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El Extraño Mental XII

Ciertamente, había enloquecido. Me parecía como si todo aquello no fuese sino un sueño. La verdad es que no existía ninguna cosa que probara lo contrario. La vida humana era insulsa y anodina, pero ni siquiera estábamos seguros de que esto que experimentábamos lo fuese. El hecho es que aquella mujer, la más hermosa y frágil que alguna vez conociera, arañaba mi espalda mientras mi miembro entero entraba cada vez más en su infectada vagina. Fue entonces cuando llegó el clímax y una delirante fiebre acabó con la poca cordura que me quedaba, reduciéndome a menos que un animal. No obstante, me sentía mejor que nunca; de hecho, haberme entregado a la demencia y a la banalidad me reconfortaba. Además, pensar en cuántos hombres antes que yo habían introducido ahí sus miembros infectando a aquella zorra con quién sabe qué cosas, me prendía demasiado.

Mirarla era inefable, con esos ojazos de un azul índigo que sobrepasaba cualquier expresión de belleza, con esos cabellos sueltos y orinados que la hacían lucir majestuosa, con ese cuerpo esbelto y ahíto de tatuajes siniestros y esotéricos, con esa boca que besaba con fuego y que derretía mi indiferencia, con ese rostro que ya nunca olvidaría y ese color de piel blanca como la pureza extinta en su ser. No sabía ni siquiera su nombre, tampoco me interesaba averiguar más detalles. Todo lo que importaba era follarla, correrme en ella y acaso preñarla. Claro que eso era mera ficción, solo sueños rotos y masticados por nuestros impulsos sexuales imposibles de frenar y encapsular en nuestra psique. ¡Qué linda era, qué melódicos eran sus gemidos! La amaba, la amaría por siempre y no significaba nada el que me hubiera contagiado de sida; de hecho, hasta me producía cierto placer y contribuía a aumentar mi excitación.

La embestía brutalmente, le desfloraba la vagina peor que a cualquiera de las putas que antes me había tirado. ¡Ansiaba correrme y romperla, partirla en dos! Me importaba un bledo si era una maldita sidosa, pues, en todo caso, yo estaba ya condenado desde que todo me era indiferente y me valía la vida. Era preferible hundirse en la podredumbre y morir joven que vivir absurdamente hasta la deplorable vejez. ¡Era tragicómico y contradictorio! Ella, tan bella y decadente, podría haber sido la mujer perfecta y haberlo tenido todo en la vida, pero no. A veces pasa, según razonaba, que las personas más magníficas tienen una extraña tendencia a ensuciarse en la más sórdida podredumbre, a hundirse en la miseria más execrable y, a pesar de todo, conservar su inigualable brillo. Esto solo ocurre con aquellos seres a quienes este mundo banal ya nada tiene por ofrecerles y cuyos talentos, aunque sublimes, terminan por encasquetarse en el absurdo de la asquerosa humanidad.

Entonces se produjo el añorado suceso, pero no fue en sí la simple acción lo que desencadenó la euforia total y el orgasmo máximo. Había algo entre esa mujercita y yo, algo ignoto e incomprensible en nuestra humana esencia. Acaso había sido el destino que nos había unido, aunque no creyera para nada en él. No obstante, casi se me detenía el corazón al penetrarla. Y fue tan vertiginoso el momento de la algidez que inclusive mis piernas se acalambraron y quedé tembloroso. Estaba empapado en sudor y tuve la corrida más abundante y satisfactoria de toda mi lamentable existencia. El placer experimentado no se parecía a nada en absoluto. ¿Acaso se debía al hecho de que en verdad amaba a aquella ninfómana drogadicta de ojos acendrados? O ¿era que nuestras vibraciones estaban en la sintonía correcta? Ambos éramos decadentes, y ahora yo me había unido plácidamente al mundo del sida, pero ¿importaba realmente? Para nada, me valía, me era indiferente. Ahora que yo estaba también infectado, comenzaría una nueva vida, todavía peor y más decadente de la que había llevado. Sí, seguiría en el mismo sendero de lo insano y multiplicaría mi crápula por un número bastante elevado, casi infinito.

