Era una tarde cualquiera, más banal que de costumbre en la humanidad. En una ciudad triste en donde el sol brillaba intensamente y donde por momentos se ocultaba tras la contaminación que diariamente era esparcida por los habitantes y las fábricas, donde los químicos intoxicantes dominaban el cielo, había un joven estudiante de filosofía, cuya vida era turbulenta y su modo de pensar era ligeramente distinto al de las otras personas. Lezhtik llevaba una vida frugal, con apego estricto a su carrera universitaria y de acuerdo con los libros que había leído. Si alguna vez existió alguien que pusiera en práctica lo que leía, era él. Su principal interés era convertirse en monje, en un seguidor de la verdad suprema. A pesar de que estudiaba filosofía y de que estaba ya en la parte media de su carrera, las teorías no le parecían convincentes, no denotaban esos sistemas lo que él era y creía. De hecho, la escuela era para él un campo de guerra donde sostenía intensos discursos filosóficos con los profesores a causa del choque de ideas. En realidad, le fastidiaba escuchar a esos viejos hablando sobre tantas cosas inútiles.
Al salir de la facultad, los estudiantes solían tomar rumbos muy variados. El ambiente se prestaba para pasar el rato leyendo bajo la sombra de un árbol, cosa que era hecha por los menos. Algunos más gozaban de la compañía de sus parejas, se entregaban a juegos románticos y se incitaban mutuamente en una especie de coqueteo mal disimulado. Los besos largos eran algo insoportable, y ni hablar de esa forma de hablar estulta que impera en los fanáticos y fútiles enamorados. Por otra parte, estaban aquellos que disfrutaban de su soledad, los que no requerían estar en compañía de las demás personas, pues bien sabían que en su mayoría eran gente imbécil. Entre este grupo de personas se hallaba Lezhtik, quien solía pasear con sus pensamientos y sus libros. Otrora había sido amigo de algunos cuántos estudiantes, pero desde que el sistema se había reformado, había también él reformado su actitud y su esencia.
El sol golpeaba aquella tarde con una intensidad bárbara, derritiendo las pieles de los ahí presentes, sofocando y obturando la visión de por sí precaria de la vida. El señor de los helados estaba encantado con las cuantiosas ganancias que recibía. Uno tras otro, como poseídos, los alumnos y hasta los profesores conformaban una monstruosa fila que no tenía otro fin sino el de recibir esas dos bolas de refrescante nieve de limón. Ya muchos infames hasta babeaban en su delirio por degustar aquel placer ficticio producto de una compleja red en la que habitaban los humanos. Todo el bullicio era apabullado por la hora en que se debía regresar a clases. Si bien es cierto que en años anteriores todos, o casi todos, solían saltarse asignaturas, con la reforma al sistema y el grado de demencial puntualidad y cuidado que se guardaba ahora en toda la facultad, difícilmente algún valiente se atrevía a pasar por alto las reglas.
Se había formado un club, apenas el año pasado, apenas después del cambio que Lezhtik había decidido hacer en su comportamiento, si es que él realmente lo había decidido. Dicho club era el de los soñadores declarados. Se juntaban cada viernes en el bosque para encontrar al monje, historia bien conocida de la facultad. Además, incitaban a la vida ahíta de libertinaje y diversión. Mantenían sus notas en el promedio, ni eran buenos ni malos estudiantes, solo aprendían lo suficiente y su interés era la beca que la facultad otorgaba a casi todos los estudiantes que no tuviesen asignaturas reprobadas. Los integrantes de este club solían contarse sus vivencias e intentaban apoyarse. Algo los unía, y es que absolutamente todos habían tenido vidas trágicas, ninguno se salvaba. Todos habían crecido siendo miserables y una mentalidad de rebeldía e inconformismo los impulsaba.
