Las personas no son para las personas, nadie está destinado a conocer a nadie. El amor es solo la peor quimera que se haya podido concebir, un delirio del mono para justificar su existencia y la nauseabunda manera en que hace existir a otros mediante ese funesto acto de intercambio carnal. Nuestras vidas en su mayoría son miserables, horribles y hasta irónicamente agónicas; de lo cual me parece increíble la manera en que nos aferramos a ellas, como si al despojarnos de su influjo no estuviéramos, asimismo, liberándonos de nuestra temporal tortura. Pero se nos ha programado muy bien para no razonar de esta manera, sino para “amar” la vida por encima de todo y creer que la felicidad está en la producción de más esclavos mentales. ¡Qué bien ha hecho su trabajo la pseudorealidad, tanto que resulta un poco insulso concebirlo de otra manera! Ya no es difícil siquiera creerlo, basta con sentirse parte de lo humano para querer siempre más de lo menos importante. Las cosas del mundo, sus religiones, doctrinas, sermones, ciencias, percepciones, filosofías y otras tantas banalidades… En ellas nos reflejamos siempre a falta de algo mejor, pero también es ahí donde se difumina nuestro yo y se mata nuestro espíritu.
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Y así es como el alma logra lo que parecía imposible… Una vez trascendidas las barreras de la muerte, desfragmentado el falso ser que lo acondicionaba y lo unía con el mundo, nada queda ya por experimentar en una existencia tan absurda e injusta donde la libertad es el mayor de los pecados. El suicidio sublime y reflexivo se presenta entonces como un encanto, un dulce melifluo que solo algunos pueden escuchar y apreciar. Todo aquel que no desee la muerte por encima de la vida seguirá jugando el mismo patético juego una y otra vez, refugiándose en todo tipo de miserables creencias y funestos mandamientos. La imposición de la vida ya es, de hecho, el principal error en nuestra fatal arrogancia; luego, todavía se nos exigen miles de tonterías y se nos dice, entre otras tantas perogrulladas, que debemos buscar a otro ser igual de acondicionado y reproducirnos sin ningún maldito sentido. ¿Hasta cuándo tendremos el valor de rechazar todo esto? ¿Cuántos siglos o milenios más transcurrirán antes de que la humanidad se percate de que es la muerte y no la vida lo que debería de buscar, añorar y amar por encima de todo? El encanto suicida es la llave, la única manera de derrotar al eterno guardián que nos mantiene atados a esta dimensión terrenal y horriblemente trivial.
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Matarse de este modo significa haber renunciado a la vida tras haber extinguido todas sus posibles formas. La vida no debe ser larga, el tormento no debe continuar, la inopia y la enfermedad humana no deben perpetuarse. La muerte es paz, en ella están contenidos los enigmas del amor y de la gloria, es la edificadora de la justicia y de la rebelión. La máxima algidez en su estado más puro nos cobijará entonces, pero solo si tuvimos el suficiente valor para seguir la voz de nuestro interior y perseguir nuestro destino hasta el fin. A todos los demás, a los que se abandonaron terriblemente a los espejismos de la pseudorealidad e hicieron de ellos su religión y pan de cada día, no puedo sino vomitarlos y desearles un poco de personalidad y amor propio. No es que odie la vida en sí, es que no la considero lo suficientemente valiosa como para permanecer en ella por un tiempo prolongado. Más importante, sin duda alguna, me parece el reino del más allá… ¡Ese donde nuestra verdadera forma habrá de emerger y donde ya no será un crimen ser uno mismo en todo momento!
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Al suicidarse reflexiva y sublimemente, el ser humano puede que abandone su estado más mísero y que atraviese aquel vórtice de extrañeza máxima en que el espíritu mismo, cuya liberación se ha producido realmente y no por casualidad, se acerca a lo divino sin dejar atrás lo demoniaco. La fantasía de tantas enseñanzas es justamente querer separar lo inseparable, querer hacer del ser una entidad completamente de luz o de sombras, un ángel o un demonio, un santo o un gran pecador. Esta concepción tan infantil de las cosas, sin embargo, solo es prueba fehaciente de lo poco que se ha comprendido hasta ahora acerca de la naturaleza humana y su efervescente complejidad. El ser, como mínimo, está conformado por cien o mil formas del yo; cada una con su propia esencia, objetivo y deseos. Una guerra se libra cada día en nuestro interior; algo imposible de comprender para cualquiera, algo que solo se puede experimentar en carne propia y para lo que jamás ningún psicólogo, sacerdote o sabio podría saber nada al respecto.
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El suicidio es indispensable para elevar al ser sublime y recogerlo de este infierno, para saciar su divina curiosidad y embellecer su entelequia. La atrocidad de la pseudorealidad puede hacer enloquecer a cualquiera y atrapar a cualquiera mediante sus poderosos e infinitos mecanismos de seducción mental o espiritual. Mas aquel que tiene la voluntad suficiente para reafirmar su libertad y abrazar su destino, ese será para todos los demás imbéciles un pobre esquizofrénico. Aquel que busca la soledad, el silencio y la muerte es siempre más sincero que aquel que se complace con la compañía, el ruido y la vida. Esto es, empero, algo para lo que esta sociedad adoctrinada e idiota no está lista todavía y acaso jamás lo estará. Este mundo y estos monos son cualquier cosa menos algo deseable y supremo; son meros cadáveres andantes cuyas perspectivas están todas moldeadas por el monstruo verde y el falso profeta. Nosotros precisamente hemos rechazado todo esto y hemos hecho del suicidio nuestro único anhelo, nuestro amante perfecto y el deseo que arde con pasión en nuestro atormentado interior. De la muerte no huimos, sino que hacia ella añoramos ir con una felicidad que nada en esta horrible realidad podría proporcionarnos jamás.
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Triste es el llanto de los corazones marchitos que continúan latiendo por mera obligación y no por gusto, esos cuyo único sueño es el suicidio sublime y cuya locura no puede ser explicada con ninguna teoría o doctrina de este humano plano. La divergencia en tales casos es de tal magnitud que resultaría un sinsentido intentar comprenderla o explicarla, sería como arrojarse al caos mismo esperando hallar un orden en alto grado. Pero siempre ha acontecido esto: aquellos quienes tienen la fuerza de seguir su destino hasta el final son quienes, pese a todo, terminan, con el paso del tiempo y quizá sin quererlo, encantando las almas más sensibles en la trágica historia de esta raza impertinente. Y también casi siempre son estos mismos alienados quienes, contrariamente a su deseo de no seguir viviendo, terminan ensalzando las pocas cosas buenas de la vida mediante un poema, una sinfonía o una pintura que ilustren la magnificencia humana en todo su esplendor… ¡Qué poco se ha comprendido sobre el arte, la música, la poesía, la filosofía o la literatura hasta hoy! Y ya nunca se podrá comprender, puesto que, en esta época de artificiales encantos y banales estímulos, al mono le interesa lo más vulgar y patético, y nada más.
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Encanto Suicida