Lo que sentía trascendía cualquier emoción, acaso porque estuviese hasta atrás de borracho o porque mi interior, el cual creía muerto hace tanto, había resurgido mínimamente. Lo que hubiera dado, pensaba mientras fijaba mi mirada en el azul celeste de aquellos ojos que me hipnotizaban, por haberla conocido antes. Si tan solo esta nefanda vida nos hubiese hecho coincidir en algún momento previo, nada sería como ahora, todo sería ridículamente genial. Es más, me encantaría verla de la misma manera, siendo una consumida ninfómana y refugiándose en las drogas, perdiéndose en toda clase de depravaciones y siendo follada por todo tipo de hombres, pero habría una diferencia, tan solo una… ¡Yo estaría en su vida! Así es, yo podría consolarla y hacerle el amor con tanta pasión como hace apenas unos minutos.

Entre toda la neblina, yo sería el sol que le confiriese salvación, el inmaculado emblema del descanso eterno. Sin embargo, las cosas no se habían dado así, tanto ella como yo estábamos desechos y nos comprendíamos a tal punto que entendíamos nuestras mutuas concepciones. Sabíamos, por ejemplo, que tras haber finalizado el acto sexual que tan fantásticamente habíamos realizado, todo se iría al demonio. Ambos lo deseábamos y lo necesitábamos, de nada servía cobijarse con la misma manta de hipocresía que cubría a toda la humanidad haciéndole creer que dos personas de sexos opuestos podían entenderse, convivir y estar juntos más allá de la fornicación. Raudamente me vestí, sin intercambiar comentario alguno con aquella ansiosa ninfómana. Solo la miraba, y me parecía muy hermosa, tanto que hasta llegué a pensar que quizás, y solo quizás, ella no era tan real como yo había supuesto.

Era normal, en última instancia, siempre que se aceptase como cierta la hipótesis de que en nuestro más profundo ser se almacenaban todos aquellos impulsos y anhelos reprimidos desde la infancia, todo lo que socialmente se nos prohibía y que era condenado tan escandalosamente en el día a día. No obstante, entre más se reprimiera el mono, mayor sería la caída que sufriría cuando finalmente no pudiese contener más aquello que repugnaba y detestaba con apremio. Así, por ejemplo, aquel hombre que se abstuviera de masturbarse por un largo periodo tenía más propensión a convertirse en un depravado y posteriormente en un violador, que el que sí se procuraba satisfacción propia.

Podría decirse que el interior era como un baúl donde se iba acumulando toda la gama de cosas prohibidas por una u otra razón, aquello que no nos era posible expresar por temor al rechazo y el asco social que ocasionaría en el rebaño. Pero la hipocresía era fehaciente cuando podíamos percatarnos de que esos mismos quienes conminaban nuestros pensamientos obscenos y lascivos eran los primeros en descarriarse cuando su baúl no pudiese contener más su auténtica faceta. De tal manera que había individuos sumamente recatados y opuestos a las más primitivas y cruentas prácticas que, al entregarse a su verdadero ser, fracturaban por completo la fingida e ilusoria imagen que habían pretendido ser y arrojaban todas las máscaras al diablo, mostrándose tal cual eran. Esto, según colegía, era una gran razón para explicar la existencia de asesinos, pederastas, narcotraficantes y demás náusea. Se trataba de humanos que se habían reprimido a un nivel demencial y en quienes el baúl había explotado machacando su cordura y trastornándoles en un ser torcido y mucho más ignominioso que el promedio. Era como inflar un globo, como alimentar aquella parte oculta en el interior inflándola con toda gama de repugnancias y asquerosidades que se simulaba rechazar, cuando lo único que pasaba era precisamente aumentar el tamaño del globo hasta que reventaba, extinguiendo para siempre el sello.

La humanidad se engañaba solamente, pues, si a alguien se le confiriese el poder para violar, asesinar o cometer cualquier acto pernicioso y siniestro, si a un ser se le otorgase la divinidad para hacer su voluntad sin ningún prejuicio, culpa o atadura religiosa o social, es seguro que se entregaría a toda clase de depravaciones sin la menor vacilación. Esta hipocresía enmascarada en los humanos me enfadaba constantemente, pues era mejor mostrarse al natural, exponer siempre los verdaderos deseos y no guardarse nada. Si se encapsulaban estos impulsos, solo se contribuía a alimentar la sombra que más tarde destruiría a su propio creador, era como arrojar leña al fuego que barrería con nuestra sanidad mental en una postrera condición de debilidad.

