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Encanto Suicida 11

El sentido de la vida no existe para el ser que aspira a la sublimidad, únicamente queda la agonía que podrá conducirlo, tras amargas pernoctaciones, a la liberación del espíritu: el encanto suicida y la divina magia que de él se desprenderá. Confiar en él es esencial para la escisión absoluta, para el eviterno desprendimiento de la carne y la apoteosis final del alma. El sufrimiento jamás cesará, sino que se acrecentará cada día que permanezcamos con vida. El ciclo de lo trágico y lo absurdo se reafirmará en cada ensoñación fallida, en cada desangramiento sincero que conlleve, a su vez, a la destrucción de los espejismos internos. No negarse a esto puede parecer una locura, pero resultará necesario hacerlo al menos una vez; luego, ya podremos entonces decirnos expertos en el sabor de lo demoniaco detrás de las luces inocuas. Cada uno lo afrontará a su manera, se destruirá de diferente modo y sucumbirá a su tiempo y ritmo; mas todos habrán de alcanzar la meta: la integración con Dios.

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La vida es un mal innecesario y, si todo el mundo se suicidase, entonces finalmente el mundo se convertiría en el cielo; en el reino de los sublimes que, abrazando la dulce esencia de la muerte, finalmente entendieron el origen y la convergencia del todo. Vivir nunca fue menos acertado, menos deseable. Y el suicidio nunca fue más exquisito, más placentero y liberador para seres acostumbrados a estar presos.

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La esencia humana se ha tornado excesivamente absurda y trivial, con tantos elementos implantados y preñada de una estupidez y un adoctrinamiento que, desde el nacimiento, son esparcidos como una enfermedad sin cura. La cura es la muerte, el tiempo es el camino de los mejor entendidos y los sabios vomitan en sus cuevas todo aquello que ya no resulta agradable en la moderna concepción del bien y el mal. ¿Qué haremos nosotros entonces? ¿En qué clase de viaje nos embarcaremos con tal de experimentarnos y descubrirnos por primera y última vez? Cada travesía bien podría acercarnos al borde la locura o brindarnos un ligero cosquilleo de lo divino. El ser se hallará eternamente condenado a una dualidad que esconde lo infinito, que no puede explicarse con la razón y que se siente como el rugido de un león avasallando nuestro triste y melancólico corazón.

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La muerte no es razón para el llanto ni la tristeza, sino para el regocijo. El que alguien muera, dadas las condiciones actuales en que se vive, absolutamente basadas en la estupidez, la banalidad, la decadencia y la vileza, debe ser magnífico. El llanto ante la muerte ajena es siempre mera hipocresía, un destello de egoísmo mal contenido que sobresale cuando menos debería. No lloramos porque nos duela la muerte en sí, sino porque nos duele perder a alguien que creíamos pertenecía a nuestra vida. Y cuando nos es arrebatado por el más allá, nos sentimos terriblemente ofendidos, acaso hasta humillados. De esto nace siempre el llanto, del ultraje que creemos recibir y no de un sincero sufrimiento. Deberíamos alegrarnos inconmensurablemente cuando nos enteremos de un funeral; deberíamos festejar con una orgía de mujerzuelas, embriagarnos como unos cerdos y reír sin parar hasta el amanecer. ¡Qué maravilla que alguien ya no esté en este mundo ni tenga que volver a padecer sus innumerables e inenarrables horrores! ¡Ojalá nosotros estuviéramos en su idílico lugar, ahí metidos en ese ataúd gozando plenamente de nuestra espléndida defunción!

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La existencia de una raza tan miserable como la humana no puede ser sino un tedioso desecho, un milagro insoportable, una tragedia indeseable, una absoluta violación a la cordura y a la dignidad universal. Lo peor es que los monos no se perciben como tal, sino que se consideran a sí mismos, por alguna desconocida razón, como la culminación de la creación y lo más evolucionado que pueda hallarse. ¡Nada más erróneo, nada más equivocado y funesto! ¿Cómo podría lo humano ser la cúspide? Es más bien el abismo, mil veces el fondo del abismo. Y especialmente del modo tan estúpido en que se vive hoy en día, la caída está más que asegurada. Ya ni siquiera debería existir la humanidad, es hasta un crimen que aún nos hallemos aquí, ensuciando este planeta y extinguiendo a sus especies. La reproducción es el mayor pecado de todos, una aberración que deberíamos prohibir de inmediato. Pero no, ahí va el triste hombre cegado a fornicar e inseminar a la triste hembra en celo… Y así sucesivamente en un desesperado y frenético impulso hacia lo más grotescamente absurdo.

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Realmente, el ser humano no se percata jamás de su insignificante condición, pues el nefando y superfluo mundo que lo rodea le atribuye cualidades banales que magnifica para llenar su imperante vacío. ¿Qué se ha conseguido de todo esto? A través de la historia, se supone que hemos evolucionado y somos mejores… Claro, esto dependiendo de la óptica mediante la cual se miren las cosas. Diferentes perspectivas, infinitas doctrinas y miles de ideologías, mas todas y cada una de ellas dominadas por el ego, el dogma, leyes absurdas, sed de poder, imposición de una supuesta verdad y, sobre todo, adoración al dinero. Consciente o inconscientemente, cada intento humano por descubrirse a sí mismo y por entender la realidad estará destinado al fracaso mientras se busquen las respuestas en las falacias del exterior. Todo ser razonable debería buscar en su interior, seguir la voz de su corazón y no dejarse envolver tan fácilmente por las telarañas de la pseudorealidad. Cualquiera que pueda ser la razón por la que estamos experimentando esta vida, no creo que pueda hallarse tal entendimiento en ningún texto, escritura, templo u oración. Dejemos esto para esos adoradores de lo invisible y necesitados de una nauseabunda virtud de la compasión. Nosotros estamos más que asqueados de eso, nosotros solo pensamos ya en cómo separarnos de lo que tanto nos deprime: la humanidad y todas sus patrañas.

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Encanto Suicida


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