El ser siempre añorará embarazar a la mujer que no ama, a aquella que repudia con todo su corazón, pero que desea sexualmente sin parangón. Y, asimismo, será incapaz de aceptar que aquella a quien cree amar no lo llevará nunca al éxtasis del placer ni nada parecido. De ahí que la infidelidad anide en su corazón como un ominoso gusano y corroa cada uno de sus sombríos pensamientos día y noche hasta haber consumado el acto prohibido que habrá de liberarlo, aunque solo temporalmente, de su inmanente y sempiterna oscuridad.
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El amor verdadero jamás compaginará con el desenfreno sexual, pues se debe decidir entre ser feliz o ser sincero. Y en el ser, ciertamente, tal capacidad de decidir está sumamente atrofiada por cada impulso y emoción que trastorna su razón. Por ello, la infidelidad, así como tantas otras condiciones, es únicamente el resultado de la más infernal de todas las contradicciones que atormentan nuestra humana consciencia.
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La infidelidad es la condición natural del ser en su estado más puro, en su psique más propia y en su placer más interno. Y, si viene acompañada por el homicidio… ¡Oh, inefable e inigualable deleite!
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Todos aceptamos haber sido alguna vez partícipes de una sepulcral conspiración para engañar temporalmente a los sentidos y no recurrir al suicidio, pero ¿quién ha consolado el lamento de la criatura que domina su interior y carcome su espíritu entero? ¿Alguna vez ha alguien se le ha ocurrido atisbar más allá del abismo de su locura y descubrir que lo malvado también es digno de ser amado?
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Y si el amor fuese lo más horrible de este funesto mundo, incluso así los triviales seres que lo habitan buscarían experimentarlo, poseerlo y exprimirlo, pues eso los haría sentir un poco menos irrelevantes. El amor, aunque es el más terrible de todos los autoengaños posibles, es acaso la única cura posible para todos los males que atormentan al ser y a su triste realidad.
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Encanto Suicida
