El problema de aquel poeta deprimido, quien más tarde se convirtió en su propio homicida, era la lóbrega enfermedad de un ser que jamás se sintió atraído por los espejismos de la vida, puesto que para empezar ni siquiera deseaba tener una; mucho menos una tan miserable, tan intrascendente, tan humana…
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La banalidad es el símbolo de aquellos seres que se agrupan en pintorescos rebaños de ignorancia y estupidez, y que perpetúan este deplorable mundo con sus nefandos actos de infame reproducción. Por otra parte, la locura es el sendero de esos pocos avispados quienes deciden continuar existiendo a pesar de saber gran parte de la verdad, y cuyo único desenlace no puede ser otro sino el más triste grito suicida.
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Afortunadamente existe el suicidio, cuya misteriosa esencia no se puede explicar de otro modo sino como la catarsis final y la elevación más sublime de quienes han alcanzado el estado más divino; uno inasequible en este mundo corrompido y para el cual es menester matarse en cuanto se comprende que todo cuanto es carece y carecerá siempre de cualquier propósito.
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Todo lo que se requiere para vivir es autoengañarse tan determinantemente como para no dudar de todo cuanto existe y no cuestionar la realidad, ni siquiera ante la poesía de la muerte. En esto, cabe recalcar, el funesto ser humano es experto; y es así puesto que ninguna otra cosa lo complace tanto como la mentira. ¡Y qué mejor si se trata de la más imperante de entre todas las mentiras posibles: la falacia de la vida!
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Pobres y patéticos seres humanos: todo lo que han creado en un nefando sinsentido se ha tornado, todo lo que han creído no son sino desvaríos de títeres sin espíritu y todo lo que les resta es pudrirse en su vomitivo mundo hasta que la muerte purifique su miserable sino. Realmente la condena jamás estuvo en duda, sino que el destino se burló aún más de ellos al hacerles creer por unos instantes que existía esperanza alguna. ¡Nada más ridículamente tragicómico!
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Obsesión Homicida
