Para intentar cambiar esta miseria se podría empezar por destruir algunas cosas: la religión, los gobiernos, las industrias, las compañías, los bancos, los espectáculos, los deportes, la música, el cine, la televisión, los automóviles, las cárceles, los dioses y, principalmente, el dinero. Pero no, el ser ya está demasiado corrompido como para intentar tal catarsis; ya su alma apesta a intrascendencia y supura putrefacción absoluta. Un nuevo diluvio resulta indispensable, pero esta vez que nada surja después; esta vez solo habrá destrucción sin fin, encumbrada por el tiempo y dispersada por la magia del eterno caos existencial. El ser ya no será parte de nada, pues en verdad nunca debió de haberlo sido. Todo lo que en él había de bueno no sirve ya y no será recordado por nadie. Sus obras caerán, sus templos serán meras reliquias de una época innombrable y su imperdonable tragicomedia no volverá a proyectarse en ningún otro absurdo teatro sin importar cuántas veces se reinicie el universo.
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Entonces se procedería a averiguar y erradicar el verdadero mal del cual todo lo anterior son solo sus más superficiales capas, ese que maneja los hilos de los títeres que el rebaño considera líderes y que han implantado la pseudorealidad para preservar la agonía más sórdida. Lo único que presiento es que, al fin y al cabo, nada de lo actual sobreviviría a este proceso de purificación y entierro del origen recalcitrante de todo lo malsano: el ser humano. La condena que sobrevendría no tendría precedente alguno; los desiertos mismos vomitarían todos los escorpiones sobre las cabezas de los decapitados y las lagunas se secarían para absorber el llanto de las mujerzuelas todavía no reencarnadas. En tétricos ensueños he vislumbrado la locura de los dioses y me han suplicado que permanezca cuerdo ante sus desvaríos y sus insólitas ocurrencias. Las revelaciones caerán como gotas de lluvia y empaparán a los falsos creyentes mientras sus rodillas se pegan al suelo y sus manos son devoradas por el azar. En todo esto puede que haya algo de sabiduría, algo de auténtica esperanza, pero nunca un mañana donde vuelva a reinar la triste humanidad. Nosotros así lo hemos propiciado y así es como hemos terminado de asesinar a dios, al diablo y hasta a nuestra propia esencia.
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El que ve más allá es capaz de desfragmentar la sombra de la eterna dualidad, pues comprende los esbozos de la verdad inhumana que solo se revela ante los ojos de los más inmarcesibles buscadores. No ha sido abierto el cofre para que cualquiera sumerja en él sus narices repletas de presunción y creencias funestas. Tal vez solo quien se mata en el halo de la desesperación pueda atravesar los sólidos muros de aquella inhóspita ciudadela con la que tantas veces he alucinado y en donde tantas veces se ha metamorfoseado mi ser. La tragedia del cántico estelar atraer a algunos curiosos, pero son todos demasiado innobles y muy altaneros para apreciar la belleza de aquella pintura multicolor. ¿No resulta acaso bastante evidente que aún no estamos listos para otro mundo? ¡Es esta nuestra realidad, aunque busquemos escapar de ella y deseemos con vehemencia iluminar nuestra mirada con el sol y las estrellas de algún remoto lugar más allá de nuestra extasiada imaginación!
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Es como querer ver limpio a un puerco: carece de todo sentido, pues se ensuciará de inmediato una y otra vez. Lo mismo pasa aquí: no tiene caso que la gente imbécil y absurda viva en un mundo diferente, pues lo echará a perder sin importar si ese mundo es puro y sublime. En conclusión: el ser corromperá tarde o temprano cualquier paraíso o infierno y lo tornará en algo mil veces peor. Hasta que el ser no esté dispuesto a destruirse desde lo más profundo de su miserable constitución, no se puede hablar de un cambio verdadero. Da igual cuánto nos esforcemos, el resultado parece ser siempre el mismo: egoísmo, sed de poder e inconmensurable sufrimiento. Me pregunto si alguien se burla de nosotros, acaso el destino. Es solo cuestión de tiempo, supongo. Aun así, estar agradecido me parece cosa poco valiosa; preferiría, en todo caso, sentirme un poco menos triste al reflexionar sobre la inutilidad de mi existencia y lo efímero de mi bestial aburrimiento.
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La vida tenía demasiadas cosas absurdas como para que valiera la pena experimentarla; demasiada irrelevancia corría por sus venas y hasta el tiempo parecía estar asqueado de ella. La muerte, al no tener tal vez ninguna fortuna o desgracia conocida, resultaba mucho más atractiva con su misteriosa abstención y cruel apatía, pues compensaba todo lo execrable en este plano con un olvido eviterno. No sé si entonces debería precipitarme hacia ella, víctima fatal de una caída imposible de evitar; siniestro testigo de múltiples homicidios internos en los cuales mi desesperanza se solidificó y se apoderó de mis entrañas. El desgaste producido imploraba por la crucifixión final de todos mis antiguos yo; de esos blasfemos impostores para los cuales el martirio significó siempre el bien supremo. ¡Oh, si fuera posible escapar por unos momentos de esta realidad, de este cuerpo, de este abismal y melancólico yo!
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En la existencia del ser solo hay verdaderamente sufrimiento y tristeza, nostalgia y desasosiego; mas ¿es que acaso podría esperarse algo diferente de esta condición insana y mísera llamada vida? ¿No deberíamos saber, de antemano, que solo la muerte es la única asesina de esta atroz y vil mentira? O ¿es que acaso esperamos abrazar eternamente este intrascendente ciclo de supuesta e insana evolución? Solo se vive una vez, pero no se debería de vivir ninguna vez. Claro está que nacer es la maldición más cruenta que podamos experimentar y que morirse debe ser el orgasmo divino al que estamos destinados todos sin excepción. Mientras tanto, solo con mi soledad reír; tirarse en cama y mirar la lluvia caer con lóbrega añoranza… Suelo, asimismo, recordar irónicamente que hace mucho mi sonrisa se difuminó en las nubes grises y que mi esperanza fue raptada por la incertidumbre y el ayer. No queda nada sino terminar con todo; no hay nada que añore más sino silenciar para siempre las voces en mi cabeza y abrazar con todas mis fuerzas el resplandor que en mis sueños se hace llamar dios-demonio suicidio.
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La Execrable Esencia Humana