Cenizas de aflicción mal disimulada y desgarradores conflictos que navajeaban el alma atormentada. Brotando de las fuentes doradas, enjuagué tu recuerdo para purificar la certeza con que te olvidé en la noche de las estrellas orladas. Zigzagueando va el carruaje que, con desenfreno fúnebre, nos atrevimos a desencadenar. Pero tus ojos ya no podían verme más y tus sentimientos me cambiaron por aquel que pudo tu cielo penetrar. La inexorable sombra de la soledad, que ahora me acompaña en este pasaje oscuro y boscoso, sugiere a mi mente con todo terminar. Y, ciertamente, ¿qué más podría esperar? No tiene sentido proseguir de este modo, aullando para recibir el jugoso manjar que no he de poder saborear, retorciendo los senos de la llama azulada que mis manos han de hacer temblar. ¡Mejor que el terremoto traiga consigo la perdición de cuanto he sido! ¡Mejor que este instante se convierta en lo que siempre he querido! Mi muerte se abalanza sobre mí y la recibo con júbilo y encanto.
No, debe ser mi imaginación o una pretensión ridícula la que me hace querer contigo despertar, pues esos días acabaron y nunca más volverán. Ya no estarás más aquí, ya no se reflejará la pureza de los manantiales en tu sonrisa sin igual. Ya no escucharé tu inefable voz, que me salvaba del atroz condominio de depresión al que me agradaba tanto espiar. ¿Vale la pena seguir? ¿Acaso no ha sido suficiente cada tropiezo para admitir que mi nefanda existencia en este mundo abyecto es solo otro error? Tu amor se esfumó, nuestro cáliz ya se ha apurado desde hace mucho tiempo. La culpa es solo mía, la sempiterna obsesión de lo carnal imposibilitó nuestra divina unción. Contigo soñé desde antes de que surgiera tu primer recuerdo y son tus labios los que hubiera deseado saborear hasta haber muerto. Sin embargo, es solo el sonido de una bala incrustándose en mi cerebro el que ahora impera en este último lienzo; uno que me pertenece solo a mí, uno que sangra solo en mis adentros.
Te amé… ¡O eso creí en mi lúgubre locura existencial! Todos los poemas de muerte y melancolía que escribí con fulgurante y morbosa pasión siempre fueron para tu adoración, para complacer por unos instantes el deseo de besar tu catártica boca y de purificarme en el oasis sibilino que encierran tus ojos centelleantes. Te amaba locamente, de una manera obsesiva, hasta casi enfermiza. Y no me era para nada fácil contener aquellos sentimientos tan atribulados y delirantes que ocasionabas en mi pútrido y desgarrado interior. Tu sagrada imagen la evocaré en cada noche de agónica soledad y cruel reflexión; lo haré cuando me pierda en esos delirantes ensueños donde puedo posarme tiernamente en tus labios violetas y pretender que puedo sostener tu alma multicolor más allá de esta dimensión. No olvidaré nunca las sensaciones que entre ambos se suscitaron, pero que, tristemente, jamás colapsaron en esta absurda realidad y jamás lo harán en ninguna otra sin importar tiempo, espacio o azar.
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Melancólica Agonía