Capítulo XI (LCA)

Paladyx recordaba ese día con mucho cariño. Vestía unos tenis desgarrados y unas medias rasgadas combinadas con un peto azul ya muy desgastado y decolorado. Se había hecho dos colitas y sus cabellos estaban teñidos de un rojo intenso, tal como le gustaba. Llevaba las uñas negras y largas en contraste con su piel blanca. Sus ojos reflejaban fuego bajo esas pestañas inmensas y sus párpados estaban cubiertos de un negro profundo. Sus labios relucían como la sangre y sus expansiones y perforaciones le daban un toque único. Ciertamente, era deseada por muchos hombres, pero ella solo tenía ojos para uno.

–En las notas que pude guardar de mamá, antes de que incineraran todos sus apuntes, dice que una bruja solo se enamora una sola vez en su vida, pero que ese gran amor no se puede ni se debe cumplir.

–Eso no lo sabía. Me parece interesante todo lo que sabes Paladyx, eres especial. Ciertamente, es muy extraño que estés estudiando filosofía, o eso supongo en mi reducida concepción.

–No te preocupes, no estoy aquí porque espere algo trascendente. En parte es la beca lo que me mantiene atada. A veces mi madre no regresa en semanas a la casa y yo debo ver por mí misma. Al menos tú tienes a tus padres, que te quieren y se preocupan por ti. Tienes algo que ya es complicado tener en este mundo, no lo olvides.

–Sí, eso es lo que pienso. A veces me frustra que sea así, pero les agradezco, aunque les reproche tantas cosas. Ya es hora de irme, creo que ya se me bajó un poco el efecto de la hierba.

–Yo también ya partiré a mi hogar, a pudrirme en mi cuarto. Creo que continuaré revisando las notas de mamá y luego haré tarea. También trataré de autohipnotizarme, aunque comienzo a desesperarme, es mucho más complicado de lo que pensaba.

–Tómalo con calma, tú podrás lograrlo. Hasta pronto, regresa con cuidado.

Paladyx, sin previo aviso, tomó a Lezhtik entre tus brazos y lo mantuvo apretado contra ella durante unos instantes que fueron eternos en su cabeza. Disfrutó demasiado aquel abrazo, tan cálido y reconfortante para provenir de un ser tan frío y solitario. Su calor le era tan placentero como un mundo donde la ciencia y la magia fueran uno solo…

Una lágrima escurría por las mejillas de Paladyx, todo lo que le quedaba eran los recuerdos de aquellos beatos días en que disfrutaba la presencia de Lezhtik. Luego, vino esa ocasión en el bosque de Jeriltroj donde vio a aquel joven alucinar y desplomarse, para rozar sus labios un efímero tiempo y sentirse irrelevante a partir de entonces. Lezhtik se alejaba cada vez más de ella, del mundo, de todo, pero pensaba que estaba bien, que así estaban mejor, sin convivir más. De otro modo, solo se hubieran estorbado, prefería verlo florecer y sabía que, mientras ella se retorcía de dolor entre su llanto, aquel joven que tanto adoraba escribía y estudiaba incesantemente. Nada podía llenarla de más dicha la idea de no obturar los derroteros de un alma fulgurante como la de Lezhtik.

Ya recostada e intentando conciliar el sueño, Paladyx no lo conseguía de ninguna manera. No lograba sacar a Lezhtik de sus pensamientos y todo la hacía recordarlo. Sin pretender que no lo extrañaba y que anhelaba mirarlo, encendió su computadora y buscó entre sus archivos uno muy peculiar. Justamente había sido el joven que ella quería en lo más profundo quien se lo había compartido una de tantas noches en que intentaba platicar con él. Como siempre, no había recibido respuesta, pero, en compensación, recibió en su correo una especie de ensayo cuyo autor resultaba ser Lezhtik; y no solo ella, todo el club de los soñadores lo habían recibido. Seguramente que Filruex estaría encantado con aquel texto, y todos los demás miembros también. Empero, ella no concebía algo más perfecto que los escritos de aquel enigmático hombre, cuyos labios rozase por única y tal vez última vez en su diminuta existencia. Abrió el ensayo y comenzó a leer, sumergiéndose en las ideas tan exuberantes que denunciaban los crímenes de la humanidad y su vil forma de vida.

