En los primeros días, cuando recién comenzaba a invadir mi cabeza la desesperación de existir, entendí que ya no podía volver a salir a las calles y sentirme cobijado por la inmunda esencia de la humanidad. Desde entonces ha sido siempre la misma guerra: yo contra mí mismo, y vaya que voy perdiendo por mucho.
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Los panteones no deberían de existir más. ¿Es que acaso no ha bastado con toda la miseria y estupidez que un humano ha esparcido en su vida como para que todavía vayamos a llorarle y arrojarle flores cuando afortunadamente ha dejado de ensuciar este mundo?
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¿Cuánto más seguiremos jugando este absurdo, deprimente y execrable juego de la existencia humana? ¿Cuánto tiempo más debemos ser consumidos por la pseudorealidad para entender que somos solamente un pésimo error?
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Creo que me gustaría hablar con ese dios del que tanto se enorgullecen los cristianos, apuesto a que ambos nos llevaríamos tan bien, pues ambos somos pésimos creando y tomando decisiones. Y, lo principal, también nos importa un bledo lo que le pase a los demás.
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La incertidumbre que impera en la existencia es a la vez inefable, pero también la causa de esta maldita demencia que me ha hecho un demonio sin alas.
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El poder de cambiar mi vida nunca me fue más ajeno, y no porque crea en el destino ni en entidades superiores, sino simplemente porque ya no me importa lo que pase conmigo.
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Libro: El Halo de la Desesperación