Así iba el asunto: aquel que más se negaba a los actos viles e impúdicos y que los rechazase con mayor ahínco en el exterior y en sus semejantes, sería el primero en corromper su interior y atormentarse crudamente. ¿Para qué fingir entonces? ¿Por qué no aceptar la decadencia como elemento intrínseco de nuestra constitución? ¿Qué más daba si el humano era malvado y vomitivo? Y ¿qué si se prefería estar en la cama de cualquier mujerzuela que en la de la esposa? Y ¿qué si la mujer quería ser fornicada por otros hombres que no fuesen su marido? ¿Qué importancia tenía no masturbarse o no ser adúltero? Todo era abrumadoramente absurdo, abstenerse de la más impía crápula no significaba nada, pues la existencia humana era ruin por sí misma y carente de virtudes y sentido. Al final, todos moriríamos, y no estaba para nada claro si un tribunal nos juzgaría o un dios nos salvaría a pesar de ser pecaminosos. Estaba hastiado de fingir, cansado de aparentar, fatigado de mantener prisionera mi megalítica sombra y asqueado de mi propia existencia.

En todo caso, solamente los locos y los muertos me parecían reales. La mayor parte de la humanidad, en la cual estaba yo incluido, necesitaban con tremebunda ansiedad de la mentira. Sí, sin esto último nada tenía sabor ni razón de ser; el engaño constituía la base fundamental de los principios humanos. Cada uno, sin embargo, se engañaba a su modo y desde la perspectiva más agradable, ya fuese por comodidad o simple ironía. Esto, colegía yo, debía ser de tal manera, pues, si no, entonces era imposible continuar viviendo, al menos en esta pseudorealidad. Si un humano intentaba vislumbrar la verdad parapetada más allá del cúmulo de argucias en las cuáles se había producido su nacimiento y su existencia hasta ahora, nada bueno obtendría. Cualesquiera que fuesen los caminos que pudiera tomar, lo conducirían hacia las únicas dos facetas de la realidad: la megalomanía y el suicidio. Sin falacias, la vida humana carecía de propósito y de metas. Resultaba indispensable engañarse a toda costa, sin importar si era con entretenimiento, placeres sexuales, dinero o materialismo.

Yo sabía todo esto a la perfección, pero nada podía hacerse para evitarlo. ¿Era yo un hombre absurdo? ¡Sí, por supuesto que sí! Ni siquiera me cabía la menor duda de ello, era tajantemente ridículo incluso cuestionárselo. Entonces ¿por qué en mi cabeza tenía tantas ideas acerca de la banalidad del mundo si yo no era diferente? Aunque, ciertamente, había un detalle, y era que los humanos todavía esperaban algo después de esta vida tragicómica y patética, pues, de la manera que fuera, se aferraban a ella y luchaban. Sin embargo, yo nada esperaba ni me interesaba reencarnar o alguna de esas bagatelas. ¡Que el diablo cargara conmigo! Esa era la distinción, que las personas no reconocían su miseria espiritual y se creían merecedores de algo más allá de esta banal perfidia. Pero yo, con plena sinceridad, aceptaba mi decadencia y hasta llegué a acostumbrarme a ella, y por eso mismo nada esperaba ni deseaba. Vivía, si esto era vivir, del modo más nauseabundo posible, absolutamente vacío y sin ningún aliciente, desprovisto de todo sueño u objetivo que no hubiese sido impuesto por esta pseudorealidad. Desde hace mucho tiempo me había vencido a mí mismo y estaba bien. ¡He ahí la escisión suprema! Ellos querían vivir y añoraban reinos celestiales y demás estupideces. Yo solo esperaba que, al morir, pudiese fundirme con la nada. Sería una desgracia, una blasfemia, una estupidez tener que vivir de nuevo.

Por otra parte, tal vez la vida misma chupaba la vida. Esta irónica y curiosa idea la había tenido desde hace un par de noches. Muy posiblemente, al morir, solo sería el cascarón el que terminaba por quebrarse y pudrirse, pues la manera actual en que el mundo existía era tan repugnante y ominosa que seguramente los humanos nos veíamos vaciados diariamente. Dada la decadencia y la ignominia en que las personas nos desenvolvíamos no era descabellado concebir que, al llegar la muerte, nuestro interior se hallaba hueco, que toda gama de emociones, sentimientos, cavilaciones, pensamientos, concepciones, percepciones y lo más intrínseco posible había sucumbido ante la pseudorealidad. Pero ¿qué era realmente la vida? ¿Cómo definirla y diferenciarla de la muerte? Y ¿qué eran la felicidad, el amor, la amistad, la compasión, la justicia, la libertad y demás palabras? Esto era parte esencial de este sistema pseudoreal: desde el nacimiento se implantaban falsas concepciones que, en el mundo, serían tomadas como verdades irrefutables, y mediante las cuales los monos serían esclavizados.

