responsables de esta inolvidable música, jamás los vislumbré.

El pene de la criatura iridiscente se elevó y se partió en dos, como la lengua de las serpientes. De cada mitad emergió un ojo siniestro que coronó el glande. Me resultó imposible identificar qué tonalidades eran las que envolvían a los dos penes, pues, al igual que los matices de la criatura, no se hallaban en la triste y limitada percepción humana. Así, ambos miembros con ojos como glandes y con el prepucio derritiéndose se introdujeron en la vagina y el ano de Melisa. Los doloroso quejidos superaron mi sobresalto y, desde entonces, me fue imposible moverme o formular alguna idea. Me limité a contemplar lo que acontecía sin siquiera parpadear. Una vez dentro de Melisa, la criatura se irguió por completo y se apoderó de su débil constitución. La penetraba con una violencia inaudita, se movía de un lado a otro y desgarraba ambos orificios sin importar la agonía ocasionada. Noté que el charco de sangre se incrementaba debido a que ésta brotaba a chorros después de cada embestida, mezclada con mierda y fluidos verdosos.

Para hacer aún más repugnante la escena, los tentáculos del trasero de la criatura se introdujeron en cada orificio de Melisa: boca, orejas, orificios nasales y hasta por los ojos y el ombligo, haciendo que su sufrimiento se potenciara como nunca. Sus dos ojos, aquellos hermosos ojos grisáceos que antes me encantaban, fueron sacados de sus órbitas y devorados por la criatura cuyo fulgor era indescriptible. Embestía a Melisa como si quisiera partirla, incluso la había ya separado de la lápida y la mantenía en el aire, empalada en su doble miembro y sostenida por los infinitos tentáculos que fornicaban cada agujero. La pobre Melisa hubiese querido morir en aquel momento, pero no era posible. Debía sufrir aquella humillación frente a mis ojos, o no quedaría satisfecho. Entre más violentas eran las embestidas que la materialización de mi sombra daba a aquella mujer, más brutal sonaba la singular sinfonía y más mierda caía de los cadáveres colgantes. Incluso, algunos se desprendieron y se hundieron en el pantano de sangre, el cual ya me llegaba hasta la cintura, y era tan cálido como fétido. La parte de mi cuerpo que estaba sumergida en aquel fluido nauseabundo ya no la sentía.

El espectáculo continúo sin que yo pudiese intervenir. A decir verdad, aunque hubiese podido, no sé si lo hubiera hecho. Ella era mi sombra, o lo más cercano a ella. Esa cosa era yo, pero envuelto en todos los deseos insanos e infectos que no me atrevía a revelar ni superar en mi consciencia más superficial. Me divertía escuchar los agobiantes gemidos de Melisa, aunque no entendía una sola de toda la sarta de palabras que mascullaba. Fue entonces cuando noté que su corazón refulgía en sintonía con el mío, que estábamos ligados más allá de este plano. Tal vez, pese a todo, nuestro encuentro no había sido una mera casualidad, aunque ya era demasiado tarde. Su rostro seguía siendo hermoso y curioso, conservaba esa natural sonrisa con la que tantas veces me cautivó.

De pronto, como si la tragedia necesitase un incentivo más, algunos papeles comenzaron a caer de quién saber dónde. Los reconocí al instante: eran los poemas que alguna vez dedicase a Melisa, los que le escribiese tan sincera y puramente cuando recién nos habíamos conocido. Recordé lo bello que era tenerla cerca de mí, en aquellos días cuando no necesitábamos ni siquiera rozar nuestros cuerpos para saber que nos amábamos. Luego vino el sexo y todo se derrumbó, extinguimos una magia que ya nunca volvería. Tomé algunos de aquellos papeles, reconociendo mi letra y las dedicatorias, pero, en cuanto tocaban mis manos, se hacían cenizas. Así pasaba con todos, al cabo de un tiempo se hundían en el mar de sangre y mierda, se remojaban y se deshacían para convertirse en parte de la nada.

