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Corazones Infieles y Sumisos XI

Alister continuaba endiablado, como absorto, como si su anterior yo hubiese sido reemplazado y diseminado por una entidad sexual incontrolable. Besaba a Cecila con furia, mordía sus labios y sus pezones, le lamía todo el cuerpo incluida la vagina tan jugosa, la cacheteaba, la escupía, la pisoteaba y todas esas cosas violentas provocaban que le ardiera el alma. Sus gritos estaban fuera de control, y, sin embargo, gracias al alboroto de afuera, no eran escuchados. Ambos estaban totalmente pegados e intercambiaban posiciones como expertos, en todas las formas habidas y por haber, mostrando su increíble flexibilidad y conocimiento erótico. Era un encuentro bestial entre dos cuerpos cuyas necesidades se solventaban. No ocurría lo mismo con sus espíritus, pues, contrariamente a lo que sus elementos físicos absorbían, éstos se quedaban con las energías transmitidas y permutadas, contaminando de esa forma los puntos vitales de ambos.

Erendy cayó en un adormecimiento sutil y, poco a poco, su subconsciente fue víctima de un cambio de realidad. Fue transportada a una dimensión que ella de alguna forma podía sentir como familiar. Se hallaba a la orilla de un río, existía un árbol ahí cuyas hojas parecían carcomidas por un raro matiz violeta de muerte. A un costado de este árbol había un templo, muy peculiar en su construcción, con una geometría no apta para los seres de las dimensiones inferiores. Decidió entrar y lo que vio acabaría con la poca cordura que le quedaba.

Vivianka, mientras tanto, había mojado las sábanas y su ropa íntima. No recordaba haberse venido tanto desde hace años, ni siquiera en sus pocos deslices durante su juventud poco promiscua. Ahora parecía que la vagina misma se le hacía agua y era imposible detener esas sacudidas, estaba excitada como una diabla con el simple recuerdo de Alister.

Este último follaba a aquella diabla como un sátiro, sintiendo que incluso su pito se desdoblaba hasta tocar la boca del estómago de Cecila, quien parecía empalada en su joven y atractivo amante. Finalmente, el escenario concluyó y todo cesó, los destinos convergieron, las sombras amorfas bramaron, la divinidad personificada en el demonio precioso abrió sus hermosos y morados ojos para vislumbrar las almas reencarnadas.

Vivianka sentía que se partía en dos y, no resistiendo más, soltó un gemido espeluznante que no logró, por suerte, despertar a alguien más. Erendy se hallaba viajando, totalmente fuera de sí, y la escena tan vomitiva y ominosa que quedaría por siempre grabada en su mente representaba a infinitas mujeres en avanzado estado de putrefacción, con mierda embarrada en todo su cuerpo, con llagas sangrientas y moscas alrededor. Supo que, por alguna extraña razón, se hallaban vivas, y su rostro le era familiar también, tanto que sintió un nexo de sangre, una conexión, ¡una hermandad!

Alister se corrió adentro de Cecila, quien ya había aflojado el cuerpo después de tan bestiales embestidas. Sus gemidos fueron superiores a los de Vivianka, sentía en su interior aquel semen que tanto deseó por meses. Por fin había sido preñada. Paralelamente al esperma de Alister que inundaba el interior de Cecila, Erendy salió corriendo y con lágrimas en los ojos, solo para descubrir que, en una de las ramas del árbol, colgaba un capullo, y que parecía albergar a un ser con forma semihumana, o eso percibió en su esquizofrenia. Palpitaba una y otra vez y una corriente de energía oscura lo alimentaba. En tanto, el río se congelaba, mostrando en su superficie los momentos en que ella y Alister habían sido, o creían que lo eran, felices.