Entonces entré, mi cigarrillo se había extinguido. Abandoné las reflexiones que fluían en mi cabeza y, un tanto exhausto aún por el encuentro sexual tan demandante que acababa de tener, subí hacia el cuarto piso. Ciertamente, había quedado muy cansado y me sentía muy mareado también. Para mi sorpresa, al asomarme en aquel espacio de perfidia en donde las personas intentan olvidar lo miserable que es el mundo, observé a la misteriosa mujer de ojos azul índigo atendiendo una nueva mesa. Miré y mi corazón latió con vehemencia, pues la chica con quien hasta hace unos cuantos minutos me había besado y con quien había fornicado como nunca en la vida se hallaba sentada en los pies de un negro horrible y asqueroso. Esto me produjo una repulsión tremenda; sin embargo, me mantuve firme solo para presenciar qué más ocurriría.

Ella, con su preciosa figura angelical, lo besaba en la boca y, sin gran discreción, introducía su mano en su pantalón para agitarle el miembro. Noté que cada vez lo hacía más rápido y él, a su vez, la besaba con impudicia y como queriendo arrancarle los labios. Indudablemente se trataba de una cualquiera, de una vil golfa ninfómana, de una zorra hambreada, ¡qué mejor! ¡Cómo me encantaban ese tipo de seres que, sin ningún tapujo, exhibían su auténtica naturaleza! Pensaba que, si alguien era sublime en la vida, sería ella, pues no solo era excesivamente preciosa, sino también inteligente y sincera. ¿Qué importaba si quería ser follada por muchos hombres a la vez y cometer las más nauseabundas y obscenas crápulas? ¡Que el diablo cargara con todos aquellos que la juzgasen! Para mi forma de pensar aquella chica valía más que cualquier recatada temerosa y ferviente del matrimonio. ¿De qué serviría una mujer virtuosa y fiel? ¿Acaso era esta la naturaleza humana? ¡No, para nada! ¡Mejor era entregarse sin dilación al libertinaje y al adulterio! ¡Que se jodiera la monogamia y todos sus pestilentes defensores! Yo sabía que el humano, por su natural e imperturbable esencia, deseaba la copulación con más de una sola pareja. ¡Cómo se engañaban aquellos quienes se juraban fidelidad eterna y supuestamente amor infinito!

En fin, lo último que presencié fue que aquella insaciable y hermosa mujer se agachó e inhaló un polvo blanco para luego arrastrar consigo al negro. Se dirigieron hacia el oscuro cubículo en donde hacía cuestión de minutos había estado conmigo. De inmediato, otro negro, quien ostentaba una mórbida obesidad, penetró en dicho cuartucho, y seguramente no sería lo único que penetraría. Gracias al elevado y dañino volumen de la música, los gritos de la mujer más valiosa en toda la humanidad no conseguían ser escuchados. Me acerqué un poco y me coloqué a un costado, pegando mi oído lo más que podía en una de las paredes del cubículo.

Ella gemía como una perra en celo y, al parecer, estaban haciendo un trío. Me decidí a observar, pues sabía que los humanos éramos voyeristas en su mayoría. Sí, nos excitaba sobremanera el hecho de mirar a otros cogiendo, e incluso sin necesidad de nuestra intervención. Recordé entonces cuando escuchaba y presenciaba en primera plana las embestidas que aquellos hombres desconocidos y ebrios le daban a mi madre en aquella pocilga donde habitábamos. Ella era una prostituta, pero estoy seguro de que, si siguiese viva, me la tiraría. ¿O acaso ella, por ser mi progenitora, me negaría sus servicios? Creo que sería enigmático el resultado, cuanto más considerando que era una maldita adicta a la heroína y al sexo.

Estaba resuelto a observar cómo aquellos dos vomitivos negros se tiraban a la preciosa mesera de ojos azul índigo cuando, subrepticia y escalofriantemente, una delgada mano se posó sobre mi hombro. Volteé con cierta gesticulación de horror y descubrí la identidad de aquella sombra, se trataba de Lary. Me pareció molesta su intervención y estuve a punto de recriminarle y pedirle que me dejara en paz, pero no me atreví. ¿Lo sabría? ¿Estaría ya al tanto de que me había acostado con aquella pérfida ninfómana? ¡Imposible, no recordaba haberla visto al dirigirnos hacia aquel pringoso cubículo! En un tono un tanto airado y solemne, expresó:

–¿Dónde demonios te habías metido? Te he estado buscando como una loca poseída por casi media hora, incluso bajé y recorrí las calles aledañas.Y al subir te encuentro aquí con toda la calma del mundo.