Pero los poemas extintos ya eran tema del pasado cuando me percaté de que la mezcolanza que inundaba toda la habitación solo dejaba libre mi cabeza. Sentía todo mi cuerpo adormilado y pudriéndose, infectándose de quién sabe qué sustancia malsana. No obstante, eso estaba bien; era muy bueno estar hundido en aquella mierda. Miré a Melisa una vez más, la pobre aún no se daba por vencida. Pataleaba y se retorcía, como si esos fútiles intentos por liberarse de las garras de la criatura ignominiosa sirviesen de algo. Los violines se detuvieron repentinamente, un silencio infame lo invadió todo. Melisa cesó en sus bruscos movimientos y las desconcertantes embestidas también pararon. Sentí algunas convulsiones en mi mente y entonces… ¡Melisa fue preñada por la cosa! De alguna manera, a pesar de ya estar embarazada, cuando el ignominioso caldo verduzco fue arrojado en su matriz, se produjo la instantánea fecundación. No puedo imaginarme la siniestra sensación de sentir el esperma caliente y pegajoso de algo no humano fluyendo por cada agujero del cuerpo. Y es que, en efecto, también los tentáculos chorreaban abundantemente los ojos, nariz, orejas, ombligo y boca. Ni hablar de la vagina y el ano, pues fueron reventados por la cantidad excesiva de semen arrojado.

Al fin, Melisa dio a luz, pero de una manera bastante desconcertante y atroz. Primeramente, por la vagina, salió un feto ennegrecido y apestoso que identifiqué como el legítimo producto de nuestra unión, pero que, al igual que nuestro amor, estaba pútrido y muerto. Esta deforme entidad fue arrojada fuera de Melisa rápidamente, sin el menor escrúpulo, y se hundió en la sangre, haciéndola tornarse un tanto más oscura, como si fuese vino. Luego, vino la mejor o peor parte, como se quiera ver. Esta vez la salida fue por el ano, y se trataba del producto de la reciente unión: el hijo de Melisa y aquella blasfemia. No puedo decir el nauseabundo y mil veces más infame proceso que siguió a este nacimiento sacrílego. Mi humanidad no me permitió captar en todos sus detalles tan deplorable y grotesco acto. Lo que sé es que, más pronto de lo que pensaba, Melisa dio a luz por el ano a un gusano que se retorcía aborreciblemente y cuyos colores también escapaban a la gama de aquellos conocidos por el humano. No obstante, este gusano poseía las alas de un águila, los cuernos de un toro y la cola de un cerdo.

Aunado a lo anterior, su interior palpitaba de un modo que no me gustaba nada, expelía un aroma a muerte y su cabeza era una aglomeración de ojos putrefactos que se regeneraban conforme uno se derretía. Le surgieron tres patas, una de cabra, otra de león y otra de lobo; cada una atravesada por agujas y con diamantes incrustados. Luego aparecieron seis brazos, dos de gorila, dos de araña y dos de humano. Al igual que las patas, tenían ciertas peculiaridades, parecían contener bajo la piel bordes raros y las venas estaban fuera. Lo más sobresaliente fue observar que poseía tres orificios anales en el pecho, otros dos vaginales en la espalda y siete miembros perfectamente distribuidos en los costados, de los cuales brotaba ácido y pus.

Este gusano tan peculiar emitía unos gemidos como los de ninguna otra criatura y, para mi mayor sorpresa, al elevarse y voltearse, descubrí que, en la parte donde debía estar el ano, tenía el rostro de Melisa; tan hermoso como el original. Finalmente, esta nueva monstruosidad se posó sobre mí y se agitó para bañarme de lo que parecía ser su propia esperma, lo cual me hacía sentir genialmente en paz, pues parte de ella caía en mi boca y al tragarla me sentía más vivo que nunca. No noté cómo ni cuándo, pero el gusano desapareció al poco tiempo, sin explicación alguna. Lo único que recuerdo es haber sentido una molestia misteriosa en mi mente, como si algo se hubiese introducido desde alguna otra dimensión.

Pero mientras esto ocurría, la criatura multicolor continuaba fornicando a Melisa, o lo que quedaba de ella. Supuse que pronto terminaría aquella vil e inmunda fornicación y no me equivoqué. El doble pito, más carnoso y caliente que antes, atravesó a Melisa y la partió en dos, manteniendo elevadas ambas mitades. Acto seguido, los ojos se desprendieron de cada rincón de la criatura y se introdujeron en los órganos de la víctima, absorbiéndolo todo y dejando solo los moldes de lo que había sido Melisa. Indudablemente, antes de haberse partido, debió haber experimentado un dolor incomparable. Sin embargo, yo estaba tan absorto que ignoré dicho sufrimiento. Las mitades se esfumaron y fue como si aquello jamás hubiese ocurrido. La criatura blasfema que denotaba ese yo oculto se mostró tan majestuosa como era y se arrancó su doble pito para comérselo, pero lo mascó con una delicia que se tornaba morboso contemplarla haciéndolo. Los tentáculos de su trasero se comprimieron nuevamente y nuevos ojos brotaron en donde los anteriores se habían desprendido. Por cierto, estos ojos, los cuáles absorbieron la esencia orgánica y espiritual de Melisa, se incrustaron, según me parece, en mis testículos, pues sentí un ligero cosquilleo debajo del mar de sangre, aunque creía ya no poseer mi cuerpo. Además, recordaba cómo estos sacrílegos ojos habían caído como carentes de vida en la inmunda sustancia de sangre, esperma y mierda que inundaba el lugar. Sorprendentemente, yo estaba ya cubierto por ella de pies a cabeza y no sentía estarme ahogando.