Sobre la inutilidad de la existencia

Era curioso y raro el modo en que actuaba el supuesto amor cuando dos personas se encontraban entre sus engañosas redes. Ya fuese por coincidencia o por destino, los humanos siempre tendían hacia esa especie de sentimientos no aptos para su naturaleza aciaga y lo más deplorable y funesto era la limitada y sucia concepción que éstos poseían del amor, siempre rebajándolo a un mero acto de costumbre o a una enfermiza necesidad y una dependencia vil y suicida del prójimo. Tales conceptos eran los que mejor identificaban al humano con su distorsionada percepción de amor y con la reducción moral y espiritual que de él habían realizado.

La sociedad moderna se caracterizaba por una vil y atroz decadencia de valores, por una extremada tendencia al libertinaje y los excesos, por una degradación de toda especie de sentimiento o pensamiento que albergase pureza o vitalidad. Valores tales como la sinceridad, la honestidad, la honradez, la empatía, el respeto, la dignidad, etc., estaban ya casi extintos en los humanos. Ni hablar de la supuesta moral que regía en tal civilización mundana, pues era tratada y doblegada como si de un trapo se tratase, siempre manejándose a conveniencia de los interés personales. Más allá del bien y del mal, el humano poseía la espléndida habilidad de torcer los eventos y de matizar sus acciones entre la miseria de su raza, de tal manera que la humanidad misma se complacía en pisotear y degradar las mismas cosas que creía ostentar.

Ejemplos los había de todo tipo, pero los más comunes estaban vinculados con un hambre insaciable de fornicación. El deseo sexual era un aberrante imperativo en el humano, enloqueciéndolo y guiándolo a todo tipo de obscenas y grotescas prácticas, convirtiéndolo en un esclavo de la pornografía y la prostitución. Y esto último era fervientemente practicado por la mayor parte de los hombres maduros, quienes, por una u otra razón, recurrían a dicha práctica sin importar todas las consecuencias que ello podía acarrear, y esto sin contar que eran padres de familia, esposos, y que se hacían pasar por seres ejemplares y con una imagen intachable en la sociedad. El número de hombres que asistían a burdeles, prostíbulos y bares con tendencias sexuales, aunado con aquellos que vagabundeaban en las calles pestilentes donde laboraban las sexoservidoras, era abrumador. Se podía decir que el humano poseía una natural inclinación a la infidelidad, ya fuese solo por saciar los deseos sexuales que no lograban satisfacer con sus parejas, o sencillamente era producto del aburrimiento.

Lo cierto era que el respeto hacia la pareja estaba absolutamente por los suelos, con lo cual resultaba gracioso que el humano siguiese contemplando la idea de un amor en el mundo de la falsedad. Y, si este era el retorcido concepto que se tenía del amor, entonces en verdad el humano estaba acabado. Además, cuando el humano creía amar, sencillamente caía en la costumbre, la desesperación, el acondicionamiento, el apego, la dependencia o cualquier otra razón que demostraba la incapacidad de una raza decadente para preservar un sentimiento puro y perteneciente a un plano superior…

Paladyx se detuvo ahí, meditando lo que parecía ser una crítica hacia la educación sexual y el respeto mutuo. Indudablemente, la sociedad tenía un grave problema en tales temas, aunque, en última instancia, quizá solo eran parte de un entorno preparado para albergar cosas mucho peores. De cualquier manera, era interesante analizar y preguntarse ¿qué era realmente el amor? ¿Qué sería del amor si no existiese el contacto físico? Posiblemente, el supuesto amor humano estaba invariantemente condicionado a la contemplación física; sí, eso debía ser. Ese era uno de los puntos clave: el amor se había confundido trágicamente con mera atracción física o con un instintivo deseo de reproducción. Si acaso todo el mundo fuese ciego, el aspecto físico sería irrelevante y, tal vez, las personas no se enamorarían ni querrían estar juntas.

