Yo siempre te quise, siempre añoré caminar junto a ti hacia la muerte, hacia ese desconocido más allá que tanto añorábamos en nuestras horas de locura y soledad. Tú y yo solamente, sin nadie que se interpusiera entre los dos. O, cuando menos, así lo creía yo hasta esa sombría tarde en donde las lágrimas no cesaron de caer. Lágrimas de sangre que marchitaron los pocos deseos de seguir viviendo en mí; tanto que, extrañamente, sentía que la vida y la muerte podían fundirse en un arrebol de atemporalidad eterno. Pero mis disparates no bastarán esta vez para consolarme tras la gravedad de lo acaecido. Tú y yo, dos locos suicidas que reían en igual sintonía, que compartieron un breve pestañeo en esta ilusoria realidad, que prometieron estar juntos sin importar nada más… Y, al final, ¿qué resultó de todo aquello? ¿Dónde están ahora esas promesas, momentos y risas? ¿Cómo le haré para olvidar tu sonrisa y tu asombrosa mirada que tanto me trastornaba? Esto, indudablemente, es algo trágicamente irreparable…
Aunque quizás el único loco fui yo, el tonto necio que dice haberte amado. Un pobre diablo necesitado de tu cariño, atención y comprensión. Pues sentía que, si tú no estabas conmigo, la vida misma tampoco. Te juro que intenté huir de ti mil veces por mi propio bienestar, pero nunca salía bien. Busqué consuelo en las mujerzuelas, en la bebida, en el juego y en toda clase de crápula posible. También me arrojé sin reflexionarlo al ascetismo, la oración y la vida espiritual. Pero nada de esto me ofreció lo que tú, porque absolutamente nada de este mundo, o de otro, podría compararse al inmenso resplandor que en tu ser centellea e ilumina mi humana miseria. ¡Qué tonterías! Debo admitir que, mientras recito todo esto, estoy brutalmente ebrio… No obstante, es el único modo de asimilar el presente y que tú ya no estás más en este mundo. A veces visito tu tumba y lloro sin cesar al saber que lo nuestro terminó de manera tan abrupta y triste. ¡Ay, corazón que se niega a dejar ir…!
Creo que la culpa no fue mía, sino de ambos. No sé cómo, cuándo ni por qué, pues, aunque te amaba, el silencio entre los dos terminó por silenciar nuestra comunicación. Y la pasión con la que antes nos mirábamos cesó para nunca más volver. ¡Oh, lamentable existencia! Es verdad que todo está condenado a morir, mas ¿por qué debe ser tan doloroso esto? No quiero admitir que moriré solo, sin ti y sin la dulce melodía de tu voz cobijando mis desvaríos. Nosotros dos pasamos tantos días justo aquí, en este parque que hoy solo tiene recuerdos nebulosos. ¿Lo recuerdas tú tan bien como yo? Solíamos venir aquí cada domingo a pasear a nuestros perritos y a platicar sobre nuestras inquietudes existenciales. Ahora que estoy viejo, loco y solo me gusta sentarme en la misma banca donde solíamos abrazarnos. A veces, incluso creo que puedo vernos a ambos todavía caminando, riendo y soñando; ignorantes de que el tiempo y la muerte pueden hacer estragos cualquier corazón.
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Caótico Enloquecer