Ahora veo que la vida no era lo que debía apreciar, todo lo contrario; debía repugnarla por denotar un sufrimiento sin sentido. Era la muerte, la que todos despreciaban y la única capaz de acabar con el poder de aquellos sin espíritu, la que debía abrazar y con la que tenía que fundirme para ser un dios. Después de todo, en la parte que permanecía unida al mundo, sentado en lo alto de la montaña, pensaba que solo me quedaba la muerte como la única esperanza de vida, pues ésta hacía tiempo que me había parecido tan irreal. Viví y enloquecí tras pasar incontables tormentos relacionándome con los habitantes de la absurda civilización, los cuáles en su mayoría estaban vacíos y necesitados de un alma, pues se habían abandonado a placeres tan banales que no podían sino causarme náuseas y hastío. Pero no existía salvación alguna, sino únicamente quedaba el rechazo como mecanismo de defensa ante la brutalidad del sinsentido que imperaba por doquier.
De una u otra forma, considero que el dolor que llegué a experimentar como humano, en este mundo irrazonable, labró el camino hacia un estado tan elevado que me llevó a rechazar el seguir vivo siquiera un segundo más. ¿Qué ganaría con ello? ¿Qué de interesante tenía esta infame pseudorealidad para permanecer conectado a ella? Y es que, ciertamente, desde hacía años que experimentaba lo contrario. Sí, una desconexión absoluta con la vida, la existencia y lo que las personas entendían por realidad. Ya no me sentía más parte de ella, al menos no mentalmente. Mi cuerpo era solo una carnal alimaña que divagaba por aquellas callejuelas sucias cada noche, buscando desesperadamente un lugar donde pudiera respirar un poco mejor, donde pudiera no sentirme asqueado de existir y de ser yo. Las prostitutas al principio llenaban momentáneamente ese vacío con sus caricias y sus placeres, pero eventualmente aquello no pudo sino producirme un asco infernal y rotundo.
Y es que era más que imposible hallar tal refugio, pues tal descanso solo sería proporcionado por el suicidio. Quizás era cobardía, quizás era sublimidad. Al final, ¿qué importaba siempre que uno se atreviera a hacerlo o no? Podría ser una escapatoria o la consagración de una profunda desesperación existencial; incluso, podría ser ambas cosas. El hecho es que las pastillas, las botellas y los cigarrillos ya no eran suficientes para matizar esta espantosa mentira y metamorfosearla en una idílica pantomima que me agradara como a todos. No, ese era mi jodido problema: ya no podía volver a la normalidad, ya no podía engañarme como antes. ¡Y qué martirio era descubrir más cosas del mundo y la existencia! Indudablemente debía yo estar ya loco desde hace tanto, pero también era cierto que me torturaba no haberme matado desde hace tanto. Hoy al fin sonrío como nunca, pues hoy al fin me desvanezco entre un sufrimiento y un mundo al que afortunadamente ya no pertenezco…
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Repugnancia Inmanente