Era peligroso cuestionarse y darse cuenta de que la verdad que tanto se buscaba no existía por ninguna parte.
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Proseguir por ese sendero eventualmente ocasionaría un desenlace trágico, pues involucraba desprenderse de toda la basura que se había introducido en la mente desde el comienzo, desgarrarse el alma para averiguar quién se era realmente, rechazar todo tipo de contacto humano y hundirse en la inevitable percepción de que la humanidad es solo una equivocación.
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Una vez recorrido el sendero, tarde o temprano, ya nada más quedaría, todo se tornaría banal e insulso. Cualquier compañía sería tediosa y anodina. Incluso la filosofía, el misticismo, los libros y las artes, todo eso seguiría siendo humano y algo de lo que uno terminaba hastiándose.
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Entonces se comprendía la advertencia fatal, pues en el intento de hallar la verdad lo único que se conseguía era desprenderse de uno mismo, de lo que había sido implantado en la mente para permanecer vivo. Así, no quedaba otro remedio que elegir el mejor y más hermoso día para cometer el exótico acto del suicidio.
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Si los humanos fuesen un poco menos estúpidos, elegirían liquidar a todas sus abominables criaturas engendradas, y luego se matarían en favor de un mundo maravilloso.
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Las mejores personas que he conocido en esta repugnante existencia no han pasado de prostitutas, alcohólicos y maniáticos. Y de las peores no quiero hablar ya, pues las miro diariamente en cuanto pongo un pie en la supuesta civilización.
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Libro: Encanto Suicida