Finalmente, para concluir aquella inverosímil alucinación, observé algunos violines en el fondo del fluido, los cuáles parecían llevar ahí eones. También escuchaba la melodía insana de antes, pero muy ligera y lejanamente. La criatura con raros colores se hundió en la sustancia vomitiva y nadó hasta colocarse frente a mí. Poco a poco, se transformó en un híbrido de sombra y luz, de hombre y mujer, de madre y amante, de mentira y verdad, en la esencia de la dualidad… Y no sé cómo ni por qué, pero desperté. Sí, al fin estaba de vuelta, conservando en mi mente solo reminiscencias de todo lo soñado, pero con aquella transformación incomprensible de la criatura asquerosa. Sus ojillos funestos, sobre todo, me inquietaban bastante, pues en ellos había gran parte de la esencia que me pertenecía. Lo último que observé en aquella mutación execrable fue el rostro de Melisa y el mío revolviéndose para conformar un tercer ente, mismo que poseía tanto pito como vagina y que era manejado por algún hilo etéreo que decidía de antemano su sendero. Pero todo eso no estaba ya muy claro, pues no me parecía ser muy bueno rememorando mis sueños. Lo que sí creía como cierto era que aquel dual ente me había tomado y me obligaba a besarlo y a fornicar, al mismo tiempo, al hombre y a la mujer que encerraba en su ser.

Al despertar me hallaba encuerado y con todo el cuerpo temblando. Me había masturbado como un loco, el esperma estaba todo esparcido en las sábanas y el colchón. Quizá fueron unas diez o quince veces, pues incluso el pene me ardía y estaba enrojecido, como ligeramente quemado. Con cierto asco entendí también que había estado tragando mi propio semen, pues el sabor de mi boca lo indicaba así. Todo mi rostro estaba batido, y de mi ano brotaba una cantidad enorme también. Sin saber qué hacer me quedé todavía un rato elucubrando, pero una sola idea desplazó a las demás: lo trastornado que me había sentido mirando cómo Melisa, la mujer que amase, era cogida por alguien que no era yo.

De nuevo el abismo, los días de intrascendencia absoluta me ocupaban. El suicidio rondaba más que nunca en mi banal existencia. El sueño con Melisa me había afectado, a tal punto que, por un tiempo, había abandonado mi habitual estado de incomodidad al hallarme entre la gente. Claro que, poco a poco, había vuelto a mí mismo y había recuperado mi natural asco hacia la humanidad. Pasé el resto de la tarde confundido y triste, pero la tristeza que me invadía era impresionante en esta ocasión. Parecía que al fin me había vencido a mí mismo, que vivir ya no era por más tiempo tolerable y que, si no me suicidaba aquella noche, estaría condenado a un tormento mucho peor que el actual. Si tan solo nunca hubiese existido, si fuese posible decidir, pero no.

No sabía qué repugnaba más, si este mundo, la humanidad o a mí mismo. En cualquier caso, daba igual, me era indiferente mientras pudiese matarme. Sabía que, para vivir uno debía forzosamente engañarse con algo, con lo que fuera, pero había que agarrarse de algo. Yo, en cambio, estaba vacío, había dejado de importarme todo, desde personas hasta objetos, lugares, sensaciones… ¡Y hasta yo mismo me había olvidado de cómo era sentirse bien! Pero ¿cómo podía sentirme bien en un mundo así? ¿Cómo podía continuar viviendo y odiándome a mí mismo, asqueándome de mi propia naturaleza? ¿Cómo soportar que la humanidad fuese infinitamente estúpida, miserable y trivial? ¿Cómo permanecer vivo cuando se está realmente muerto por dentro?

