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La Agonía de Ser 60

En realidad, la muerte solo es importante mientras estamos vivos. Una vez que morimos, ya nada importa, ni siquiera haber muerto. Tampoco haber vivido hace gran diferencia, puesto que la vida y la muerte pueden solo ser un espejismo que atraviesa nuestra mente inconsciente por algo parecido a un sangriento fragmento del caos más atroz y siniestro. Querer entender la incomprensible anomalía de la existencia humana puede solo conducir a un estado parecido a la esquizofrenia suicida que, en ocasiones, atrapa nuestras almas con voraz vehemencia y elocuencia infame. Ojalá algún día la humanidad pueda percatarse de sus inútiles intentos por trascender, de lo irrelevante que resulta cada uno de sus pasos y de la colosal ignorancia en la que se ahogan sus doctrinas incompetentes y filosofías más queridas. No somos sino carcomidos fragmentos del infinito colisionando una y otra vez hasta quedar satisfechos de tanta vida y tantos lamentos de amargura insensata… Tanta muerte también opaca nuestro espíritu insaciable de experiencias dolorosas y atroces, de ensoñaciones en las cuales podemos desprendernos efímeramente del origen supremo e inmortal.

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Después de todo, no podemos culpar a la humanidad por ser tan estúpida, puesto que quizá tal condición esté tatuada en lo más profundo de su ADN. Nosotros también somos demasiado humanos todavía, demasiado ingenuos como para percatarnos de la vil inmundicia que infecta nuestras almas, cuerpos y mentes cada día que decidimos no quitarnos la vida. No sé si la muerte sea siempre lo mejor, pero para mí lo es ahora y seguramente lo será por mucho tiempo en los próximos años de mi insustancial y melodramática miseria. ¿Quién carajos soy yo? Eso es lo que nunca he sabido y lo que nunca sabré, aunque me mirase en aquel espejo multidimensional por la eternidad… La razón y el alma no pueden sino hallarse en una querella constante y funesta, porque ambos combaten por el dominio sobre la carne y las emociones que impregnan nuestra temporal consciencia. No podemos recordarlo, no podemos ver con claridad el dorado amanecer ahíto de manantiales luminiscentes que coronan los cielos purpúreos… ¡Entonces mejor morirse cuanto antes! ¿Y si la muerte no responde nada? Da igual, tampoco la vida lo hizo… La incertidumbre, la bestial y todopoderosa incertidumbre; he ahí lo que tanto daño nos hace y de lo que deberíamos reírnos sin parar como unos auténticos dementes.

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Para las personas es indispensable reunirse y convivir con otras personas que tengan su mismo nivel de estupidez o más, pues así se sentirán protegidas y libres de esparcir sus tonterías. De hecho, a esto es a lo que coloquialmente se le llama tener química con alguien… No podría sino sentir infinita náusea ante estos sórdidos desvaríos, ante esta argucia de fatalidad extrema mediante la cual la humanidad trata de justificar su horrible peregrinaje por esta dimensión extraña y lúgubre. No comprenderé jamás nada, muchos menos algo concerniente a mí mismo. Y creo que ni siquiera vale la pena tratar de entender otra cosa, puesto que solo nos tenemos a nosotros mismos y a nada ni a nadie más. Es una mentira cruel asumir que otros nos acompañarán en nuestro grotesco sendero hacia la realización espiritual y mental, porque este sendero, como muchos otros, supongo, debe ser exclusivamente recorrido en la más absoluta y hermosa soledad. De no ser así, ¿qué caso tendría? ¿Para qué conocer, comprender e intentar ser algo que tan solo contribuirá a alejarnos del descubrimiento más importante? Es decir, de quienes somos en realidad y para qué diablos se nos ha concedido este efímero periodo en este plano material y absurdo.

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No hay peor sensación que saber que mañana, con una gran probabilidad, continuaremos existiendo sin ningún sentido en esta miserable y patética realidad humana. La angustia que esto me produce, ciertamente, parece salida solo de la más magnífica película de horror y tragedia alguna vez conocida… Un nuevo martirio que habrá de arrebatarme mi espíritu, mis emociones y mi corazón; una nueva condena de dolores, miserias y locuras aguardando el instante perfecto para abalanzarse sobre mí y trastornarme la cabeza otra vez. Cada tarde pienso en mi desaparición absoluta, en todo lo que ello conlleva y me encanta la manera en la que siempre visualizo mi funeral: todos llorando y vivos todavía; mas yo sonriendo y finalmente en los brazos de mi eterno e imposible amor, de la muerte. ¡Ay, que llegue ya ese lóbrego momento! ¿O es que deberé más bien yo dirigirme hacia él haciendo uso de toda la voluntad de la que soy capaz?

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Lo que me ocasionaba una profunda y acérrima depresión era existir en sí. Sí, así es: tan solo el mero fenómeno de la existencia me deprimía, asqueaba y trastornaba. ¿Por qué? No lo sabía con certeza, pero es que simplemente no podía concebir como una existencia tan estúpida y trivial como esta podía ser posible, ni mucho menos podía atisbar que toda esta inmundicia tuviera un propósito. Así pues, no importaba si la existencia era buena o mala; el problema, en esencia, consistía en que la existencia no era algo que debiera existir. La contradicción estaba implícita en el tiempo mismo, en lo que era el acto como tal. Y resultaba curioso que, para vivir, precisamente no se requería de ningún requisito en particular. La existencia estaba matizada de todo tipo de personas, colores, sabores, sonidos, sufrimientos, alegrías, desgracias, fortunas, mentiras y verdades… El caos y el orden parecían entrelazarse de una manera imposible de discernir, así como el bien y el mal. Lamentablemente, el desbalance era ya demasiado y nuestras almas estaban ya demasiado arruinadas por la pseudorealidad. Era ahora momento no de continuar con elucubraciones superfluas, sino de tomar la navaja y hacer añicos lo poco que aún quedaba de nosotros.

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La Agonía de Ser


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