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El Color de la Nada 10

En el sublime momento en que tomamos plena consciencia de que el suicidio es lo mejor y de que la muerte es nuestro único destino, podemos comenzar a desprendernos de todos los autoengaños y chantajes mediante los cuales la pseudorealidad busca mantenernos el mayor tiempo posible en una existencia que no podría ser más vomitiva y absurda; incluso más que nosotros mismos.

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Cuán vacía y patética debe ser la existencia de una persona como para que la compañía de otro ser signifique su bienestar y/o felicidad. No cabe duda de que la humanidad es solo un despojo de inmundicia que debe ser erradicada sin ninguna consideración, pues sus insolentes impulsos y necesidades resultan de lo más desagradables.

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Ve a tu soledad como tu única compañía verdadera y jamás volverás a estar solo. Ámate a ti mismo por encima de cualquiera y jamás volverás a sentir la necesidad de amar a nadie. Tal es la manera en la que debemos reflexionar aquellos que ya no podemos aceptar la compañía de cualquier títere y que nos hemos refugiado solemnemente en el hermoso reino del aislamiento.

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Cuando comprendemos que no tenemos nada sino nuestros propios pensamientos, sentimientos, percepciones y a nosotros mismos, comenzamos a purificar todos los influjos del exterior que durante tanto tiempo se han encargado de entorpecer y atrofiar nuestro auténtico yo. Pero es este un proceso demasiado complejo y que requiere de tiempo y disciplina, pues irremediablemente tenderemos a caer una y otra vez en las garras de la pseudorealidad hasta que consigamos la catarsis definitiva de nuestra asquerosa alma.

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Tal vez, en el fondo, sabemos que no tenemos escapatoria sin importar lo que sea que hagamos. Es decir, somos demasiado cobardes para quitarnos la vida, pero entendemos que permanecer en ella es un acto de lo más inútil y absurdo. Entonces es la cobardía lo que nos hace seguir aquí, mendigando simulacros de felicidad cada vez más escasos y estúpidos, buscando la compañía de personas sumamente banales y pretendiendo que nuestras ridículas metas nos brindarán algo más allá de un efímero placer. Al fin y al cabo, la supuesta voluntad de vivir, para nosotros los espíritus suicidas, es más un premio de consolación ante la imposibilidad de suicidarnos.

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“¡Qué vida tan puta!”, exclamé yo en un vil ataque de ira. “Puta no, putísima”, replicó una voz proveniente de quién sabe dónde… “Y lo único que te cobro por mis servicios es tan solo eso: vivirme. ¿Te parece demasiado caro?”, cuestionó sardónicamente. “Caro no, carísimo”, repliqué con más ira todavía.

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El Color de la Nada


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