Todo lo que debía hacer era atreverme a dar el gran paso, hacer a un lado mis temores y poner fin a este absurdo sufrimiento. ¿Para qué seguir viviendo una vida que no se solicitó y que, en todo caso, se detesta? ¿Qué motivo había en continuar atormentándome cada tarde encerrado en mi pocilga, tirado en la cama, ideando la mejor manera de suicidarme y, en fin, siempre dudando de la realidad? ¡Al diablo la dualidad y la espiritualidad! ¡Que el diablo cargase con las putas, las borracheras y los pensamientos! ¡Ya no había por qué seguir soportándolo! Comprendía que, por mucho tiempo había intentado vivir, siempre fingiendo ser parte de algo que no existía, imitando ideologías y sin lograr ser yo. Pero ahora todo era más claro, más bonito. Ahora sabía que lo más sagrado y espiritual que había en la vida era la oportunidad que cada ser tenía de llevar a cabo su propio suicidio.

Los días proseguían y cada vez me enfermaba más existir. Continuaba frecuentando la avenida Astraspheris y acostándome con esas zorras, follándomelas sin condón y haciendo toda clase de perversiones, pero, en el fondo, era igualmente absurdo. Akriza estaba más adusta que de costumbre y me evitaba siempre que podía, aunque en su mirada notaba no sé qué cosa que me encantaba. Era como si en el fondo suplicase porque me la follase, porque la arrancase de las manos de ese tal señor Golpin. Por cierto: las orgías nocturnas continuaban en el departamento del piso superior, y esta vez ya no eran dos, sino cuatro las gordas taiboleras que el esposo de Akriza metía a altas horas de la noche y muy entrado en copas. Jicari, al parecer, había enloquecido, pues ahora ya solo se la pasaba todo el día en las escaleras repitiendo la misma frase: “esto no es real, no lo es”.

Cuando intentaba hablarle se volteaba o reía nerviosamente, como si ya no reconociese en mí a su antiguo amigo. Yo la extrañaba un poco, pues, aunque era una niña fastidiosa y mugrosa, entendía lo absurdo que era vivir. Unos cuántos días después me enteré, por habladurías, de los verdaderos motivos para el extraño comportamiento de la pobre desdichada: al fin su padre le había desflorado tanto la vagina como el ano, obligándola a tragar la mierda de las taiboleras y la suya en el mismo traste que a su madre. Aunque esto me desconcertó, tampoco hice gran cosa, pues, en el fondo, me era indiferente.

Otra noticia que me resultó inquietante fue la desaparición de Volmta. Sin previo aviso, y sin que nadie lo notase, un día no se le vio más en la taberna Diablo Santo. Sus acaloradas discusiones en temas tan variados como política, deportes, periodismo, economía, ciencia y música eran extrañadas por todos. El calaca hizo notar que, desde su ausencia, ya no había pensadores de taberna; es decir, verdaderos filósofos con quienes distraerse un poco de lo rutinario que era vivir. Creo que nadie tuvo la modestia de buscarlo personalmente, o quizá la vida de un borracho vale menos de lo que se cree. A mí me daba igual, pero recordaba con cierta nostalgia aquella conversación donde me contó su vida y la trágica forma en que se había arruinado.

Era similar a mí, pues ambos estábamos asqueados de vivir y proseguíamos sin saber por qué. Lo primero que pensé fue que se había suicidado, recordando a su amigo, a aquel que Virgil y yo encontramos aquella madrugada después de habernos ido de juerga. Pero no, Volmta, pese a su tristeza y miseria, no parecía un hombre próximo a ser un suicida. No, claro que no. En él, aunque aparentase lo contrario, había todavía la voluntad de vivir. En eso pensaba mientras me hallaba, como tantas otras veces, tirado en mi cama y con la mirada perdida, intentando hallar respuestas que jamás llegarían a preguntas que jamás debía haberme hecho.

Nadie podía enseñarle la verdad a otra persona porque cada uno debía descubrir su propia verdad, el centro de su yo absoluto. Entonces, al rememorar eso, me detesté más que nunca y sentí un asco cerval hacia mí mismo, pues me veía en cada acto repugnante de mi vida: con las prostitutas cometiendo infamias sexuales, borracho como un cerdo vociferando tonterías y besándome con cualquiera, también siendo un inútil, un perdedor y un rebelde. En fin, sabía que no era mejor que los humanos a quienes detestaba, pero incluso con todo eso era superior a todos ellos. Y es que esa era mi verdad, la verdad en la que había decidido creer desde mi pequeño horizonte, desde el reducido espejismo en el cual creía ser yo y en el cual atisbaba tambalearse el sonido de un destino que jamás me fue familiar.

