Vivir jamás ha sido una opción, es tan solo que nos aterra demasiado la incertidumbre de la muerte como para desfragmentarnos en su precioso umbral antes que proseguir en nuestra cotidiana miseria. Nos negamos a fenecer porque esta terrible pseudorealidad es lo único que conocemos y lo que creemos es mejor. No obstante, no tenemos ningún punto de comparación y nuestras humanas perspectivas no pueden sino enterrarnos en el fango de la ignorancia más recalcitrante. ¿Quiénes somos en realidad más allá de los pintorescos disfraces que nos hemos colocado para evadir la exploración interna? ¿Cómo podemos continuar existiendo cuando no conocemos la parte más fundamental de este viaje misterioso y atroz? Somos unos completos extraños para nosotros mismos, y nuestra inmanente capacidad de razonamiento solo parece ser una tortura en lugar de una bendición; al menos para aquellos que, como yo, han descendido a los niveles más abismales de caos, locura e infinitos colores imposibles de clasificar. Ahí es donde el espíritu de la mayoría se quiebra y sale vomitado a la superficie, pues casi nadie está preparado para soportar tal presión e infierno en vida.
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El incontrolable furor de todo cuanto nos rodea y nos abruma crece exponencialmente mientras que nuestra resistencia se empobrece y opaca. Los demonios invisibles que tanto hemos temido finalmente terminan por manifestarse desde dentro y no desde fuera como siempre habíamos creído. Nuestro peor enemigo es aquel reflejo en el espejo: aquella decadente silueta que alguna vez, ilusamente, supusimos que podíamos llegar a no odiar tanto. Mas nos equivocamos, pero no creo que sea nuestra culpa… ¿Cómo amar aquello y a aquellos que solo pueden inspirar náusea y cuyo único destino es la extinción? La tragedia estuvo implícita desde el comienzo en cada melodía agradable que presenciamos detrás de arreboles de angustia y decadencia eterna; aparecer aquí, sin ninguna pista y con el corazón roto… ¡Cómo no sentirse infernalmente desesperado y suicida ante tal injusticia cósmica que raspa nuestros pensamientos con avasallante ferocidad! Somos tan tontos y necios que, en el colmo de nuestro más ominoso calvario, todavía confiamos en la mano ajena y nos sujetamos de la cuerda de la vida… ¿Qué más podríamos hacer? Dejarnos caer en la vorágine donde el tiempo se desfragmenta no parece una opción convincente para infames monos adoctrinados y con atroz apego a su sórdida agonía.
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Estamos condenados, según me parece, pero en gran parte ni siquiera es culpa nuestra; simplemente nacimos sin haberlo solicitado y bajo condiciones que ni siquiera presas de la más aberrante ebriedad o la más recalcitrante locura habríamos aceptado. Mas nadie nos cuestionó sobre esto o aquello, sencillamente nos depositó en esta forma carnal que habitamos temporalmente y que algunos creen es todo lo que existe (quizá yo entre ellos). ¿Qué podría ser el alma, la consciencia o el espíritu? Hasta ahora, los científicos no han podido dilucidar estos misterios ni muchos otros; aunque confían en que algún día lo lograrán… Mientras tanto, nosotros los mortales debemos conformarnos con las mentiras y espejismos que nos presentan los líderes mundiales en todo aspecto. No somos lo suficientemente astutos como para intuir la inmensa labor de adoctrinamiento masivo que se ha llevado a cabo desde tiempos de antaño… Y, aunque lo fuéramos, ¿qué podríamos hacer? Es decir, ¿qué cambiaría con ello? ¿El mundo? Lo dudo bastante… A lo mucho, terminaríamos por enloquecer y sentirnos aún más miserables y absurdos. Porque, en efecto, para mí no queda ninguna duda y hasta se fortalece cada vez más el sombrío e irrefutable pensamiento que este mundo grotescamente estúpido (y los vomitivos monos parlantes que lo habitan) es el irrevocable símbolo de lo que jamás, en ningún escenario real o hipotético, debería haber existido. ¡Destrucción absoluta, principio de la nueva y verdadera luz!
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Termina uno por llegar a un estado de indiferencia tal que la vida y la muerte ya no significan nada. El amor, la nostalgia, el odio, la ira y la melancolía se funden y se neutralizan de una manera extraña en nuestro interior. Nuestros pensamientos y emociones no pueden inclinarse hacia un lado u otro, y entonces terminamos por convertirnos en náufragos de nuestra propia agonía existencial. ¿Por qué seguimos con vida? Esa pregunta aparece una y otra vez en mi mente humana, dominando a cualquier otra y llevándome trágicamente hacia los más deprimentes recovecos de la esencia que aún me impregna. Nunca aprendí a sentir, mucho menos a amar. ¿Hubo siquiera algo en toda mi vida que fuera digno de mis más intrínsecos sentimientos y de mi inefable amor? Quizá solo mi soledad y melancolía podrían haber significado algo, podrían haberme sacado una sonrisa de vez en cuando… Pero no los humanos, esos pobres mendigos del placer y el sinsentido más blasfemo. ¿Por qué un supuesto ser supremo amaría a seres así de inferiores, limitados y patéticos? Yo jamás podría amarme a mí mismo, al menos no lo suficiente como para quitarme la vida y ascender en la escala evolutiva muy por encima de cualquier otro poeta-filósofo del caos embriagado y cautivado siniestramente por el dulce y hermoso encanto del suicidio.
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Todos ellos me causaban náuseas por ser cómo eran: demasiado humanos… Mas yo mismo también me daba tanto asco y acaso aún más. Y era así porque sabía que, en el fondo, mucho o poco, yo todavía era como ellos: demasiado humano. Ser consciente de ello, empero, significaba una tortura que difícilmente podría ser soportable por un largo periodo. Por suerte, siempre estaba ahí la grandiosa y exótica posibilidad de matarse; ¡era eso y no otra cosa o símbolo lo que me sostenía! Pensar en la facilidad de acabar con todo una vez que se hubiese conquistado ese ominoso impulso de vida… ¿Para qué vivir? ¿Había algo en particular que teníamos que hacer en este plano anodino y repugnante? Yo en particular, ¿tenía algún propósito o misión que me atara y me hiciera evadir la muerte? O probablemente ni teníamos que hacer nada en absoluto, solo vivir y ya… Esto, aunque demasiado simplista, parecía lo más probable; ya que no había una guía para existir. Así es, no había algo determinante sobre lo que deberíamos o no llevar a cabo; lo que sí abundaba era el ridículo conglomerado de humanas perspectivas e infinitas contradicciones ante las cuales uno no podía sino desternillarse como un bufón. Dios, de existir, debe ser el mejor comediante de todos y el que más fuertemente se desternilla en su trono absurdo; ese desde el cual contempla a su creación y se aburre tremendamente hasta que alguno que otro insecto llama su atención con algún acto, pensamiento o emoción fuera de lo establecido. ¡Ay, si yo fuera él ya me habría suicidado! O, probablemente, el aburrimiento habría terminado por divertirme también; aunque solo a falta de algo mejor… ¡Vaya broma de mal gusto que nos han jugado al volvernos conscientes de nuestra sempiterna y lóbrega intrascendencia! Los humanos no podrían entenderlo, pero tal vez es mejor así: así no se alebrestarán en demasía y continuarán divirtiendo a cuanta criatura divina o demoniaca sea capaz de observar este erróneo desperdicio universo en el que experimentamos toda clase de tonterías, dolores y, a veces, efímeras alegrías.
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Sempiterna Desilusión