Prefiero destruir que crear, esa es la verdad. Lo primero me resultaría glorioso y un acto divino, lo segundo ya ha demostrado ser solo un error asqueroso y miserable. Extinguir a la humanidad sería compasivo sobremanera, debería torturársele por su inherente adoración e inclinación hacia lo banal y lo absurdo. Aunque creo que la vida ya lo hace con sus constantes ultrajes y ominosas imposiciones; de ahí que todos seamos sin excepción alguna sus marionetas predilectas. ¿Qué tanto estamos dispuestos a aguantar? He ahí una pregunta demasiado difícil de responder, al menos de manera general. Unos enloquecerán, otros se ahogarán en la bebida, en el juego o en cualquier sustancia, otros buscarán consuelo en las mujerzuelas y los antros, otros lo buscarán en bibliotecas, conocimientos humanos o ideas superfluas, otros se adentrarán en cosas místicas, religiones caducas y cultos infames. No importa en realidad a lo que unos u otros se entreguen, pues todos sin excepción partirán del mismo origen y tendrán el mismo fin… A saber, el eterno y dual ciclo dominado por los únicos dos dioses que logro reconocer aquí: el sufrimiento y el aburrimiento.
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La ciencia y la literatura no son para nada ningún indicativo de superioridad o intelectualidad en las personas; tan solo son representaciones fútiles de un sinsentido considerado de manera más razonable, de una quimera un poco menos común que indudablemente puede encantarnos durante un largo tiempo. Mas el engaño, como en cualquier otra humana concepción, seguirá imperando muy en el fondo. Resulta intrincado en demasía atisbar esto cuando la venda nos la hemos apretujado con fuerza y cuando queremos mantener los ojos cerrados por conveniencia. En nosotros mismos está la clave, sea para bien o para mal. ¡Pobres de todos aquellos que esperan ser salvados por alguna inexistente deidad! Jamás creí que la humanidad pudiera alcanzar límites tan insospechados de divina estupidez, mas parece que, ciertamente, yo estaba tristemente equivocado.
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Mi felicidad sería la destrucción de la humanidad, incluida, desde luego, la mía. Este precioso suceso me llenaría de una alegría incuantificable, pues simbolizaría aquello que tanto he anhelado en mis más desconcertantes paseos oníricos por aquella meseta de lúgubre talante. Ya no quiero entender nada, puesto que nada hay que entender en lo que resulta efímero e insustancial por naturaleza. Solo se puede añorar el fin y terminar de enloquecer ante la brutal experiencia del caos y el eterno presente. Mas ¡cuán irrelevante se torna todo esto mirándolo de frente! Todos los problemas de esta existencia inservible, de esta pseudorealidad anómala y de esos monos parlantes cuya arrogancia parece ser solo comparable a la del universo. ¡Ay, si fuera posible desvanecerlo todo en este preciso instante para contemplar un precioso desierto de huesos y sangre! La misericordia de algún extraño dios debe ser muy grande, ya que no osa intervenir ni apagar de una vez por todas el sol a quienes viven ya solo de puras tinieblas.
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Dormir significa una libertad que solo será superada con la primorosa esencia de la muerte, una conocida solo por los suicidas sublimes. En el placer de la aventura onírica puedo desenvolverme y alucinar con todo tipo de semblanzas resplandecientes y colores más allá de la humana percepción. Todas mis limitaciones se desvanecen y la algidez del tiempo condensando me cosquillea el alma. Las caricias de aquellas criaturas se desbordan en encomiásticos regalos cuyo valor no puede ser medido ni juzgado por los juicios del mundo terrenal. ¡Oh, quisiera permanecer en aquel delirio por siempre! ¡Oh, quisiera nunca abandonar aquel arrebol de feroz alegría en la cual puedo olvidar temporalmente la infeliz desdicha de mi patética vida!
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Lo que más temería al morir sería saber que estoy muerto, pues sé que estoy vivo y esa es la causa de todo este malestar y desdicha que se transmutan en agonía bárbara y recalcitrante, en un infinito estado de náusea y melancolía impertinente. Mas debo sobreponerme a todas mis fantasías y a los incipientes colmillos del día a día que mastican mi carne con voraz ferocidad; debo caminar firmemente hacia el final del arcoíris y despedazar al guardián de tres cabezas de serpiente que me impide la evolución. El todopoderoso dios de los abismos cuyas cadenas invisibles nos someten a todos y cuyas mentiras nos encantan sobremanera es aquel mismo ante el que nuestra luz no debería apagarse jamás. ¿Qué hacemos aquí? ¿Es que todavía no lo comprendemos? ¿Es que aún esperamos algo bueno de este cerval y humano infierno?
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Posiblemente sea cierto: el amor siempre conserva de los corazones aquello que los pensamientos no alcanzan a conquistar. Los incomprensibles mecanismos de su locura inmaculada son los que querríamos saborear hasta nuestros días finales, aunque la fatales contradicciones de su naturaleza siniestra nos envuelvan y nos trastornen más de lo esperado. En realidad, el amor es independiente a nosotros y nuestras querellas internas. Nacerá sin haberlo solicitado y morirá sin haberlo asesinado; es casi tan ajeno a nosotros y tan superior como el tiempo. Ante él solo nos queda doblegarnos, secarnos las lágrimas y pedirle que jamás vuelva a nuestro lado.
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La Execrable Esencia Humana