De pronto, un pajarillo voló y la sacó de su aturdimiento, era un colibrí verdiazul como el que dibujara para Alister esa noche. Dicho animal parecía supremo, libre de la polución y la sombría esencia de aquel lugar. Fue descendiendo y se posó a la altura su corazón. Acto seguido, profirió algunos sonidos y, con su pico, sacó algo de la joven, algo imperceptible y divino, algo así como el espíritu. Nuevamente emprendió el vuelo, y aquella suprema luminiscencia fue depositada en el capullo, dándole una radiación sobrecogedora, a tal punto que parecía sobrecargarse de algo como energía o lo que sea que fuese transportado por el colibrí. El capullo se rasgó sorpresivamente y, en ese instante, Erendy despertó. De su vagina salía sangre, espesa y fría.

Un nuevo día comenzaba, y el orden de todas las dimensiones estaba a punto de cambiar. Todo se reconfiguraba en las sombras, donde ningún ser sospechaba el intercambio tan denso y significativo de energía que acontecía. Los destinos habían cambiado, así como las prioridades. Pero ¿ser infiel acaso implicaba no poder amar? Infidelidad y amor parecían dos conceptos tan opuestos, pero eso era solamente porque así lo había querido el humano en sus absurdas reglas sociales. En realidad, se podía amar a una persona y cogerse a muchas otras sin dejar de amar precisamente. Es más, en la mayoría de los casos la infidelidad era indispensable para preservar el bienestar del matrimonio tan consumido por el tedio y la banalidad. Eran los amantes quienes hacían que los esposos volvieran a sentirse a gusto estando juntos.

–¿Hoy no irás a ver a Erendy? –preguntó una voz femenina deslizando las cortinas–. Ya es algo tarde, será mejor que te apures, nosotros iremos con tus abuelos al bosque de los árboles rosas.

–Ya voy, estoy muy cansado. Quizás hoy no la vea, solo quiero dormir –respondió Alister, quien se encontraba semimuerto después de la noche tan agobiante que había vivido. Las palabras bosque de los árboles rosas lo despertó ligeramente. Por alguna razón desconocida, se había quedado muy dentro de su mente aquella historia que contase la madre de Erendy.

El sol irradiaba con todo su esplendor, el día recién había nimbado y la lujuria del ayer ahora elevaba a una reflexión y una pureza conocida solo por los infieles arrojados al abismo del infierno después de haberse aburrido en el cielo de lo eterno. En un rincón del tenebroso y escabroso limbo, se hallaba uno cuya mente retorcida no daba cabida a una idea preconcebida. Alister dormía placenteramente, como si acabase de salir de un cuento de ciencia ficción. No despertó sino hasta el mediodía, era sábado y caluroso. Erendy no sospechó en lo más mínimo lo acontecido, y es que le había otorgado a Alister toda su confianza. No dudaba de él en lo absoluto, tal era su concepción del amor. No entendía cómo seres tan efímeros como los humanos podían vivir tan erróneamente y ella solía confiar en las personas que no debía. Sin embargo, con Alister era diferente, sentía que verdaderamente era algo sincero lo que compartían, fuera amor o no.

Así, Alister acordó ver a Erendy al día siguiente. Lo que restaba del sábado deseaba cavilarlo en soledad. Acomodó un poco su habitación, tomó una ablución, se preparó un rápido desayuno y salió a caminar, tan solo eso deseaba. Sus pensamientos se asemejaban a una barahúnda de perros salvajes que corren a toda velocidad tras su presa, todo daba vueltas y se mezclaba en una luminiscencia de matiz embelesador. Al fin y al cabo, estaba solo como siempre. Erendy era interesante, pero el progreso era personal. Ahora se cuestionaba si él merecía ese progreso, el cual simplemente lo había hecho ser más miserable. Todo cuanto los humanos podían pervertir estaba ya declarado, y el sexo no era la excepción. Incluso sin notarlo, se fue sumiendo poco a poco en una extraña jaula con barrotes de acero inquebrantables. Pero ¿por qué debía ser así? Él solo anhelaba ese cambio y ese despertar tan difícil de hurgar.