Tal vez el mayor castigo era el de la visión, pues el humano era naturalmente un ser inferior y terrenal, que se veía arrastrado de forma inevitable hacia los atractivos que sus carnales deseos y sus materiales ojos le presentaban. Pero eran solo conjeturas que Paladyx realizaba en la oscuridad de su habitación, nadie las sabría jamás, ni siquiera Lezhtik. Prefirió pasarse al siguiente capítulo y dejar el aspecto sexual para después, cuando pudiera analizarlo mejor. Por ahora, le atraía más leer por tercera vez la parte más extensa de aquel breve ensayo, la cual siempre le dejaba con un mal sabor de boca. Esta vez no hizo pausas y leyó todo de corrido, hasta que no pudo deslizar más la barra de desplazamiento en su monitor.

Otro de los factores que guiaban a la sociedad moderna hacia un abismo sin fin era la asquerosa y pútrida concepción de que el dinero lo era todo, incluyendo el concepto de felicidad. La raza humana, miserable y terrenal, no entendía otro modo de poder y satisfacción que no fuese mediante el dinero y todo lo que de él se desprendía. La felicidad humana se basaba en acumular riqueza, en conservar grandes cuentas bancarias, en adquirir bienes materiales de todo tipo para presumir y llenar el vacío que representaba la vida actual. Por ello, existían humanos que se ahogaban entre sus billetes, que lucían ropa carísima, que viajaban en automóviles, que valían más que la vida de todos los habitantes de un país, que poseían mansiones en diversas partes del globo y que viajaban a los lugares considerados como bellos por una visión tan pobre y visceral de seres envilecidos. Y lo anterior en tanto había muchos otros cuya única aspiración era sobrevivir o no morir en las calles.

Lo más gracioso era que estos sujetos, los adinerados y alabados, eran casi siempre futbolistas, actores, comediantes, empresarios, políticos, líderes religiosos, entre otros, pero casi nunca se escuchaba hablar de poetas, escritores o pintores que tuviesen tales excesos, y, si así era, se debía a una herencia familiar y no a una retribución por su trabajo, el cual nada significaba para el sistema capitalista. En todo caso, las personas normales, esto es, la gente con una economía normal (baja), admiraba e idolatraba hasta el delirio a los supuestos visionarios y entes que más daño hacían al pueblo y cuyos salarios bastarían para acabar con el hambre no una, sino solo dios sabe cuántas veces. A tal punto se había consumado el plan perfecto para la esclavitud eterna, donde el humano adulaba y protegía lo que con mayor violencia lo destruía.

Mientras algunos humanos se revolcaban en joyas y billetes, otros (la mayoría) se veían forzados a pasar sus vidas en intensas y desgastantes jornadas laborales, tan solo para poder sobrevivir y, en algunos casos más, para pagar sus vicios (prostitución, televisión, radio, videojuegos, cerveza, tabaco, drogas, comida basura, películas, discos, conciertos, etc.). Existía, asimismo, un cúmulo de gente, quizá mucho mayor del que comúnmente se mencionaba, que, en pleno siglo veintiuno, vivía en condiciones paupérrimas, mendigando por las migajas y padeciendo toda clase de improperios: pobreza extrema, explotación demencial, esclavitud moderna y una denigración absoluta de sus vetustos conocimientos.

No obstante, a nadie parecía importarle en lo más mínimo la manera en que éstos desdichados padecían diariamente y se las arreglaban para enfrentar la expansión del humano moderno, pues lo que a todos les interesaba era solo divertirse y cobrar sus quincenas, mantener sus mentes entretenidas con sexo, fútbol, alcohol y cualquier otra actividad que rayase en el absurdo de su mísera, asquerosa, fútil y pendenciera existencia. Pero así era el humano, así era la humanidad, mejor dicho; unos tenían más que todo y otros menos que nada. Ciertamente, la injusticia y la inequidad eran las muestras más plausibles de la decadencia de valores en la que el mundo civilizado se hallaba tan placenteramente. El dinero había infectado las consciencias de los individuos, arrebatándoles algo más que sus sueños: su alma.

