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Encanto Suicida 40

Aquellas tardes silenciosas en mi triste habitación, tirado en la cama, brutalmente ebrio y anhelando el suicidio con todo mi ser eran una inaudita tortura; mas eran, al mismo tiempo, las más deliciosas oportunidades para recalcar la inutilidad de mi existencia y la trivialidad de mi estúpida humanidad. ¿Cuántas tardes más podría soportar así? ¿Hasta cuándo reuniría al fin el valor suficiente para tomar la navaja y cortarme las venas con magistral algarabía? Las paredes serían salpicadas y decoradas con todos mis lamentos, con la infame agonía que siempre fluyó por mi lóbrego ser. Y entonces ya no habría ningún otro tormento, ningún otro asqueroso mono volvería a fastidiarme con su aberrante presencia. Finalmente, podría decirse que habría saboreado la auténtica y única libertad a la que podemos aspirar seres tan inferiores e insustanciales como nosotros: la de la muerte.

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El acontecimiento más importante de mi vida fue cuando intenté suicidarme siendo un niño aún, pues desde entonces nada interesante me ha ocurrido. El valor de abrazar la verdad se ha extinguido conforme he crecido, pero espero algún día reencontrarme con mi destino. Y espero tener la fuerza suficiente y la voluntad perenne de dejarme abrazar por la exquisita fragancia de la muerte, por aquello que siempre más he añorado y que hasta ahora no he conseguido: desaparecer por completo, esfumarme para siempre de este mundo patético y todas sus falacias abyectas. No puede atraparme más este laberinto de cruento sufrimiento, de peligrosa dulzura que busca corromper mi resistencia más profunda. Sé que el anhelo más sincero de mi alma no es permanecer, sino desvanecerme para jamás retornar. En la eternidad de la nada y el infinito aroma del vacío quiero yo descubrir quién soy en realidad y qué me ha impulsado a venir aquí para experimentar tanto sinsentido y estupidez sin límites. Yo no pertenezco a esta anómala dimensión, yo no soy parte de este plano anodino en el cual las emociones solo sirven para ser aún más infeliz hasta la tumba donde felizmente los gusanos mascarán nuestra carne putrefacta y todavía demasiado humana. Morir siendo parte de la pseudorealidad es lo mismo que nunca haber vivido, pues simbolizaría incluso un retroceso en nuestro sendero hacia la máxima evolución de las formas, sonidos y colores en el centro del caos supremo.

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Después de haber intentado desprenderme de todo deseo solamente me quedó uno, el cual no podía hacer desaparecer sin sentirme tan miserable: el de abandonar este mundo para siempre. La maldición había sido consumada sin mi más mínimo consentimiento: mi nacimiento. No me había sido concedida la oportunidad de elegir, de decidir si quería o no existir en este mundo ominoso e infernalmente absurdo. ¡Cómo detestaba a la humanidad, incluso a la mía y quizá hasta más! Me odiaba por ser lo que era, por poseer una forma física y sentirme atrapado en esta realidad tridimensional. Era víctima irremediable del tiempo y verdugo de mis sentimientos acumulados después de tantas desgracias y vomitivos encuentros con las sombras del desamor y la nostalgia perenne. ¡Demoniacos delirios abundaban en la constitución de mi mente terrenal, privada de toda oportunidad para acariciar la infinita cortina de perspectivas y posibilidades solo aptas para la consciencia divina! Entonces me deprimía atrozmente, me ensimismaba tanto en mi inmutable miseria que no podía siquiera contemplar un poco de todo aquello que me rodeaba y que parecían querer susurrarme un mensaje de sublime iluminación. Yo estaba destinado a la tragedia, a la melancolía y al sufrimiento espiritual; no sabía por qué ni para qué, solo sabía que así había sido determinado y que rechazarlo sería equivalente a abrazar la náusea de lo humano.

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# Desear a una persona por encima de aquella a quien se cree amar, al igual que tantas otras conductas controvertidas, no es ningún pecado. El verdadero pecado, me parece, es no aceptarlo y condenar en otros aquello que nosotros mismos anhelamos en el fondo de nuestra putrefacta esencia humana. No cabe duda de que la principal característica del ser es el autoengaño, pues por medio de él no solo continúa su absurda existencia, sino que envenena la de otros. ¿Con qué derecho el mono se adjudica el blasfemo derecho de reproducirse y crear más esclavos? Pero si estos animales supuestamente conscientes son incapaces de no alimentar a la pseudorealidad; la aman y la necesitan más que el aire que respiran o el agua que beben. Es inútil intentar salvarlos, porque incluso terminaríamos por destruirlos. Para ellos la miseria es equivalente a la felicidad y no logran atisbar aquello que yace por encima de sus miradas consumidas y mentes adoctrinadas. En cierto modo, me parece natural que así sea… ¿Para qué intentar salvar a la humanidad? ¿Qué ganaríamos con ello? Si desde el comienzo quizá fue decidida su condena, sería una necedad de pésimo gusto contradecir tal voluntad.

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Mi mayor motivación en la vida ha sido la idea de matarme, gracias a eso he conseguido purificarme un poco de toda la porquería que infecta la existencia de esta raza miserable a la que tristemente pertenezco. No podría ya pensar de otra manera y acaso nunca pude; en cualquier caso, ¿por qué tendría yo que cambiar mis perspectivas y no la humanidad entera? ¿Es que acaso todos ellos eran superiores a mí? ¡Claro que no, mil veces no! Al contrario: yo era absolutamente superior a cada uno de ellos, sin importar de quién se tratase. Si existía algo como un ser superior, divino o un dios, entonces solo hacia él querría yo dirigirme y solo a él querría parecerme. No aceptaría que nadie más estuviera por encima de mí, sin importar sexo, religión, raza o intelecto. Todos eran, al fin y al cabo, títeres de la pseudorealidad; enfermos de poder y adictos a la pesadilla de la vida. Mi existencia, por así decirlo, era algo horrible; pero la de ellos era algo aún más horrible. Podía yo soportarme a mí mismo por algún tiempo, pero a ellos no podía ya soportarlos ni siquiera por unos instantes. Ciegos y necios, esclavos de sus impulsos y carentes de amor propio. Creían ser superiores, pero solo eran bufones de la eternidad a quienes la muerte aniquilaría del modo más indiferente.

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Tener sexo era el único motivo, además del suicidio, que encontraba para no ser yo por más tiempo. Hacía tanto que no me relacionaba con nadie, que no fornicaba y que me parecía una tontería el acto carnal de pegar el cuerpo con el de alguien más. Prefería la masturbación, porque así al menos podía asegurarme de mi propio placer sin preocuparme por el de nadie más. ¡Que todos se fueran al diablo! Yo no volvería a besar, tocar ni tener intimidad con ningún otro ser humano jamás. En todo caso, si existiese un paralelismo posible, quisiera hacerlo con una entidad superior y más allá de esta naturaleza infame que es la humana. Pero sé que eso no es posible, que yo soy solamente un error que por alguna extraña razón tuvo que venir a este mundo horripilante y soportar la humillación de la existencia carnal. ¡Oh, castigo divino! ¡Oh, sempiterna agonía! ¡Oh, infinito malestar! Tantas son las dudas que me atormentan y me hacen alucinar en plena psicosis depresiva y sin que nada ni nadie pueda escucharme ni mucho menos ayudarme. Y recuerdo que estos estados de avanzada esquizofrenia suicida siempre se incrementaban durante las pocas interacciones sexuales que alguna vez tuve y que, ciertamente, jamás pude disfrutar en plenitud. Quizá yo no había sido hecho para eso, pero entonces ¿para qué?

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