Mientras caminaba sin rumbo y miraba los letreros y anuncios consumistas que las personas idolatraban, le parecía que ahora el cielo ya no era más azul y el sol no destellaba como siempre. El primero poseía un tono rojizo y gris, como si estuviera ulcerado. Por su parte, el segundo despedía una clase de rayo más opaco que brillante, en el que imperaba una rara mezcolanza de azul y negro. Alister decidió no prestar atención a ello, sin siquiera intuir que nunca más volvería a contemplar el mundo como antes. Le atraía sobremanera elucubrar sobre los misterios sexuales del ser humano, y es que se apasionaba con muchos temas no tocados por la ciencia y referentes a la mente. Para Alister eran pocos los que lograban entender que la mente humana y sus más entrañables misterios se hallaban a años luz de seres tan atrofiados. Misma suerte había corrido al intentar discutir el tema con sus padres y profesores. La única persona, de hecho, que había logrado comprenderlo, era Erendy, como siempre.

Entonces ¿por qué? ¿Por qué se había cogido a Cecila? Y ¿por qué sintió ese alivio? ¿Por qué lo necesitaba y anhelaba tanto? ¿Era cierto acaso que los humanos nos empeñábamos en crear ideas y necesidades ficticias? No era su caso. Cada día que pasaba sentía un deseo que le quemaba toda el alma, una lascivia que no podía calmar con el acto de tocarse en su cama. Y ahora lo principal, todo podría ser ideal salvo esto, que no era Erendy la que ocasionaba ese deseo sexual tan agresivo. Era sumamente intrincado de desembrollar, nadie podía realmente ayudarlo. Estaba tan perdido, tan solo y afectado. Jamás llegó a imaginar una situación tal. Recordaba cómo había conocido a Erendy, podía incluso vislumbrar, a través de recuerdos borrosos, esos días en que se sentía enamorado, en que no podía hacer algo más que estar con ella, donde hubiera dado todas sus reencarnaciones con tal de abrazarla eternamente. Además, y lo más peculiar, había dejado de sentir esa emoción, esa simpatía y conexión. Ya ni siquiera se sentía excitado cuando Erendy lo besaba con pasión o recorría su cuerpo con sus caricias. Tan solo fingía un falso placer, simulaba el orgasmo en cada ocasión.

Se retorcía en el tiempo, se estrangulaba en el espacio, se cuestionaba el porqué de sus acciones y su naturaleza. ¿Acaso era algo que debía aprender y superar? ¿Era un castigo o tan solo algo no funcionaba adecuadamente en su mente? ¿Cómo podía ser que ese fuera él? Por una parte, adoraba a Erendy, la apreciaba con el alma, la magnificaba, era todo lo que él había soñado, tan inteligente, comprensiva, rara y hasta presumida; sin embargo, no ocasionaba que él se sintiera atraído en el acto sexual, no lograba unificar la transmisión de energía vital. Por otra parte, estaba Cecila, que ahora era la materialización de su impensable, aunque ya no tanto, locura. No podría jamás en la existencia absurda llegar a comparar a Cecila con Erendy. Y es que la segunda lo tenía todo, la primera nada tenía que él pudiera apreciar, y, aun así, el deseo sexual que experimentaba al atisbar a Cecila con ese porte de piruja, esos labios rojos, esos cabellos castaños y sedosos, esas cejas contorneadas, esa expresión de inmensa concupiscencia, esos senos tan bien formados, esas nalgas tan ardientes, esa vagina tan pegajosa, esos besos tan hermosos y esas caricias tan ostentosas… Todo aquello no podría hallarlo nunca en su amada.

Y no era porque no quisiese, lo había intentado todo durante esos actos con Erendy, esos tremendos arrebatos donde ella parecía enloquecer y él sabía que lo disfrutaba al máximo. No obstante, para él era una tortura sin comparación, podía sentir que algo en su cabeza se bloqueaba, algo no funcionaba correctamente. Amaba a Erendy, o eso creía, pero no la poseía, no lo quería así. Finalmente, se resignaba pensando que algún día pasaría, que podría volver esa llama a arder en él, que todo sería como antes, que desearía poseer a Erendy, pero no.

