¡Qué bueno fue haberte conocido esta noche, en verdad te incrustaste en lo más profundo de mi apesadumbrado ser! Lamentablemente, es demasiado tarde para mí; pues, aunque crea amarte con divina locura, al amanecer no seré sino un mal recuerdo en tu vida esfumado por la nostalgia del encanto suicida. No sé si haber hecho el amor como lo hicimos fue una bendición o una maldición, pero ¿y ahora quién podrá decirle a la muerte que, quizá, todavía no quiero amarla solo a ella?
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El pasado es, de hecho, siempre mejor que el presente. En el tiempo presente jamás nos percatamos de la ironía del tiempo y solemos ser unos imbéciles. En el tiempo pasado, en cambio, miramos todo de manera más reflexiva y melancólica; añorando esos momentos en donde no supimos cómo ser nosotros mismos y que, de manera irremediable, no se repetirán jamás. El pasado es la gran puñalada que la vida nos infringe para recordarnos cuán inútiles, idiotas y humanos somos todavía. El pasado es solo una probada de lo que será nuestra muerte: un hermoso anhelo dentro de un sueño absolutamente inalcanzable.
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Y, si pudiera regresar el tiempo y volver a vivir mi vida, elegiría haber sido un imbécil en todo sentido… Elegiría haberme embriagado, haber probado todo tipo de drogas, haber fornicado con todas las mujeres y hombres, haberme divertido todos los días y todas las noches. Elegiría haber desobedecido a mis padres y profesores, haber reído sin parar de cualquier cosa, haber bailado en todas las discotecas, haber cantado en todas las cantinas. Elegiría, sobre todo, nunca haber sabido que la vida es tan solo una ilusión demasiado efímera y adictiva que no debe tomarse demasiado en serio.
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El sibilino fulgor de tus ojos me encanta, pues me recuerda al de la muerte: tan extraño, hermoso y apacible; tan ajeno a lo humano, tan peculiarmente suicida y tan, pero tan delirantemente obsesivo. Podría mirarte cada milésima de segundo por el resto de mi vida y, ciertamente, nunca me cansaría de ello. Si por perderme en tu resplandeciente mirada solo una vez más tuviera que perderlo todo, ¡ay, solo Dios sabe que lo haría todas las veces que se me presentase tan magnificente oportunidad!
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Tal vez la vida y la muerte son como dios y el demonio: uno mismo. Tan solo dos caras de la misma moneda, tan solo estados transitorios en un infinito estado de caos eterno en la cósmica danza del vacío universal. Buscamos de continuo explicaciones a lo indefinido, pero ¿no cabría mejor solo sentir la magia detrás de la infinita perfección antes que saturar nuestra cabeza de banales ideologías que a nada nos conducirán? En última instancia, todos los poetas sienten mucho más de lo que piensan; y quizá la vida es una poesía escrita únicamente para la muerte.
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El Color de la Nada