Muchos días ya tirado en cama, pensando, dándole vueltas al mismo asunto sin llegar a nada concreto, sin obtener datos que ayuden a decidir plenamente. ¿Vale o no la pena existir? Es decir, ¿es o no todo irrelevante? ¿Es la humanidad algo épicamente absurdo o tan solo el desvarío de alguna entidad suprema demasiado arrogante? Bueno, era inútil seguir con la tortura, al menos debía darme un poco de descanso. Tampoco había comido en días, y me sentía cada vez más deprimido y triste. La vida sabía muy mal y la idea del suicidio me asediaba a cada instante. Una galaxia de palpitantes sensaciones me desgarraba el pecho, me hacía experimentar un sentimiento de pertenencia al vacío como ningún otro. Ya no quería nada, tan solo odiaba mi humanidad, odiaba volver a mí de nuevo.
No voy a negar que tal vez extrañaba sus labios y manos más de lo que quería aceptarlo en realidad. Pero ya demasiado tiempo había transcurrido desde su absurda partida, y ahora era ya tolerable esta amarga soledad que me hacía compañía en cada noche de divagaciones suicidas. También la navaja y la soga solían permanecer en un rincón de aquella pringosa habitación, esperando el momento adecuado, el quiebre total de mi endeble y asquerosa humanidad. Solo la extrañaba un poco más de lo normal cuando la desesperación de existir y la melancolía de las tardes lluviosas se conjugaban en una desastrosa tormenta de ironía mal disimulada que perforaba mi alma. Esto, sin embargo, no era razón suficiente para que saliera de mi ostracismo y fuese a buscarla como un demente que requiere su maldita medicina.
No, ya no era así. Supongo que era parte de una realidad trastornada el aceptar que ella no aparecería más ni tampoco volvería a rozar sus lozanos y escarlatas labios. Me quedaban demasiados recuerdos, pero todos inútiles y putrefactos; todos con ese sutil matiz de pesimismo tan común de experimentar cuando solo la tristeza impera en el interior. Y era una tristeza de tal magnitud, de tan desproporcionadas dimensiones que me preguntaba si realmente bastaría con el suicidio para poder deshacerme de todo y extinguirme en el vacío. A veces ni yo sabía lo que me pasaba, pero creo que poco a poco fui perdiendo el interés por todo, incluso por mi bienestar. Fumaba, bebía y me drogaba diariamente, más de lo que podía soportar. Pero, en cuanto el efecto desaparecía, volvía esa infernal realidad donde detestaba existir. En cuanto amanecía, me lamentaba y me reprochaba mi inutilidad al no poder morir, pues verdaderamente no tenía ningún sentido vivir un día más en esta cárcel humana.
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Locura de Muerte