Lo que nunca fue capaz de dilucidar es que no hay unión en el amor verdadero, la falsedad le quita el sentido, como a la humanidad en que vivimos. Lo concerniente es que el acto sexual no puede ser la más intensa y magnífica representación del amor, pues, si hemos de hallarnos en espíritu en algún reino tras la muerte, será sin un cuerpo. Y entonces ¿cómo podría reducirse ese inefable, inmarcesible e inclasificable sentimiento, magia, ciencia, rareza o lo que sea que entendamos por amor, a un simple acto carnal? Alister no entendía un carajo de lo que le ocurría, no concebía tal dualidad en él. Cualquiera pensaría que era un asqueroso infiel, que había cedido a los placeres mundanos y a la tentación. Y quizá sí, pero era más que solo eso. Nadie podría comprender el porqué de aquella adoración hacia Erendy y, al mismo tiempo, el rechazo sexual. Y más extraño aún el que Cecila ocasionase lo contrario. Pensó entonces que existían dos personas en él, que se podía fragmentar su personalidad. Sin embargo, pasados unos minutos, se apresuró a rechazar tal imprecación. Tan solo estaba él ahí, o ¿no?

Ya sin aliento para continuar aquella querella interna que lo mantenía preso, y sin la más mínima pista de la llave que sería su liberación, resolvió sentarse bajo la sombra de un árbol que inconscientemente eligió, uno de bugambilias. Extrañamente, en cuanto se sentó, un frío de los mil demonios se lanzó contra el lugar, envolviéndolo todo en aquel gélido espectáculo. Cuando todo se hubo calmado un poco, recogió una de aquellas hermosas flores, tan solo para percatarse de que estaba congelada. Súbitamente, rememoró aquella ocasión en el bosque de los árboles rosas, cuando juró amar a Erendy sin importar el precio. Pero esa endiablada helada trajo como consecuencia algo distinto. Nuevamente, se podría cuestionar si fue obra de una voluntad divina, del destino, de una casualidad bizarra, del libre albedrío o solo una eventualidad más. El hecho es que ese aire helado despertó en Alister la memoria de una singular teoría que, para incrementar el enigma, versaba sobre la incapacidad de sentir atracción sexual hacia el ser amado. El experimentar el sexo con una persona que en su totalidad se repugnaba, pero que ocultamente se necesitaba para satisfacer los ocultos apetitos, denotaba el punto central. Se daba una explicación tremendamente innovadora de por qué el humano tendía a ser infiel, y se cuestionaba si tal conducta era intrínseca, si realmente se tenía algún control sobre nuestro ser en situaciones extremas.

Era exactamente lo que atravesaba Alister, no se podría haber trazado mejor su angustiosa situación. Lo incomprensible vino cuando no recordó si era verídica aquella teoría, si existía en papel, o si tan solo lo había soñado en aquellos oscuros vericuetos de su alma. Hasta donde lograba recapitular, el título de esa obra era la teoría de la sumisión.

En las primeras páginas se ampliaba el título y se explicaba someramente la tesis. Además, le causó curiosidad el rememorar que el autor no era conocido en el campo, pues incluso lo buscó en internet y jamás halló información al respecto. Justo en esos instantes de profunda cavilación, vino a posicionarse a un costado de Alister un niño, ya parte adolescente, que pedía algo de limosna y, a cambio, pregonaba predecir el futuro. Vestía unas ropas sucias, su aspecto era enigmático, con facciones ligeramente distintas al resto de los humanos. Se le notaba espantado y hambriento, hablaba muy calmadamente, y, lo más llamativo y lamentable, era que no poseía uno de sus brazos, mientras que el otro estaba como cubierto casi en su totalidad por una podrida carroña.

