Casi todos están seguros de existir, es normal. Pero casi nadie intuye lo que yace debajo del velo de la sombra que no se atreven a liberar con tal de no hacer a un lado su humanidad; no ser uno mismo parece circunstancial, aunque sea lo único a lo que podamos aferrarnos en nuestro inadecuado ensimismamiento mental. Nuestra ironía termina siempre por devorar lo poco de sublime que aún no nos es extirpado por la pseudorealidad… Y entonces ¿qué más queda sino llorar, sangrar y fornicar con nuestros propios fantasmas? Al menos hasta que ellos también se depriman ante nuestra inutilidad y nos abandonen como también lo hace en ocasiones nuestra adorada soledad.
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Ya hemos desperdiciado bastante de un sacrílego parpadeo que no nos pertenece y que jamás lo hará, ¿no es tiempo ya de hacer que la muerte de nosotros se apodere? ¿No es acaso un sinsentido inmenso prolongar nuestra estancia en este plano anómalo por un temor compartido con el infame rebaño? Si fuésemos distintos, ya nos hubiésemos matado desde hace mucho y con mayor razón dadas nuestras divinas reflexiones; mas aquí seguimos, pedaleando todavía este triciclo descompuesto y añorando algo que bien sabemos no puede ser. Nuestra verdad es también nuestra condena, un tormentoso aguacero que quema nuestra consciencia al mismo tiempo que la purifica. ¿Hasta cuándo, mi amigo? ¿Hasta cuándo permitiremos que el silencio siga escondiéndose de nosotros y que la suerte prevalezca por encima de nuestra humana voluntad?
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Solo un paseo por un inexplicable giro de desgracias y alocadas mentiras, un tragicómico intercambio de energía cuyo sentido no era posible discernir; un encomiástico flujo de podredumbre y tenues pensamientos suicidas, un conjunto de sombras persiguiendo destinos vacíos y mendigando sentimientos impíos. Al menos eso decía el principio del manuscrito que encontró el primer dios verdadero que acabó con la humanidad y desterró para siempre la vida. ¿No estaba él también loco? ¿No era un amante de la crueldad y, por ello, prefirió prolongar sin sentido la destrucción de este abundante mar de incoherencias y lamentos? ¿Cuáles fueron sus últimas palabras antes de desfallecer y dormir por siempre? Y nosotros, aquí sentados y enmohecidos de tanta tristeza, ¿creeremos aún en sus profecías inconclusas?
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Lo vi detrás de la montaña dorada; era una criatura majestuosamente alada de la que jamás había hablado a nadie, pero ahora no tiene caso ocultarlo. Quisiera dar más detalles, pero su figura no era de este mundo, tampoco sus colores ni sus sentidos. Lo único que he de decir, pues lo demás lo imaginarás cuando caiga el imperio del demonio divino, es que está conectada a la muerte de cada ser que ha pisado este mundo; al que, por cierto, ya no viene porque al fin la verdad ha conseguido. Su alimento éramos nosotros, pero cesó el influjo y tuvo que irse muy lejos; se parapetó en los confines del cosmos y prometió no volver. Nosotros no queremos que vuelva tampoco, estamos mejor así: ebrios de humanidad y tan lejos de la verdad.
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Estoy convencido de que no llorarás cuando la sangre caliente se derrame en las piernas de la amante poseída. Realmente nunca quise que el dolor consumiera la única cosa bonita que tomaste de mí el día en que abriste la herida, el fatal atardecer donde los sentimientos suicidas se desbordaron en mi interior tras haber contemplado la traición de la pintura encarnada. Las horas posteriores a mi muerte deberán ser motivo de felicidad y enjundia para ti, mi eterno e imposible amor, pues en ellas deberás saborear el cáliz derramado debajo de tus piernas y que yo mismo vertí tantas veces en mis ojos. Las sombras han sido misericordiosas conmigo, pero ya no más. El momento se acerca, tu boca y la de alguien más se mezclan con memorias que sería mejor destinar al abandono eterno y a la desesperación de los sueños muertos.
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La Execrable Esencia Humana