Soy la música que ya nadie quiere escuchar, soy el arte que ya a nadie ha de gustar, soy el tiempo que ya nadie quiere vivir; soy la vida que se ha de extinguir por la ausencia de porvenir, soy el poema cuyo valor resulta más ínfimo que cualquier mundana moneda. Soy el escrito cuya vibración desgarra la percepción común y trivial, pero cuya existencia se mantiene sibilina e incognoscible. Porque yo soy el sarcófago donde yacen los sueños de todos aquellos que con su muerte han consagrado la verdad. Y es que me desvanezco entre el vaho inmundo de una inmaterial realidad; establezco la pauta hacia la que tiende toda la vida, cargada de dolorosos quejidos y de constantes quejas sin sentido. Me enfermo con el engaño eterno que se ha cernido sobre esta intrascendente civilización en cuyas fauces fulgura la estupidez. Soy yo quien habla ahora desde la más inmanente silueta en el corazón del afligido y el desesperado: la verdad encarnada dentro de un grito de agonía y sangre.
Me congrego con aquellos solitarios lobos en las estepas más vertiginosas y de más difícil acceso, pues en sus ermitañas horas les consuelo y les ofrezco mi abrigo y mi calor. Me deslizo a través del gran pensador supremo, susurrándole mantras espectrales de auténtica divinidad. Me parapeto en los recovecos de aquellos sensatos preservadores del alma, de aquellos dementes que todavía luchan por restaurar la paz y la calma. Me entretengo admirando límpidos paisajes donde todo lo blasfemo fue desterrado. Así es como soy yo, el avatar del suicidio. Así es como siempre me presento ante aquellos que me desprecian y ante los que me adulan: ninguna diferencia existe entre vivir o morir, no importa sufrir ni existir. Es un juego de palabras, más bien. La ironía es la excesiva culpa que parece invadir a las mentes más débiles cuando se percatan de la inutilidad de sus días. Pero ya nada puede hacerse, puesto que ya es demasiado tarde y ahora solo resta ya la muerte.
Nada ha sido comprendido y aprehendido durante los vetustos eones que he contemplado, arrullando las desgastadas mentes de los valientes que mi nombre han invocado. Y en las más inhóspitas regiones he navegado para recoger los restos de una grandeza hoy en día aniquilada; tan solo atisbada por los hermosos suicidas del caos que, en sueños de horror y desamor, han probado mi dulce y embriagante sabor. Así es como he susurrado y atraído a todo tipo de humanos ansiosos por sumergirse en el olvido absoluto, por abandonar sus maltrechas y derruidas falacias vitales. Yo, el avatar del suicidio, soy siempre sincero y silencioso, pero confiado y preciso; otorgo algo solo deleitado por los dioses y que a algunos seres inferiores ha sido permitido. Y yo, cuyo nombre ha sido prohibido por el eterno alivio que confiero, estoy ahora a punto de cometer mi propio suicidio. Y será así porque verdaderamente me he cansado de conferir muerte a quien no lo merece.
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Repugnancia Inmanente
