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Manifiesto Pesimista 59

Las mayoría de las personas, ciertamente, están hechas para ser ovejas y seguir patrones establecidos. Claro que, si hablamos con alguien y se lo decimos abiertamente, jamás lo admitirá e intentará por todos los medios el convencernos de que no es una oveja más… Esa es la gran magia de esta ignominiosa pseudorealidad: convencer a sus pestilentes esclavos de que son libres, de que sus mentes y emociones todavía les pertenecen. Pero bastará analizar un poco sus tontos pensamientos, absurdas acciones, ridículas reacciones, inútiles creencias y supuestas metas de vida para saber cuán adoctrinados están aquellos pobres títeres del sinsentido. Todos ellos hechos bajo el mismo molde, diseñados a la medida perfecta para no percatarse de en qué clase de pesadilla viviente se hallan; sobre todo, para no cuestionar, no dudar y no reflexionar ya nada… ¿En qué se ha convertido la humanidad y qué le depara el futuro? No soy adivino ni me interesa serlo, pero claramente salta a la vista que las cosas se pondrán cada vez peor y que lo mejor que podemos esperar es, sin duda alguna, ser consolados por la exquisita melodía de la muerte.

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El día en que la humanidad se extinga por completo será el mejor día de todos… Ese día, así pues, será el comienzo de algo genuinamente hermoso, espléndido y magnificente en todo sentido… Ese día finalmente habremos terminado con todo el sufrimiento, las guerras absurdas, las doctrinas infames, el hambre, la política, el entretenimiento atroz, las humanas concepciones del bien y el mal… Ese día la humanidad se unificará e integrará como nunca en la historia, como jamás se imaginó que terminaría su funesto divagar. Pero será así y no de otra forma la culminación de este sinsentido eterno, de este pestañeo del cosmos tan corrompido y sometido a los designios del poder, el sexo y el dinero. Solo en la muerte todos seremos iguales y solo durante una milésima de segundo; tan ínfimo será ese periodo que casi creeremos no haberlo experimentado. Aunque, ciertamente, el tiempo ya no existirá tampoco; quizás ahora no lo hace, mas algo en nuestras cabezas adoctrinadas y preparadas para sincronizarse con este holograma nos hace creer que sí.

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El simple hecho de existir ya implica esclavitud e imposición, sea o no con un fin. ¿Por qué debemos existir si no lo queremos? ¿Qué importa si en otra vida, plano o dimensión elegimos venir aquí? ¿No es más importante lo que sentimos justo ahora? Este hartazgo, repulsión y odio hacia todo lo que es y somos… Si nuestra consciencia actual nos dice que no queremos existir, entonces verdaderamente somos prisioneros existenciales de una cárcel que, muy probablemente, ni siquiera la muerte pueda destruir. ¿Acaso significa esto que seremos esclavos aún traspasando las misteriosas fronteras de ese sibilino más allá que tanto anhelamos? De ser así, entonces no vale la pena ni vivir ni morir; ambos son solo transitorios estados regidos por la agonía y el sinsentido. ¡Qué horrible me parece tal perspectiva, tanto que casi vomito mientras la plasmo! No sé en qué clase de retorcida creación nos hallamos, pero indudablemente alguien o algo nos quiso hacer demasiado daño al habernos arrojado aquí. Sí, justo aquí en este mundo humanamente irrelevante y sórdido donde imperan el caos, la incertidumbre y el horror emocional.

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Las señales siempre estuvieron ahí, pero me negué a verlas todo este tiempo. Hoy, al fin, recolecto todas las piezas de este rompecabezas y todo tiene sentido. ¡Cómo fui tan ciego para no prestar atención a los sublimes mensajes que me indicaban que ya debía quitarme la vida! Siempre me esforcé por permanecer un día más, una hora más, un minuto más, un segundo más… Y siempre fui tan necio y tonto como para negar que mi destino se hallaba únicamente en el encanto suicida; su etérea esencia fue la que siempre me guio y me iluminó sin importar las tinieblas que se arremolinase en torno a mi decadente silueta humana. ¡Qué bueno que todo va a terminarse tan pronto! En verdad nadie podría nunca dilucidar mi infinito malestar y la insensata desesperación que me consumía a cada momento en lo más profundo y sombrío de mis adentros. Cada especulación terminó por desangrarme, por hacerme un fiel creyente de la irrealidad suprema detrás de cada atemporal pensamiento suicida. Nadie podía hacer algo al respecto por mí y así era como debía acontecer tal ensimismamiento de abstracción perenne; hacía tanto que la soledad y la melancolía eran mis únicos amores, pues en su compañía y bajo su dulce regazo había imaginado cientos de veces aquel perfecto escenario en el cual me cortaría las venas sin dudarlo ni un poco.

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Si no existieran la vida en este planeta ni tampoco la triste y miserable humanidad, no habría ningún problema en absoluto. Todo continuaría igual: el universo, las galaxias, los planetas y las estrellas seguirían su curso. Así que es hora ya de aceptar que somos jodidamente intrascendentes y que nuestra existencia como individuos y como especie no vale nada. Pienso que, quizás, en el fondo lo sabemos perfectamente y nos negamos a reconocerlo en el exterior. De ahí cada uno de nuestros inútiles intentos por sobresalir, ser relevantes en algún aspecto o significar algo para alguien; no obstante, esto no hace sino recalcar la estupidez que refulge en nuestros vacíos y anómalos cerebros. No nos ha sido concedida la habilidad de autoanalizarnos más allá de lo debido, porque exceder ese umbral sería incluso peligroso para nuestro bienestar y supervivencia. Meditar seriamente sobre el sinsentido de nuestra trivial existencia es algo que muy pocos estamos dispuestos a emprender, puesto que, una vez sembrada la duda, difícilmente podremos volver a nuestra anterior y patética rutina. El calvario recién comenzará, si así se le puede llamar a tal despertar; nuestros ojos finalmente comenzarán a ver como siempre debieron haber visto: libres de ese funesto velo, con un límpido fulgor que será capaz de atravesar cualquier plano o dimensión.

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Manifiesto Pesimista


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