Odiar a nuestros semejantes por encima de todo, más que una necesidad, es una obligación. No existe perdón para aquel patético miserable que se atreva a proclamar amor a otro ser humano, pues sería, sin duda, el mayor sacrilegio alguna vez acontecido.
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No hay necesidad de luchar o apresurarse por algo, puesto que, en realidad, no hay ningún lugar por alcanzar ni ninguna meta por lograr. Todo es solo un autoengaño que nos hacemos para pretender que nuestra intrascendencia no es tal, para mitigar por unos instantes la sombría desesperación que nos retuerce las entrañas cada absurdo amanecer.
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Decir que aceptemos esta insana (pseudo)realidad, como tantos predican, es tan solo otra estratagema más para obligarnos, de un modo u otro, a aceptar lo inaceptable. ¿Qué clase de ser sensato podría sentirse a gusto en esta existencia de pesadilla? ¿Existe alguien que, tras haber reflexionado profundamente las cosas, no experimente abrumadores deseos de extirparse para siempre de este infierno terrenal?
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Casi siempre siento asco de las personas con tan solo mirarlas, olerlas, hablarles o sentirlas; pero, sin duda alguna, más asco siento de una persona de la cual no puedo librarme sin importar donde me oculte: de mí.
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Ya ni siquiera podía lamentar la condición del mundo o de la humanidad, pues suficiente tenía ya con lamentar mi propia condición.
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Estoy tan cansado de alimentar mi mente con tantas mentiras, aunque sé que, si intentara alimentarla con verdades, seguramente me moriría de hambre.
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Manifiesto Pesimista