He ostentado tu encuentro, pues sé que tu anhelo radica justamente en la estancia antes y después de esta huida. Exactamente en el sitio en donde perseguía tu carisma y, donde sin necesidad de unión, sabía que eras tú a quien quería para aliviar la caída. En el mundo humano nos encontramos, ya sea por causalidad o por refulgente destino. Y así, en tales escenarios, jugamos a ser dioses cuyos caminos se emparejaban pese a sus diferencias excesivas. Supe entonces que te había imaginado en tiempos donde ni siquiera yo existía, donde incluso no habías aparecido con tu bella rareza y tu inmortal esencia suicida. Pero, de algún modo, sabía que eras tú a quien yo había amado con inaudita pasión en el mundo humano. No podía estar equivocado, pues tus labios escarlatas me habían dejado más que trastornado.
Te miro a lo lejos, solo eso queda para mí, para un farsante de los lienzos más etéreos. Aunque eso no impide que mi alma se exalte abruptamente cuando más perceptible es tu presencia. Y, al emerger de los océanos purpúreos, juraría que te siento más celestial que nunca, más inmortal que la muerte y más eviterna que el tiempo. Es, incluso, algo más que la ideología de una mente imaginativa en extremo lo que contigo me acontece. No me pierdo un solo detalle de tus cabellos orlados con las estrellas más refulgentes, ni de tus pies inmaculados cuyo contorno ni siquiera sería digno de rozar. Aunque sea en la lejanía, esta inesperada y encomiástica conjugación de nuestro (des)amor me hace sentir humanamente satisfecho, al menos hasta que el suicidio me deje reposar quedamente en su afable lecho, al menos hasta volver a hacerte el amor y aliviar con ello mi espíritu maltrecho.
Pero, quizá, solo fue un reflejo el que me atrajo para imaginar tu contorno esculpido con la cerúlea luz de los campos elíseos. Sí, aquellos en donde por vez primera desperté al percatarme de que tus ojos habían iniciado la perpetua creación del amor cósmico que conjugaría tu espíritu con el mío. Seguiré buscándote hasta consagrarnos debajo del eclipse, hasta fundirnos a través de los cristales ensangrentados que has despegado de mi corazón. Eres parte intrínseca del todo en el que divago mientras viajo con el dios atemporal, y también eres el vacío en el cual aterrizo cuando intento, de la manera más estúpida, nuestros cuerpos conjugar. ¡Qué ingenuos éramos en aquel entonces para creer que algo como el amor podía llegar a ser real! Aun así, te extraño tanto, aunque bien sé que jamás volveremos a estar juntos, que todo lo que pienso y siento es solo producto de mi estancia en este ominoso cuarto de hospital para dementes como yo.
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Anhelo Fulgurante