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Sinfonía final

El melifluo era acendrado y vivificante, casi me convencía de quedarme en la existencia de un mundo próximo a la destrucción inaplazable. Era mi compañero el músico quien tocaba cada madrugada, quien se embriaga de sonidos exquisitamente expresados por su mágica y mística concepción. Pobre músico, pobre poeta frustrado y singularmente ilustrado de falacias que no le permitían discernir la inescrutable verdad. Tal vez era yo el incauto, el extraño en aquella mísera sociedad conformada por una enfermedad nombrada hace tiempo humanidad; tan banal que requería de guerra y fornicación para existir con plenitud. El hecho es que estos seres habladores y propagadores de sinsentido habían sido erradicados milagrosamente por las estrellas palpitantes de rutilante razón, cuando fueron montadas por aquellos otros labradores de sueños, quienes actuaron con presteza para purificar el planeta de la mayor vileza. Era casi como un juego, pero debía actuarse con mesura.

Todo esto, empero, aconteció hace millones de años luz: cuando los músicos de la sinfonía idílica ni siquiera conocían el resplandor y la oscuridad del sol, ni tampoco las facetas de la encarnación trivial. Ellos poblaron la infeliz planicie de desolación que sometió tras el exterminio, reconstruyendo la naturaleza con sus sutiles y sublimes melodías, renovando la dulzura de aquel néctar extinto durante la era insípida en que los seres humanos se mataban unos a otros por dinero o zarandajas materiales. Por fortuna, aquella absurdidad ya no imperaba más; restaba en su lugar una algarabía de notas tenues y curativas, propiciadoras de una quietud verdadera. El golpe fue decisivo, la música y el origen se fundieron en un espectáculo despampanante que confundió lo etéreo con la insuficiencia de la realidad. Era liberador sentir tal quietud tras el vacío palpitante, tras la muerte que sonreía sin parar. La oscuridad acaso volvería algún día, pero entonces se tomarían otras medidas.

Los músicos del caos continuaron en su sendero, obligados a componer con sincera sublimidad sin descansar jamás. Pero lo hacían para reconstruir la casa del demonio divino, para solazar el tedio y la cotidianidad que permaneció aún después del atroz naufragio de la abyecta humanidad. Nada, de cualquier modo, evitó que se esparciera tal miseria, y hasta los músicos abandonaron la esperanza del ciclo adecuado para renacer y restaurar el fulgor granulado por el enjoyado ojo de la inquisición hacía milenios. Solo uno quedó en pie, condenado a un abismo aciago y una continuidad anodina de eras sin sentido, pues era improbable extinguir la plaga enraizada en el mundo lejano del reino onírico. Fantasmagóricas las noches del primogénito, ya que nunca lo atisbé bajar la guardia; nunca abandonó la música que atrajo y capturó en esta dimensión mi alma. La sinfonía final era la muerte de lo que nunca pude ni creí ser: el exorcista de todos mis antecesores.

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Locura de Muerte


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