Creer que además del sufrimiento y el aburrimiento existen otros estados en los cuáles puede reposar nuestra tragicómica esencia humana es el acto de un necio; peor aún, de un pobre diablo cuyas avasallantes mentiras han devorado la nula razón que pudiera haber poseído. Creo que, en el fondo, la humanidad puede no ser más que una broma del azar o el vómito de un dios demasiado harto de su propia divinidad. ¡Qué más da! Lo mejor sería, ciertamente, no atormentarse tanto por algo cuya mísera y execrable oscuridad ni siquiera vale la pena tratar de esclarecer.
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No sé qué clase de mundo es este ni quien lo haya diseñado, lo único que sé es que hubiera estado mucho mejor si nunca hubiera habitado este cuerpo y si siempre hubiera permanecido en el magnificente y embriagante aroma del vacío eterno. Ahora solo resta lamentarse hasta que la muerte venga y me indique el camino sagrado, aquella senda iridiscente por la cual deberé divagar hasta que mi alma se purifique de tanta insustancialidad.
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¡Qué locura creer que otra persona que dice amarnos puede salvarnos de nuestro miserable destino! Si nosotros mismos no podemos, nadie más puede; mucho menos algo tan irreal y nefando como el amor humano. ¡Ay, con qué facilidad nos entregamos a los más pintorescos delirios con tal de evadir nuestra insoportable naturaleza!
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En la desesperación total es también, quizá, cuando tenemos un pequeño suspiro de lo que podría ser la auténtica iluminación, pues casi siempre la verdad se oculta en los estados más suicidas y melancólicos del ser.
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No puede existir nada más repugnante que una persona quien se siente a gusto y busca constantemente la compañía de sus semejantes y el deleite de los placeres mundanos. Tal aberración es, sin embargo, común en los monos parlantes que habitan patéticamente esta ficticia realidad. ¿No deberíamos, por piedad, exterminar a tales criaturas y, con ello, hacerle un inmenso favor a la existencia misma al purgarla de tales alimañas? Y, ¡quién sabe!, quizá si en verdad tal empresa se concretará, ni siquiera nosotros mismos nos salvaríamos.
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Sempiterna Desilusión