Por otra parte, grandes corporaciones contaminaban diariamente el medio ambiente, ya fuese por vía aérea, marítima o cualquier otra manera que encontrasen para destruir y lacerar la naturaleza. Precisamente, la gente marginada que habitaba en regiones cada vez más devastadas, personas que se habían aislado del mundo dada la violencia y la estupidez que el humano actual mostraba, eran quienes más sufrían estas degradaciones. Por ejemplo, había industrias y empresas que desechaban agentes tóxicos en donde se les venía en gana, contaminando mares y bosques, selvas y océanos, exterminando ecosistemas enteros y, con ello, afectando los procesos de la vida y la evolución, la fotosíntesis y la cadena alimenticia. Por supuesto que, gracias a la contaminación que realizaban estas compañías, los pobladores de regiones aledañas a los sitios en donde estos desgraciados arrojaban sus porquerías bebían agua contaminada y padecían todas las consecuencias de estas endemoniadas irregularidades; empero, como no existía en el mundo organización alguna que se atreviese a frenar a estas destructoras de ecosistemas, nada se podía hacer al respecto.

En gran medida esto se derivaba de la corrupción ocasionada desde que el dinero surgió como forma de control de las masas. No existía en el mundo civilizado una sola persona que no ambicionara dinero, que no enloqueciera cuando se le presentaba la oportunidad de sentarse en la silla más alta y de complacer todos sus deseos materialistas y egoístas. En la sociedad del humano civilizado cualquier ley podía romperse, cualquier persona podía ser aniquilada, cualquier mujer podía ser violada, cualquier especie podía ser extinguida, cualquiera podía ganar dinero fácil mediante actividades asquerosas; empero, lo que nadie podía percibir era el pestilente envoltorio que ahora rodeaba al planeta. El humano se había trastornado al punto de la locura, había expulsado de sí mismo cualquier vestigio de una posible alma, había abandonado toda especie de razonamiento, propiciado en gran parte por la televisión, la religión y demás medios de comunicación cuyo único propósito era estupidizar y adoctrinar al rebaño.

Las prácticas humildes y la vida espiritual estaban totalmente olvidadas. Y, asimismo, a nadie le importaba alguna actividad que no sirviese para obtener dinero. De tal forma que la poesía, el arte, la verdadera ciencia, la auténtica composición musical y la literatura real estaban extintas. Desde luego que había personajes que decían ser artistas, escritores, músicos y científicos, pero no eran sino meros títeres del sistema cuya función era básicamente idiotizar a las masas. Por supuesto que las personas, en su ingenuidad, adoraban a estos maestros de la imbecilidad y los consideraban grandes pensadores o íconos de la moda y la supuesta genialidad humana. Los libros que hoy en día se leían estaban vacíos, su contenido era mero excremento; la música que hoy se escuchaba carecía de cualquier clase de sublimidad y se dedicaba esencialmente a pudrir los oídos; la poseía no valía ni un centavo y se consideraba aburrida; el arte era ya cualquier cosa que las difuntas mentes de los títeres considerasen como interesante, aunque nada expresase ni comunicase en un sentido más allá de lo banal.

Y, así, todas las cosas estaban yéndose al carajo en el mundo donde los sueños ya no existían, donde todo era materialismo, dinero, entretenimiento y putrefacción. Ya no existían almas, habían sido intercambiadas por un fajo de billetes o por unas piernas abiertas. Ya no había humanos que aspirasen a ser humano sublimes, pues fácilmente cedían ante el poder de la pseudorealidad y se envilecían demasiado pronto. Las personas habían aprendido a vivir y a sentirse a gusto en esta falacia terrenal, sin percatarse del absurdo en que pendía su existencia, sin notar jamás la vomitiva y nauseabunda, execrable e ignominiosa forma de vida que tan artificialmente había sido preparada para ellos y que, desde su nacimiento, habían aceptado de manera incondicional.

Ya nadie se amaba en el mundo, nadie se respetaba ni era sincero, nadie podía entender a otro, nadie tenía tiempo de otra cosa que no sirviese para ganar dinero. Todo el mundo humano estaba ahogado en una sustancia peor que la misma suciedad, y lo peor era que los habitantes de esta sórdida e inicua civilización no parecían disgustados ante tanta suciedad, sino que se aferraban más a ella. Y tal parecía que les fascinaba ahogarse en el vómito que era la sociedad moderna y que, entre más materialistas, decadentes, terrenales y ambiciosos fuesen los humanos, mejor se sentían con su absurda existencia y sus metas banales. Se habían inventado cuentos de paraísos y de seres celestiales que mantenían controladas a las personas; incluso la ciencia se había corrompido y trabajaba solo para los poderosos. Las grandes industrias manejaban a las personas como si fuesen piezas de ajedrez, la televisión hacía y deshacía con las mentes de los humanos; y éstos, en su miseria, solo vivían laborando de lunes a viernes para embrutecerse con alcohol los fines de semana, o para pasársela aplastados mirando películas sobre vidas que jamás tendrían o personas que nunca conocerían y que, en su sórdida imbecilidad, admiraban o idolatraban.