Yo odiaba este mundo, a la humanidad y a mí mismo, porque era todo gran parte de un sinsentido. También llegaba hasta mi cabeza la imagen de mis primeros años de vida, siendo un niño absurdo y tonto, creyendo todo lo que mis padres me decían, siguiendo los patrones inculcados sin cuestionar nada, perdiendo el tiempo con videojuegos, caricaturas y tonterías similares. Veía a mis padres y sentía por ellos un profundo desprecio por haberme dado un cuerpo para estar en un mundo que despreciaba tanto. Y, en mi locura, me imaginaba asesinándolos y riendo como un demente, embarrándome su sangre en mi rostro y, de alguna manera, creyendo que, si los mataba, entonces yo desaparecería.

Pero ¿quién diablos era yo? ¿Qué derecho tenía un ser hastiado del mundo y de la vida de despreciar así a las personas? ¿Por qué no simplemente me mataba y dejaba de inventarme tantos martirios? ¿No era yo un idiota, un cobarde, un niño débil, asustado y trastornado por delirios? ¿Con qué derecho me adjudicaba el ser superior a la humanidad si tenía todos sus vicios y si, aunque me diera cuenta de toda la mentira y la hipocresía en la que todo se pudría, no podía hacer nada para cambiarlo y me comportaba de manera similar? El hecho de pagar por sexo, de ahogarse en la bebida, de mantenerse en la inutilidad extrema y de rechazar cualquier tipo de valor, creencia o idea humana no me hacían ser yo ¿Desde cuándo todo se había tornado tan confuso? ¿Qué era esa maldita dualidad con la cual creía ver justificadas las contradicciones de mi persona? Tomé la navaja que guardaba siempre en un viejo cajón y la coloqué sobre mis venas, sonriendo con ironía porque sabía que no podía matarme en aquel momento. No, no podía…, no aún, no así.

En los días siguientes a la desaparición de Volmta anduve raro. Sentía náuseas por mí y por mi humanidad. No sé si era alguna crisis depresiva la que se apoderaba de mí, el caso es que me sentía más inútil que de costumbre, detestaba más que nunca a las personas y sentía que la miseria y la trivialidad del mundo no tenían límites. Me fastidiaba tener que comer, despertar y respirar. En el metro cerraba los ojos para no mirar a nadie, pero no podía escapar del principal error: yo mismo. Por primera vez me percataba de cuánto me repugnaba ser yo, de cuánto daño me hacía existir y creer que me amaba. Me sentía también sumamente indiferente, pues nada importaba para mí. Estaba solo, no tenía ningún amigo ni amantes, había rechazado a Lary y a Virgil que me habían pedido salir nuevamente. Lo único que hacía era trabajar lo menos posible, comer con asco y regresar a encerrarme en mi pocilga para tirarme en la cama y pensar en la inutilidad de mi existencia. Otra vez las contradicciones, las dudas, la dualidad endemoniada y, por encima de todo, el irónico juego con la navaja sobre mi brazo.

Me imaginaba cosas absurdas y sádicas: yo ensañándome contra mi familia, suicidándome de las maneras más dolorosas posibles. Y, aunque al comienzo me aterró la idea de matar a mi familia, luego hallé en ella cierta satisfacción perturbadora. A mi madre no solo la violaba y le arrancaba las tetas con mis propios dientes, sino que le propinaba una golpiza y defecaba en su boca; sin embargo, me costaba mucho matarla, tan es así que inmediatamente de su muerte vomitaba y me tragaba mi propio vómito para arrojarme por la ventana y caer en una vagina hirviendo en donde se pudría mi sombra. Con mi padre era distinto, pues a él lo aniquilaba con placer y con una velocidad bárbara. Lo apuñalaba como cien veces, disfrutando cada vez más al mirar su rostro aterrado y suplicante. Incluso, en mi locura, le sacaba los intestinos y me hacía un collar con ellos. El mismo sueño se repetía una y otra vez, dormido o despierto. Y, si no se trataba de mi familia, era yo quien se quitaba la vida de maneras disparatadas.

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Libro: El Extraño Mental


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