–Lo siento, no era mi intención –repliqué sorprendido.

–Bueno, no importa –exclamó irascible, pero luego sonrió–. De cualquier modo, creo que ya es momento de irnos, estás demasiado ebrio y necesitas descansar.

–No, yo no estoy tomado… Más bien serás tú, ni siquiera sé por qué te traje.

–¿Yo? ¡Claro que no! ¿Qué clase de sandeces estás diciendo?

–Sí, digo que me estorbas, que nunca debí haber venido aquí acompañado.

No entendía qué ocurría, pero experimentaba un paroxismo vil. Algo me impelía a injuriar a Lary y recriminarle su compañía. Me sentía fuera de mí mismo, como suplantado por otro yo. Esto acontecía en momentos cuando no conseguía imponerme y una personalidad más hostil y hosca surgía. Al comienzo lo atribuía a debilidad, pero luego me convencí de que sería una especie de trastorno bipolar que no quería aceptar. Sabía que las personas hacían alusiones a ello para llamar la atención, y yo no sería parte de ese circo. Además, no era del todo insano permitirse no ser uno mismo por algunos instantes, y ¡qué más daba si eran días o semanas!

–¿Por qué dices eso? No te entiendo… Primero te desapareces y, cuando te encuentro, me sales con estas cosas –expresó Lay, apenándose al ver que otros curiosos se arremolinaban a nuestro alrededor para presenciar la supuesta discusión, aunque no hubiese tal–. Si tan solo supieras cuánto me preocupé buscándote, si te imaginaras…

–Bien, supongamos que eso sea cierto –asentí con desenfundado cinismo y en tono sardónico–. ¿Acaso yo te lo pedí? O ¿tal vez te figuraste que me importaba lo que pudieras hacer por mí? Estoy bien, ¡mírame! ¿Dices que estoy borracho en extremo? ¡Tonterías, solo sabes decir eso!

Noté que el rostro de Lary se convulsionaba y se escindía entre el encono y la vergüenza. Era evidente que no esperaba aquello, y, a decir verdad, yo tampoco; sin embargo, no podía evitarlo. Desgraciadamente, un sujeto de lo más trivial se encolerizó e intentó intervenir en la plática.

–¡Oye tú, imbécil! –balbuceó dirigiéndose a mí en tono despectivo– ¿Acaso estás loco? ¿Cómo te atreves a hablarle así a una señorita como ella?

–No es nada, solo está extremadamente borracho, ya se le pasará –intervino Lary al ver que el sujeto, bastante fornido ciertamente, avanzaba hacia mí.

–¡Vaya, vaya! Ya salió el defensor –mencioné con sarcasmo encarándome con aquel inoportuno sujeto.

–Mira, te voy a pedir que te calmes y que te retires ahora mismo. Pero, por si acaso… –agregó mirando a Lary con desdén–, ella se quedará hasta que tú te hayas retirado.

–Muchas gracias, amable hombre, pero lo conozco bien y solo son los efectos de la borrachera. Le aseguro que es incapaz de cometer algún acto violento en mi contra, ¿no es así? –inquirió Lary, lanzando una inquisitiva mirada que me molestó.

–Bueno, tal vez… Y si así fuera ¿qué? –espeté con sarna y dándole la espalda al sujeto–. No entiendo por qué los humanos tienen tan intempestiva costumbre de entrometerse en los asuntos ajenos. ¿Es acaso que los vuelve locos el morbo? O ¿a qué se debe que siempre se esté hablando y prestando atención a lo que verdaderamente no les concierne?

–Lo único que te estás ganando es una buena paliza. ¡No eres sino un hablador!

–¡Ya, por favor, basta! No permitiré que le pegues a mi novio –afirmó decisivamente Lary, estrechándome entre sus brazos y besándome en la frente.

–¿Este idiota es tu novio? Si lo único que hace es insultarte… Siento pena por ti, ¡vaya perdedor! –farfulló aquel zascandil encarándose conmigo.

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El Extraño Mental


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