Algunos otros creían que el sentido de sus vidas se hallaba en sus familias, pero esto no era sino una herramienta más del sistema para acondicionarlos, haciéndoles creer que sus hijos podrían lograr lo que ellos no, que la gente que los rodeaba era menos torpe que ellos. No obstante, la realidad era que nadie se mantenía libre de la infección que se había propagado por todo el mundo y que había vaciado alma y mente en todo ser humano. Inclusive, la educación actual era solo un vil acto de repetir ideologías gastadas que en nada habían ayudado al mundo, pero de ese modo se beneficiarían los poderosos y se consumaría el acondicionamiento que ya se había fraguado desde que los padres inculcaban toda clase de asqueroso atavismos a sus hijos.

Así, el sistema educativo estaba bajo la rueda, estancado y sin ninguna posible escapatoria. Los estudiantes lucían desinteresados y se conformaban con memorizar textos sin razonar, en tanto los profesores no tenían el más mínimo interés en enseñar cosas a jóvenes que no valorarían su esfuerzo. Nada valía la pena ya, sino solo dinero y más dinero. Las personas dignas de admiración y consideradas exitosas por gente acondicionada eran aquellas con trajes elegantes y puestos elevados en alguna vil compañía, o que ganaba millones pateando un balón, o que predicaban cualquier clase de bagatela para embrutecer a esos miserables que asistían cada domingo para que les lavaran el cerebro. En el mundo moderno, las personas sensatas y despiertas terminaban por recurrir a la única salvación posible: el suicidio.

Y, sin embargo, así seguía la humanidad viviendo, pudriéndose, hundiéndose en la absoluta decadencia de valores que la había corrompido, pereciendo en el total desenfreno y la vil absurdidad. Triste era saber que, a los pocos humanos que intentaban alguna vez imponerse y luchar contra esta sacrílega forma de vida, les era propiciada solamente la muerte. Curiosamente, las mismas ovejas que aquel revolucionario libertador intentaba liberar eran quienes terminaban por delatarle y entregarle. Casos como esos eran los que se contaban de boca en boca, al menos entre la gente que sí quería un cambio. Esto se explicaba en gran parte porque el humano no quería evolucionar, no deseaba abandonar su actual estado de estupidez e ignorancia, se sentía cómodo en un mundo donde ganar dinero y divertirse fuese todo lo que importase, así de miserable y vomitivo se había tornado. Para completar la resumida descripción de una sociedad condenada a la irrelevancia, el mono parlante había abandonado hace tiempo lo único que podía salvarle, lo cual era, evidentemente, la capacidad de creación que podía llegar a alcanzar. A ningún humano le interesaba crear, imaginar, pensar, dilucidar, cuestionar, despertar, ser curioso o abrir su mente hacia algo mucho más elevado que la miseria en donde se recostaba cada día.

Verdaderamente nada se podía hacer, puesto que la mayor parte de la sociedad estaba conformada por zombis que solo seguían los patrones que les eran impuestos por la pseudorealidad y cuyas únicas metas estaban relacionadas con dinero y terrenidad, con casarse, tener hijos, viajar, mirar televisión y hacer cualquier cosa que no implicase un esfuerzo más allá de su menguadas facultades. Y, aquellos que todavía poseían alma, espíritu y mente, aquellos que aún soñaban con un cambio, con un cósmico despertar o un paraíso habitado solo por seres sublimes, donde abundara la sabiduría y donde el dinero nada valiera, donde no existiese ninguna religión ni frontera, donde el racismo y la estupidez fuesen exterminados, donde la pobreza y el hambre no tuvieran lugar, donde todos pudiesen sonreír al despertar y donde importase más crear, escribir, descubrir y desarrollar un sentido espiritual de la existencia que el mero hecho de fornicar, hacer guerra por nada, matar, obtener poder o embriagarse, pues estos sujetos eran llamados locos o soñadores, y eran doblegados, tarde que temprano, por la imposibilidad y la frustración de continuar viviendo entre seres fangosos y nefandos, quienes no comprenderían jamás lo que intentaban mostrarles, pues bien se sabe que los oídos se abrirán solo cuando el individuo esté dispuesto a recibir las enseñanzas que han de atascarle de sabiduría. Tristemente, el humano era tan patético que él mismo era quien se colocaba las cadenas que lo ataban perfectamente a su miserable realidad, tan falsa y moldeada, tan humana.