–Hola. ¿Cómo estás? ¿Por qué vienes aquí? Ya casi ninguna persona se interesa por su futuro, ¿cierto?

Alister no supo qué responder ante aquel niño tan pútrido. Se sentía asqueado, tanto de la existencia en general como de la suya. Los deseos sexuales se mezclaban con los suicidas, y eso definía su destino de mejor manera que como lo haría el amor.

–No tengas miedo, no es contagioso, es solo que mi nave se estrelló y caí en esta dimensión. Mis brazos quedaron así cuando intenté tocar la sangre humana.

Alister siguió sin responder, en parte sorprendido y en parte asustado por el aspecto tan garrafal de ese niño. Parecía que un camión lo había arrollado, ni siquiera podría pensarse que fuese real su existencia.

–¡Vamos, amigo! –exclamó el niño con una sonrisa lúgubre–. No debes temer en lo absoluto. Solo necesito unas cuantas monedas, tú sabes cómo es este lugar. No eres alguien sin ese falso dios llamado dinero.

–Eso es una estupidez –afirmó Alister–, pero tienes razón, por eso quiero irme de este mundo.

–Eso suena complicado. Yo llevo no sé cuántos siglos atrapado aquí, creo que todos ustedes lo están también.

–¿A qué te refieres? –preguntó Alister, que por primera vez se interesaba en la plática del mocoso carroñero.

–Sí, supongo que ya lo has intuido. Tú solo estás dormido, solo es una impresión de la mente, como el pincel de un artista que plasma lo inefable de su espíritu. Todos los seres dependemos de una realidad, de un sistema, de una maquinaria para subsistir.

A Alister le llamó mucho la atención aquella sentencia y decidió prestar atención. El niño continuó:

–No creas que es tan fácil. Nadie puede escapar de las garrapatas que nos atan al núcleo de esta abominación. Te podrá parecer exagerado, pero de donde yo vengo se ha descubierto la forma de mezclar el espíritu y la tecnología, se han hecho avances que jamás comprenderías en tu estado actual, se ha abarcado un amplio espectro sobre la conciencia, la subconsciencia, la metaconciencia y, en general, sobre la mente.

Tales vocablos ocasionaron un éxtasis en Alister, quien rogó al carroñero proseguir, y este le obedeció:

–De donde yo vengo no existe el dinero ni las sociedades ocultistas, políticas, económicas o cualquier otra blasfemia. ¡Cuánto me encantaría que pudieras observar mi mundo!

–Y ¿cómo se llama tu mundo? ¿Acaso podrías llevarme? Quisiera conocer tu origen –inquirió desesperadamente Alister.

–Mi memoria se ha desfragmentado desde que llegué aquí. No sé cómo se traducen los vocablos, los tengo en mi cabeza, pero tu idioma es complejo. ¿Llevarte dices? Ni siquiera yo sé cómo regresar.

–Entonces ¿tú no eres humano? ¿Qué eres? ¿Puedes en verdad leer el futuro?

Alister estaba enfermo de curiosidad, añoraba justificar su presente con la especulación absurda.

–Soy más humano que tú y que todas las personas que habitan esta civilización. He visto bastantes cosas desde que llegué aquí, y no es un lugar en el que se debiera concederse la vida. Algunos compañeros han venido aquí y…

En esos momentos, el niño miró hacia el cielo y pudo reconocer que se agitaba algo, eran unas sombras amorfas.

–¡Son ellas! ¡No puede ser! ¿Cómo han llegado hasta aquí?

–¿Quiénes? ¿De qué hablas? –exclamó Alister, sobresaltado por el sobresalto del niño.

–¡Belz! –pronunció aquel infante, totalmente pálido–. Jamás podría olvidarme de ellas.

–Y ¿qué es eso? –replicó Alister confundido–. Yo nunca he visto a esas cosas que mencionas, ahora solo atisbo el cielo y su gris inminente.