Siempre estaban juntos por las tardes, fumando marihuana o probando alguna otra droga extraña. Eran apasionados de la poesía, el arte y la filosofía, obviamente. Se nutrían de libros que robaban de las bibliotecas aledañas y pedían limosna. Algunos de ellos tocaban instrumentos musicales, componían música y la hacían de oradores. Otros, más reservados, pintaban y escribían. Todos en la facultad los miraban con ironía y a veces con disgusto. A los profesores no les parecía agradable que este grupito de holgazanes y farsantes filósofos anduvieran por ahí vagando. Argumentaban que en algún momento se iban a descarriar y que comenzarían a asaltar y a imponer ridículas tendencias; en pocas palabras, que impondrían ideologías adversas a la facultad utilizando la filosofía como subterfugio. Sin embargo, como en realidad no había pruebas de estas habladurías, no se les podía imputar por cargo alguno y se les dejaba andar libremente. Algunos profesores menos radicales en sus observaciones, los miraban como locos soñadores, valiéndose del nombre que ellos mismos se habían adjudicado, y argüían que terminarían muertos en poco tiempo.
Era curioso este club y cualquiera podía unirse, el único requisito era ser totalmente rebelde. Para el club, ser rebelde en absoluto representaba ser libre. No respetaban creencia alguna ni ideología social, política o moral. Tenían sus propias reglas y hasta habían diseñado su escudo. Algunos alegaban que se trataba de una secta secreta, pero otros decían que eran solo unos locos universitarios a los que algún día les llegaría el momento de trabajar y ahí terminaría su locura. De hecho, entre las principales ideologías del grupo estaba la de no poseer bien material alguno, pues eran fervientes creyentes de que nada proveniente del materialismo o del dinero podría ser valioso. Como esta, tenían muchas otras ideas radicales y rechazaban todo tipo de apoyo monetario que no fuera a cambio de algún servicio o de la limosna. Y entre dichos servicios se encontraban los ya mencionados de escribir, componer música, tocar instrumentos, pintar, hacer malabares, etc. Todos eran muy talentosos en lo que hacían, y ni hablar del trabajo, eran opositores a toda explotación y forma de control. La forma de libertinaje y diversión que proponían era lejos de la sociedad y su ruido, a través del consumo controlado y preparado cuidadosamente de estupefacientes para liberar la consciencia.
Muchos estudiantes habían intentado unirse dada la atractiva descripción que recibían en forma de chismes. Empero, la mayoría terminaba por desertar unas cuantas semanas después de haber sido aceptados. Las razones siempre eran las mismas: su forma de pensar. En el club de los soñadores declarados se rechazaba toda creencia y forma de acondicionamiento. Así, los que buscaban integrarse se encontraban con una confrontación inextricable en su interior, con un rompimiento de todo aquello que habían creído y que les había sido transmitido. Entre este tipo de desenlaces fatídicos estaban los casos de aquellos que no podían abandonar sus creencias religiosas o sus convicciones políticas, otros sufrían por no quitarse el velo de una moral humanizada o de una devoción hacia sus mayores. Es de este modo que el club se limitaba cuando mucho a cinco integrantes. El fundador de aquel peculiar club era un tipo bien conocido en la universidad, su nombre era Filruex.
Justamente el nombre del club era una especie de ironía hacia la forma de vida de las personas. Con ese adjetivo, se burlaban de la forma en que los habitantes de este miserable planeta existían. Y siempre inquirían quienes eran los auténticos perdedores, si ellos que vivían sin obedecer ley alguna y haciendo lo que les venía en gana, innovando y entregándose a lo que amaban hacer, o los humanos acondicionados que tenían que pasar intensas jornadas en una empresa para no morir de hambre. Desde luego que detestaban a los ricos y se rumoraba que dentro de los planes del club estaba el convertirse en ladrones de bancos. Pero tantas habladurías nunca se confirmaban. Lo único que podía presenciarse en carne propia era una intensa convicción hacia los ideales planteados, especialmente por Filruex, quien no cedía ante nadie en su forma de pensar y defendía sus ideales rebeldes sin importar de quien se tratase. Ya esto le había ocasionado querellas con profesores, pero se calmaron cuando se hizo amigo de Lezhtik. No justamente porque este fuese menos rebelde, sino porque tenía una forma mucho más sutil de decir las cosas.
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La Cúspide del Adoctrinamiento