Desde luego que el mundo soñado por algunos seres sublimes y diferentes al rebaño era algo menos que una quimera. El mundo humano estaba ya destinado a la miseria, y tal vez un tal dios así lo quiso, o sencillamente la humanidad era un craso error, una pestilente equivocación, un enfermizo accidente, una violación al orden cósmico, una especie de basura orgánica que el universo desechó y condenó a pudrirse en la desolación. Lo más triste era percatarse de que, mientras la raza humana existiese, nunca habría paz. El humano siempre debía pelear, ambicionar, tener más que otros, humillar, rebajar y pisotear a sus semejantes. Por ello, era lógico que las guerras jamás terminasen, que la miseria fuera esparcida voluntariamente por intereses oscuros, que la injusticia y la desigualdad no fuesen nunca exterminadas. Para el humano, la guerra era paz y la ignorancia era felicidad; bajo esos principios se sentía cómodo, fuese en 1984 o en la era actual.

Todo lo relacionado con la raza humana era asqueroso, vil y mundano. Y solo en el vómito de alguna especie de insana deformación pudo haber surgido tan irrelevante ser adorador de lo absurdo. Ni siquiera el averno o el castigo más violento bastaría para consumir y purificar todo lo que el mono parlante era y había hecho. Y los que peores consecuencias sufrían eran las especies que poblaban el globo y que se veían aterrorizadas y forzadas a compartir el mismo destino pestilente del humano. Si este ser miserable fuese exterminado de la faz de la Tierra, seguramente todas las demás formas de vida podrían vivir en paz, la naturaleza podría al fin florecer, las cadenas alimenticias regularse y los animales podrían sentirse libres y establecerse en plenitud. Pero no, por desgracia el humano debía de existir, por alguna razón incomprensible esta raza de monos estúpidos tenía que habitar este hermoso planeta, que ahora se había tornado en un mar de miseria eterna.

¡Ay de ustedes, humanos! ¡Ay de ustedes que, con su humanidad, han cometido el mayor pecado alguna vez concebido! ¡Ay de ustedes que se aferran a las mundanas garras de todo lo que no vale y que rechazan con vehemencia lo único que podría salvarles! ¡Ay de ustedes, humanos, que se regocijan en la miseria del mundo asqueroso que han labrado! ¡Ay de ustedes, humanos, que hace tiempo se encargaron de extinguir al auténtico humano! ¡Ay de ustedes, que yo ya no sé quiénes son los que ahora viven en sus cuerpos! ¡Ay de ustedes, que representan algo peor que la inmundicia y la maldad más pura en un campo de sueños rotos! ¡Ay de ustedes, que, con su repugnante modo de vida, torturan las sublimes concepciones de las mentes divinas! ¡Ay de ustedes, que, con su existencia nauseabunda, han ofendido a la creación misma!

Al concluir el somero ensayo que Lezhtik le había compartido hace algún tiempo, Paladyx solamente reforzó lo que había colegiado y comprobado en múltiples ocasiones: que la existencia humana era una tontería, un desperdicio y un caos sin el más mínimo sentido. Ella, pese a su temprana edad y su inexperiencia en el mundo, no tenía la intención de vivir. Detestaba hacerlo y lo único que esperaba, más allá de la magia y la parapsicología que tanto le competían, era la muerte. Sí, al igual que el Emil, coqueteaba con el suicidio cada noche y le producía una satisfacción extraña imaginar que algún día, no muy lejano, encontrarían su cuerpecillo, ya tieso y frío, pendiendo de una cuerda. Lo único que lamentaba era no poder concretar su idea al momento, pero aún había algo, acaso desconocido, que se lo impedía. ¿Tendría que ver con…?

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Libro: La Cúspide del Adoctrinamiento


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