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El túnel

El fondo de aquel sitio era tan tenebroso como atormentador, infestado de tormentas existenciales que no cesaban ni por un segundo. Tan solo podía vislumbrar en la lejanía algunas pistas de lo que me esperaba al hundirme por completo, al batirme finalmente con el caos más incierto. Un remolino de colores que convergían en una especie de nube amatista con destellos solares era todo lo que, en mi humana percepción, podía entender como real. El destino estaba derrotado y las posibilidades no tenían fin, ¡era sumamente demoniaco aquello! Pese a todo, aún preservaba un ápice de cordura que no me dejaba entregarme por completo a aquella vorágine de desolación absoluta. Terminaría por caer, es cierto, pero al menos quería averiguar un poco de mí y de la realidad antes de desaparecer en la nada por la eternidad. Probablemente no era posible para un pobre tonto como yo atisbar tales cosas, puesto que, de cualquier manera, mi insignificante consciencia no podría dilucidarlo.

Un desierto donde abundaban almas perdidas siendo mascadas por criaturas con cara de chacal se presentaba ante mi diáfana y atormentada silueta. Y tres lunas ensangrentadas coronaban los disparos de un jinete que vociferaba mantras de perdición y tragedia a los espíritus del mundo humano. Yo ya no estaba más ahí, ¡afortunadamente! Hacía mucho que me había escindido de aquel blasfemo lugar, aunque no precisaba de un tiempo exacto. Y es que, desde mi carnal degradación, el tiempo parecía haberse distorsionado en demasía. Tal vez permanecería así eternamente o puede que en algún momento las pesadillas visionarias del pintor corrompido terminasen por disolver mi sacrílega alma. Lo único que estaba siempre presente era ese túnel que, de algún modo, sabía me absorbería en el instante más oportuno. ¿Qué habría en su interior? ¿Podría ser que, al entrar, encontrase al fin la verdadera muerte? ¿Cómo distinguir ahora, sin ayuda de mi razón, lo real de lo imaginario?

¿Qué era la muerte, después de todo? Solo otro estado transitorio en una existencia estúpida y absurda como esta, en un sinsentido sempiterno que podía incluso doblegar al tiempo y al espíritu. El auténtico poder yacía en las uñas de aquellas brujas hermafroditas que susurraban poemas decadentes en las trincheras de la locura. La sordidez era solo comparable a la del túnel al que estaba conectada mi mente (o lo que quedaba de ella). Subía algunas colinas y la arena me molestaba al meterse en mis ojos grises y vacíos, pero tenía la vana esperanza de arrojarme desde la cima y desfragmentarme al caer. Entonces ocurrió que la vorágine se intensificó y arrastró hacia su núcleo todas las alucinaciones, imágenes y divagaciones que eran simple esquizofrenia espiritual mía. En un santiamén, todo había terminado. Conocí, si es que fue así, la culminación de aquel túnel de vida y muerte. Obviamente enloquecí de inmediato, pues lo que vislumbré no fue otra cosa sino a mí mismo volviendo a nacer…

***

Caótico Enloquecer


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