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Defunción

La carga del siniestro viaje se desperdigó cuando intentaba armar el rompecabezas que conducía al sitio en donde me esperaba un último beso tuyo. ¡Qué no destruiría para esparcir mi boca recorriendo tu escultural forma en un reino etéreo y sublime! Lo que quisiera de ti es exactamente lo que de la vida te privaría; no obstante, en artísticas semblanzas y en atribulados desiertos fue que perdí la cordura y gané una parte de tu alma. Enterrados están los recuerdos del mundo aciago en que pisoteamos los atavismos centelleantes de un brillo falso y funesto. Y es que contigo proyecté lo más diáfano entre el rasgado cielo, entre las estrellas que constituyen la augusta señal de tu llegada. La obra casi había llegado a su fin y un tropel de pianos endemoniados sonaban sin cesar, pues la llegada del dragón cerúleo estaba próxima y todo habría de culminar con su majestuosidad. No sabía qué me pasaba, era casi como si ya no estuvieras viva, pero aún podía sentir tu suave y fría mano sobre la mía.

Como si de un cuento estuviésemos hablando, la mañana alcanzó a derruir la pasión que en la oscuridad fue conferida en el firmamento supremo, ahí donde bailaban y reían sombras magnéticas, pero todas y cada una de ellas formaban parte de ti, aunque en tiempo y espacio distinto, aunque en proyecciones en las cuáles había yo alterado el destino. No concebía ni un solo universo donde pudiera perderme de tu encanto sempiterno y tus facciones espirituales más elegantes, donde no pudiera retumbar el eco de tus sonidos despampanantes hacia el vacío. Exhalados en el viento cósmico nos alteramos cuando entablamos la hazaña de la virtud anunciadora del amor que ligaba nuestras dimensiones internas. Todo había sido en vano, o al menos eso creíamos hasta que vislumbramos el fuego negro que purifica la miseria. Nos arrojamos hacia él en un acto de solemnidad agraviada, pero no fue suficiente para expiar nuestros inhumanos pecados.

Entonces la nave de todas mis encarnaciones zozobró entre lava y fuentes chirriantes de un vómito iridiscente en el cual se derretían las joyas de los inmortales. Fue ahí cuando atisbé la compostura y el hermoso símbolo que enseñabas a los no humanos, a aquellos con la carne despellejada por el absurdo. A ti, la más laudable esencia de lo que jamás podría contener en este corazón tan diminuto, quiero regalarte toda la sangre de mis venas y toda la vida que me queda. A ver si, con ello, consigo que esta pasión perdure y no se alborote cuando el fin de lo imperecedero sobre nuestras sombras sobrevenga, cuando de tu corazón la defunción brote y cuando de tus brazos el suicidio me arrebate. No habrá lágrimas, empero, cuando eso ocurra, pues sin duda alguna estaré feliz de matarme tras haberme fundido con tu imagen proyectada fuera de mi mente debido a esta delirante obsesión que me atormenta desde que tú ya no descansas más en esta cama, sino eternamente en el camposanto.

***

Anhelo Fulgurante


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