El incisivo malestar de existir ya no podía ser contenido mediante la poesía, el arte ni la música. La literatura y la filosofía mínimamente me consolaban, pero palidecían ante las rabiosas embestidas de mi deprimente y nostálgica naturaleza. Las fantasías consideradas como beldades de la humanidad no hacían sino divertirme; ante ellas me desternillaba como un alienado y luego regurgitaba como un borracho del diablo. Lo más sagrado e importante era una estupidez en la sordidez de una raza tan pestilente y aciaga cuya reproducción aborrecía; y, por tales motivos, ni el bien ni el mal me complacían. Todo era un engaño, una pantomima perfectamente confeccionada para atrapar nuestras mentes con su telaraña fulgurante y anómala; para atrofiar nuestras consciencias con sus infinitas ramificaciones de sinsentido e irrelevancia extrema. La pseudorealidad era demasiado poderosa, tanto que, en ocasiones, simplemente la tristeza parecía ser el único refugio.
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Los grandes hombres y sus supuestas y geniales contribuciones tan solo representan el desesperado intento de lo que está destinado a perecer en la agonía de su miseria y en el absurdo de su existencia. ¿Cómo tolerar a la estúpida humanidad cuando ni siquiera se acepta dicho concepto en uno mismo? ¿Cómo amar a los tontos humanos cuando no hago sino detestarme todo el maldito tiempo? Eran cosas imposibles lo que se me pedía; imposibles desde que la realidad resultaba ser una tragicómica pesadilla en la cual uno no podía sino enloquecer o matarse. La existencia era una anomalía, una insensatez cuya maldición se extendía hacia todos los rincones del tiempo. Y nosotros, ¡ay, si alguna vez pudiésemos vislumbrar lo que yace en el fondo del ridículo pilar del que creemos sostenernos!, no me queda la menor duda de que nuestra cordura se convertiría en nuestro mayor demonio. Quiero morir cuanto antes, esa es la verdad. Ya no me interesa la vida de nadie, mucho menos la mía. Solo quiero desvanecerme en el ocaso de los sueños rotos y hundirme en la penumbra donde ni siquiera las estrellas más resplandecientes pueden brillar por un largo tiempo.
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¡Qué irónico! Las personas constantemente se aferran a sus inadmisibles y abyectas vidas, aunque no sepan para qué ni por qué. Y la vida, al final de todo, solo les destina la muerte; como si anhelase verse purificada de tan repugnantes criaturas en el éxtasis de la destrucción. Meros disparates humanos son esos que hablan de un sentido, de un camino o de una razón para vagabundear por aquí. Y, de ser reales, resulta fehaciente que hemos errado tales propósitos superiores con nuestra infame forma de vivir y la ignorancia detrás de la cual nos cobijamos cuales viles animales preñados de horror, avaricia y materialismo. Nosotros mismos nos hemos encargado de aniquilar cualquier posible sublimidad; ni siquiera el diablo tiene ya algo que ver en esto, pues hasta él se ha hartado de nuestra execrable esencia. La gran interrogante es: ¿cómo podemos seguir existiendo así?
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Cuando el amor más puro se torna eterno es entonces el momento para glorificar el último encuentro, el instante predilecto para ahogar cada una de nuestras plegarias en el tormento de la suprema metamorfosis. La acendrada virgen de ojos púrpuras no dejará de sollozar mientras en la oscuridad se parapeten nuestros deseos inconscientemente implantados; son ellos quienes nos encadenan y somos nosotros quienes los hemos alimentado por tanto tiempo. El crepúsculo se acerca y son pocos los relojes que aún nos restan por vaciar; son demasiadas las cosas que aún debemos asesinar en nosotros. No creo que triunfemos; es más, estoy seguro de nuestra caída. Tan seguro estoy que prefiero suicidarme antes de contemplar a la muerte salir de su bello lecho para hostigarme con insinuaciones onerosas de perdón y aflicción fingida. Yo iré a su cueva, ahí donde tiene secuestrada mi alma, y le diré: ¡oh, muerte! ¡oh, vida! ¿Es que de esto se trataba todo? ¿Es que en mi huida me olvidé de lo más importante? ¿Es que mi vida y mi muerte fueron solo una triste e incierta despedida?
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Una vez el relámpago del amor alborotó el corazón del poeta suicida y entonces tuvo éste el valor y la confianza para poner fin a su desdichada vida. Sí, a una vida tan asquerosamente trivial que hasta la muerte vomitó sin cesar cuando aquel infeliz se sumergió en su dolorosa bienvenida. Los ecos del olvido vinieron entonces acompañados de mariposas sombrías que reían en el funeral prohibido; ¡antes cualquier otra cosa que sonreír ante esos hipócritas consumados! Mejor hundirse en la tierra, tragar gusanos y escupirlos en la cara de los dioses cuando mis pecados sean consagrados. ¿No parece esto una situación demasiado incómoda? Tomen asiento todos los presentes, pues recién comienza el réquiem del vacío; ese dulce almizcle precursor de la locura de muerte. Me voy para siempre, pero dejo constancia de mi melancolía mediante un último suspiro en el cual están contenidos todos los días que añoré la inexistencia y que fui ignorado por la vida.
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La Execrable Esencia Humana