Esa noche supe que estaba al borde del colapso, a punto de liberar mi alma de esta realidad inmunda. No quedaba nada, en serio nada… Estaba más que pulverizado internamente por la desesperación que causaba este mundo plagado de absurdas contradicciones. Estaba harto de tantas creencias, palabras, libros, ideologías y demás cosas que nunca conducían a nada. Estaba harto de la música, la poesía, la filosofía, la espiritualidad, la ciencia, la literatura, la vida y el amor… Estaba harto de la humanidad, de este mundo, del tiempo, de esta realidad, de mí mismo. ¡Estaba harto de todo! Y lo único que añoraba ya era la inexistencia absoluta, ese algo misterioso que me escindiría para siempre de este ciclo irracional que se repetía cada vez que el primer rayo de sol golpeaba mi rostro anunciando un nuevo sacrilegio de 24 horas donde nada, absolutamente nada, tenía el más mínimo sentido. Así era el mundo humano: algo realmente indeseable y digno del más cruento exterminio.
Así era esta prisión existencial donde no podía hacer otra cosa que no fuera imaginar cuán perfecto sería cerrar los ojos al anochecer y no volver a abrirlos jamás. Meras quimeras de un melancólico soñador y suicida fracasado cuya existencia era incluso más patética que la del resto de la humanidad. Pues al menos ellos sí querían vivir, o ¿no? ¿No estaba la mayor parte de la raza humana asquerosamente adoctrinada y manipulada para aceptar una realidad execrable y mundana? ¡Claro que sí! Este sistema no tenía fin, continuaría absorbiendo almas y alimentándose con el sufrimiento de todos los desafortunados peones cuyo miserable destino había sido tan funesto como para reencarnar en este mundo de pesadilla. ¡Vaya locura! Y pensar que alguna vez creí todas esas tonterías con las cuáles se busca que nos acoplemos a esta horrenda vida. ¡Qué trágico es saber que jamás conoceremos la verdad! Tal vez ni siquiera exista tal cosa, puesto que única verdad es quizá solo la muerte.
En fin, lo bueno era que el colapso estaba ya cerca. Y no el colapso parcial, sino el absoluto. El colapso de lo que yo era en todo sentido: físico, mental y acaso espiritual. Terminaría de golpe esta nauseabunda experiencia carnal sin que siquiera lo sospechase. Podría apresurar el suceso en cuestión, eso era también lo bueno. Una bala en mi cabeza y todo terminaría de manera emblemática, sin mirones ni espías que impidieran tan sublime acto. Porque, en efecto, el suicidio era lo mejor que se podía llevar a cabo en un estado como el mío. Un estado de hartazgo existencial extremo que no podía ya ser apaciguado con nada ni descrito con otra cosa que no fuera mi sangre derramándose por las alcantarillas de esta pestilente ciudad. La gran catarsis, empero, estaba a mi alcance; tan solo necesitaba reunir todo el odio que sentía en un último pero definitivo intento de quitarme la vida y fundirme con la nada. Entonces no tendría ya que volver a sufrir ni a sentirme agobiado por los humanos ni su execrable esencia.
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Caótico Enloquecer