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Un suicida viviente

Un suicida era yo, pero uno extraño, uno inhumano. Sí, un suicida de esos que no se suicidan; que no completan la acción, sino que hacen del suicidio una forma de vida, por raro que suene. Yo era uno de esos individuos quienes disfrutaban existir sabiendo que la puerta permanecía siempre abierta, que cualquier noche el hartazgo de soportar este mundo y toda su asquerosa masa de personas y execrables rebaños tocaría fondo. Sabía también que, sin la idea de suicidarme, entonces mi vida de verdad sería intolerable, puesto que vivir queriendo morir era la manera más dulce, espiritual y sublime de permanecer vivo sin realmente desearlo. El sufrimiento debía apurarlo hasta el fin, el infierno debía ser lo más recalcitrante posible para poder despegarme de esta vil cáscara humana. Y, sin embargo, ¡cuán difícil resultaba desprenderse de cada maldita partícula de humanidad que aún corrompía mi alma! Todo lo que podía hacer era luchar contra mí mismo, aunque casi siempre era derrotado.

Por eso digo que yo era un suicida falso, uno que no se atrevía a matarse, que contemplaba diariamente la idea en su cabeza, ya fuera la navaja rasgando las muñecas o la garganta, la bala perforando el cráneo y esparciendo los sesos sobre el cuarto… O, tal vez, mi cuerpo hundiéndose en la profundidad de un río donde podría, al fin, caer en el más espiritual letargo. Sea como fuere, ser suicida era tan parecido a estar enamorado, a experimentar esas convulsiones del alma cuando los sentimientos se habían alterado. Ser suicida era mi destino, era mi vida y mi muerte; era la poesía que había escrito, ebrio de emociones contradictorias, para descubrir lo trágico, apacible y refulgente de la existencia. La idea del suicidio era ya lo único por lo que vivía, tan indispensable para mi alma como el aire que respiraba. No obstante, cada día requería más llevar a cabo este acto; cada noche era más difícil pretender que me interesaba proseguir en este absurdo y vomitivo teatro.

Yo era un suicida, pero uno que se suicidaría cuando ya ni siquiera el suicidio me pareciese suficiente; cuando el arte y la melodía de mi sufrimiento ya no me conmovieran, cuando vivir o morir fuesen exactamente lo mismo. Sí, yo era el poeta suicida que odiaba y amaba tanto la vida, pero que siempre suspiró al recordar que nada, absolutamente nada de este mundo sucio y corrompido, le pertenecía. Y, asustado y cansado, volvía al mismo punto de donde había partido, entraba nuevamente en ese laberinto de contradicciones absurdas que era la vida. Sí, tan solo para comprobar una y otra vez que nada, en verdad nada tenía el más mínimo sentido. Pero los gritos eran cada vez más fuertes, las cadenas cada vez más débiles, las caricias cada vez más frías… Y, al final, sabía que no quedaba nada, nada excepto la decisión de suicidarse. Debía aniquilar una última cosa antes: la voluntad de vivir. Solamente cuando el último gramo de esta aberrante condición hubiera sido desintegrado, yo podría ser libre.

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Locura de Muerte


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