Pensaba que, tarde o temprano, todos aquellos a quienes pudiera apreciar estarían enterrados, y que yo, sin ellos, seguiría mi absurda vida. Entonces me sentí aliviado, porque, después de todo, mi soledad seguía siendo más consoladora y hermosa que cualquier humana compañía. En fin, ante la muerte de quien fuera todo seguiría igual, nada habría cambiado hasta que llegara mi turno. Sí, solo cuando mi entrada al más allá fuera requerida debería yo sentir algo al respecto; no antes ni ante nadie más. Después de todo, morirse era algo tan natural como respirar, como vivir o fornicar. Pasaba todos los días, a toda hora y en todo lugar; solo que nuestras mentes habían sido diseñadas para no enfocarse en ello. Todo lo que tuviera que ver con la muerte aterraba al mono, le imbuía de una parálisis emocional de la cual nada podía sacarlo por un largo periodo. Y, sin embargo, el mundo era un continuo fracaso y recreación sin fin cuyas pupilas refulgían cada una a su manera: vida y muerte. Ambas eran totalmente indispensables para el equilibrio cósmico, para que aquel Dios dual no absorbiera en demasía la energía y tampoco la vomitase abruptamente.
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No me zahería que mi esencia fuese tan contradictoria, que no encontrase reposo para la dualidad que imperaba en mi atribulado ser. Lo que verdaderamente me frustraba sobremanera era saber que todas esas cavilaciones absurdas no tendrían más sentido de lo que denotaban en mi existencia mundana y totalmente miserable. Esta vida era un horror inenarrable, orquestada por seres oscuros con los peores intereses imaginables. Nosotros, lamentablemente, éramos sus sórdidos y triviales peones. Servíamos a ellos como víctimas y victimarios, como homicidas y suicidas, como observados y observadores… El desgaste y el flujo de emociones cada día se incrementaba, y esto les fascinaba. Se alimentaban de cada una de ellas, sin importar si su connotación era positiva o negativa; ambas fuentes servían a sus fines siniestros. Aunque sentían especial predilección por el sufrimiento y la angustia, ya que llegaban a ellos en formas sumamente variadas y tremendamente abundantes. La especie humana era ideal para esto: recipientes de carne y hueso sometidos siempre a la múltiple y caótica ola de emociones que chocaban en su interior en una infernal y avasallante tormenta.
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Ayer te vi después de tanto tiempo, y supe que, aunque te había amado tanto, ahora solo amaba el ensueño eterno de la muerte. Sí, ya tan solo el fulgor inefable del encanto suicida podía cautivarme más que tu boca inflamada de pasión ultraterrena. ¡Cuánto llegué a amarte, por dios santo! Fue increíble la manera en la que tu místico hechizo de sensualidad y belleza trastornó mi cabeza; todas aquellas madrugadas de desvelos irreparables, añorando únicamente materializarte en mi habitación y fundirme con tu silueta hasta desintegrarnos por siempre en el resplandeciente caos del sol. No obstante, nada de todo esto fue cosa de dos… Mientras yo contigo deliraba, tú en otros cielos te embriagabas de caricias y sugerencias poco piadosas. ¡Ay, si tan solo yo no hubiese cedido de tan grotesca manera a tu magia y tu hermosa mirada lapislázuli! Pero no, estaba escrito con letras de sangre y agonía insoslayable que mi destino habría de estar ligado al tuyo hasta el trágico final de mi alma atormentada… Hasta el día de hoy así fue: hasta el día en que tuve finalmente el valor, la voluntad y la dicha de poder cortarme las venas.
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No sé qué es lo que podría sentir por ti, pero quizá sea la más encomiástica verdad en este pantano inmundo de falacias que se extiende sin cesar. Mis sentimientos hacia ti rayan en la locura, en una especie de psicosis obsesiva que me tiene con el corazón en la mano y los ojos desvelados… ¡Cómo no amarte a cada instante! ¡Cómo no contemplarte y experimentar en mi lúgubre interior convulsiones de frenético impulso sexual! Quiero tenerte aquí a mi lado, tan cerca de mí que el volver a separarnos se sienta como quitarnos la vida. Y que el matarnos juntos sea ya nuestra meta, nuestro ensueño dorado en la catarsis de destrucción hacia la que todo tiende sin reparo. Contigo saborear los licores prohibidos más allá de los rincones extáticos en que se desprenden los anhelos y en que convergen los dolores del mundo onírico; entonces sentir que haberte conocido fue lo más increíble y delirante que me pudo haber pasado, que haberme perdido en tu fragancia incandescente y haber muerto entre tus labios significó para mí el infierno y paraíso unificados en lo eterno y lo indivisible.
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La mayor dicha que he descubierto en este mundo corrupto es la capacidad de no hacer nada en lo absoluto, en ningún ámbito; no relacionarse con nadie ni anhelar lo más mínimo. Esa es, según creo, la más colindante esfera de lo que se interpreta como felicidad. Aunque, por lo demás, puede que yo esté equivocado. Sin embargo, si analizamos lo que hoy en día significa la felicidad en la horripilante y absurda civilización en la que por desgracia nos vemos forzados a existir, nos llevaremos una lóbrega desilusión. El materialismo, el egoísmo, la avaricia, el sinsentido y el vacío enseguida vendrán a nosotros como dardos envenenados que se incrustan en nuestro espíritu y nos dañan sin compasión alguna. ¡Qué asqueado estoy ya de esta vida, de esta sociedad y del ignominioso mono parlante que abunda por ahí! Si yo fuera Dios o el Diablo, no dudaría ni un solo segundo en borrar este mundo por la eternidad; en desfragmentarlo hasta que no restase ni un solo átomo de su repelente esencia. Y entonces que solo reinase el silencio, el cósmico silencio de la muerte y el infinito riendo sin parar. Nosotros exterminados en un santiamén, erradicados sin misericordia de una realidad aberrante en la que todo lo que hicimos no significó nada ni sirvió para nada. Pero aún no es tiempo, supongo; esperemos a ver cuándo entenderemos, aceptaremos y nos entregaremos a esta gran y sublime verdad.
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Encanto Suicida