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Desasosiego Existencial 55

Ya ni siquiera importa si la existencia tiene o no sentido, lo único que deseo ya es simplemente no volver a existir jamás en ninguna otra realidad. O, al menos, no siendo tan humano y no rodeado de más humanos a los cuáles detesto y repugno. Ni yo mismo, quizá, entiendo de dónde proviene esta repulsión por todo lo humano y sus vicios, solo sé que no podría nunca ser como todos ellos y entregarme a las pasiones tan mundanas que los caracterizan. Siento náuseas solo de verlos y de escucharlos; su existencia es para mí una ofensa que no puede ser perdonada de ninguna manera… Pero indudablemente lo que más me desconcierta es la babel de ignorancia en la que se revuelcan diariamente, como si su pestilente esencia no fuera algo ya de por sí sumamente estúpido y repelente… ¡Ay, qué desgraciado ultraje es la existencia del ser humano y de cada uno de sus disparatados cuentos con los que pretende justificar cada uno de sus ominosos actos, pensamientos y errores!

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Lo que creemos que es el sentido de nuestras vidas no es más que el conjunto de estúpidas creencias y autoengaños bajo los cuales hemos decidido regir nuestras miserables vidas y que, al igual que la existencia en general, carecen de toda importancia más allá de servir para prolongar nuestra infame agonía y justificar nuestra estupidez cotidiana. Pero el ser es un maestro de la mentira y siempre encuentra formas increíbles de negar la realidad y su propia naturaleza abyecta. Así pues, no importa si el exterior es un asco; el ser, en su interior, creerá que su existencia es lo más valioso e imprescindible… ¡Quisiera yo mismo tener esta capacidad de autoengaño tan desarrollada! ¡Qué fácil resulta vivir cuando todo lo que creemos que somos no es sino exactamente lo opuesto a lo que en realidad sí somos! Y, casi siempre, lo que somos es únicamente algo detestable, trivial y absurdo.

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La existencia es probablemente indiferente a nosotros, meros peones; la vida lo es y la muerte también; a la naturaleza no le hacemos bien, a las especies las extinguimos, los recursos los agotamos e incluso entre nosotros mismos no podemos entendernos. ¿Para qué existimos entonces? ¿No sería mejor aceptar que la humanidad es un sinsentido y que su extinción es más que indispensable? ¿En qué beneficia a este mundo que un ser tan lamentable como el humano prosiga su nefando divagar? En todo caso, las cosas malas de la humanidad siempre terminarán por imponerse a las buenas; ¿para qué pretender que no será así? ¿Con objeto de qué es que proseguimos cegándonos y negando una verdad más evidente que el cristal más puro y etéreo? El ser debe sucumbir, solo así la purificación y la benevolencia serán reinstauradas y un nuevo orden, esta vez sin humanos, lo embellecerá todo sin excepción.

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El humano actual no es diferente del humano antiguo ni del primer humano: tan solo un mono parlante con delirios de grandeza, enfermo de sexo, sediento de poder y esclavo de sus propias mentiras. Pero, sobre todo, una marioneta sumamente manipulable y sumisa ante cualquier poder, humano o no, que lo despojara de su libertad. Es decir, desde siempre, el ser ha sentido, ¡quién sabe por qué!, la imperiosa necesidad, casi tanto como la de respirar, de arrodillarse ante algo “divino” y de someterse a una “voluntad” que le diga qué hacer con su vida y que le dicte ciertos principios a seguir con fines más que inciertos. De esto solamente puedo concluir una cosa: el ser no ha sido hecho para ser libre.

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Al fin y al cabo, moriremos. Eso es, creo, lo único hermoso en esta patética y horripilante ilusión a la que tan estúpidamente nos aferramos. Y acaso eso es lo único para lo que estamos aquí: para experimentar la muerte después de un periodo de sufrimiento agudo y agonía incuantificable. Al menos es lo que más percibo y siento, o es que quizá mi percepción está atrofiada por la calumnia de la insustancialidad que todo lo cobija y lo envenena. ¿De qué sirve vivir? Esa era la demoniaca pregunta que no podía responder sin importar cuánto me atormentase o cuánto suplicase por una respuesta ante la cual ninguna incertidumbre fuera más convincente.

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