–En verdad ¿no puedes verlas? ¿Ni siquiera en tus sueños? ¿Alguna vez has sentido que algo o alguien interfiere en tu libre albedrio, suponiendo que tengas uno? No conozco mucho de esas cosas en ustedes, por cierto.

Alister casi se desmaya cuando, al hacer memoria, se dio cuenta de que esa palabra estaba ahí en uno de sus más sombríos sueños. Pero también era cierto que le parecía muy sospechoso todo lo que hasta ahora había acontecido. De hecho, estaba obsesionado con saber si existían el destino y el libre albedrío, así como su oposición o conjunción. Lo único que veía era aquel cielo grisáceo y esos haces de luz oscura que eran carcomidos por un azul lúgubre. Además, le parecía que las nubes formaban crucifijos, todo a su alrededor daba vueltas, la sutileza de la existencia no podía matizarse en su forma eterna.

–Da igual, me he acostumbrado a las rarezas en este mundo ahíto de paradojas. Lo que te comentaba es que todos los seres están supeditados al tiempo y al espacio, nadie se salva. Es por esta razón que ni tú ni nadie podrán alguna vez escapar de la matriz principal que alimenta a todos los vivos con muertos y, asimismo, los obliga a vivir. En otras palabras, los relojes cósmicos se han dispuesto de forma que nada logre derretirlos, congelarlos, disiparlos o descontrolarlos. Tú, yo ahora, y todos somos víctimas de este control atemporal.

–Y tú ¿cómo sabes eso? Pareces albergar una sabiduría divina –cuestionó Alister, incrédulo.

–Yo lo sé todo sobre este mundo. Aprendí algo de pequeño, ya sabes, mi memoria es confusa. La verdad no sé explicarlo, es un conocimiento abstruso para ti.

–Y ¿puedes decirme mi futuro? ¿Tú acaso has logrado la clarividencia?

–Sí, desde luego. Toma algún tiempo, pero lo sabrás; el pago es voluntario. No sé si he alcanzado eso que conoces como clarividencia, da igual. Nada es tan simple para ser aprendido por los estultos, aunque tampoco tan complejo para no ser obsequiado a los iluminados.

Alister aceptó la oferta y se colocó en la posición indicada, aflojando el cuerpo, reposando y abriendo su ser.

–¡Ya está! –barruntó el niño–. He acumulado aquí tu imagen interior. Es momento de que recorra lo que fuiste, eres y serás…

Y, como en un acto de magia, el niño se tornó impasible. Ni siquiera una mosca lograba moverlo, estaba impertérrito frente a Alister. En su frente se apreciaban ligeras arrugas, que dieron paso a una abertura inverosímil. ¡Era el ojo omnipresente!

–¿Estás bien? ¿No sientes dolor o incomodidad alguna? En mi dimensión es ilegal hacer uso de estas técnicas para seres inferiores, ¿te parece que funciona? –preguntó en vano varias veces el niño, pero Alister ya reposaba en trance.

Se produjo lo que parecía un corto circuito y la dimensión del choque fue como si se quemara una instalación eléctrica, acto seguido el niño se retorció de dolor. Alister no entendía un carajo.

–Y tú ¿quién eres? –colegió el niño, sorprendido al levantarse ensimismado por el impacto de la energía acumulada.

–¿Cómo que quien soy? Ya lo sabes, tú puedes leer el futuro. Ahora dime ¿qué has visto? ¡Por favor, tienes que decírmelo ya!

–Temo decirte que esta vez no fue así.

Alister no podía creerlo y, aun así, se limitó a escuchar sin proferir algún ruido. Aquel niño debía ser un farsante, tal y como lo había sospechado desde el comienzo.

–No te mentiré. La verdad es que no pude ver tu futuro, no logré horadar en tu ser. Existe una barrera que nunca había hallado. No importa cuánto lo intente, me resulta imposible romper tu defensa.

–Y eso ¿qué significa? ¿Es bueno o malo?

***

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