Capítulo XII (EIGS)

Isis, por su parte, no pronunció ni una sola palabra en todo el camino de vuelta, parecía igualmente sumida en sus propias elucubraciones. Al llegar a la estación del tres donde ella vivía, decidió que se iría sola, y así fue como se marchó. Se limitó a darme un beso en la mejilla y a abrazarme con ternura. Nuevamente no dijo nada y solo me miró con cierta inquietud, como queriendo adivinar mis pensamientos. En su mirada noté algo distinto, como si el fuego que tan vivamente fulguraba antes hubiese cambiado de tonalidad. Quizás estaba alucinando debido a tantas cosas execrables acontecidas. Regresé a casa, enfadado conmigo mismo y sin ánimos de comer o dormir. Me recosté en mi cama y me quedé meditando acerca del pésimo día que había tenido. Todo lo que quería era morir urgentemente. Sí, solo la muerte me quedaba ya.

¡Vaya locura, sentía que todo se había ido a la basura! Quién sabe si podría mirar a Isis de nueva cuenta. Entonces, entre tanto pesimismo, recordé el extraño sueño que había tenido la otra vez. ¡Qué imponente era aquella entidad que relacionaba la divinidad y lo demoniaco! Y que parecía denotar las dos caras que en todo existían: la dualidad mística. ¡Qué complicado era lograr el equilibrio, más cuando todo se inclinaba de un solo lado de la balanza! Ciertamente, si existía un dios, debía ser la perfecta combinación entre las dos fuerzas antípodas. Pero, como todo estaba tergiversado, se habían enfrascado todas nuestras acciones en una moralidad humana y falsa, se había clasificado todo de tal forma que las posturas mediadoras desaparecieran. Uno podía ser esto o lo otro, pero jamás permanecer indeciso. Los humanos necesitaban tener firmes convicciones en la vida, en lo que hacían y experimentaban. Debían estar totalmente seguros de ser ellos mismos, de ser reales y de estar vivos. Si no se tenía esta certeza, nada más importaba, pues se perdía el interés por consumir, sentir y existir.

Los individuos que carecían de tal interés representaban el verdadero peligro para este sistema, como así lo llamaba el profesor G. Sabía, en el fondo, que él tenía razón, desde luego que la tenía cuando dijo que los humanos tenemos el mundo que merecemos, que no podríamos vivir de otro modo, de uno más elevado, mientras no se purificara a la humanidad misma. Pero no entendía mucho de esto, solo sabía que en verdad era menester un cambio, que la vida como se vivía no valía nada. Algo me lo había estado insinuando, esa otra presencia que siempre estaba ahí, y que parecía observar en los ojos del hielo, que emergía y se materializaba. Yo la había ignorado, había estado preocupado por estupideces sin percatarme de mi condición absurda, pero ya no más.

Luego de pensar en muchas cosas terminé llorando, porque, de cualquier, modo era impotente para llevar a cabo los cambios. No había modo en que pudiera desertar y vivir de manera distinta. Volví a mi realidad, a la que existía fuera de mi cabeza. ¡Qué triste era estar de nuevo en el mundo de los objetos, ese dónde apenas hace unas cuantas horas no había podido tener sexo con Isis! Así que, impulsado por un deseo enfermizo, tomé mi pene y comencé a masturbarme como siempre. Para mi mayor sorpresa, éste se levantó al instante. No lo creía, pues hasta entonces tenía la convicción de que no se pararía nunca más; sin embargo, lo podía sentir firme y duro. Además, aquel bloqueo mental había desaparecido, sentía esa conexión entre mi cuerpo y mi mente. Pero ¿por qué? ¿Acaso era Isis la responsable de ello? O ¿era solo que temía poseer a una mujer? No había forma de averiguarlo, me quedé dormido y tuve nuevamente esa pesadilla donde estaba en la biblioteca del silencio incómodo, donde afuera reinaba un desierto de hielo y donde habitaba aquella criatura que parecía controlar los destinos y las esencias duales.

Había pasado una semana desde el incidente con Isis. Mi mente se mostraba complaciente y podía seguir observándola en el exterior, lucía muy bien y con una frescura esplendorosa. Nos vimos el miércoles por la tarde y todo entre nosotros fue mejor; de hecho, curiosamente nos abrazamos, nos besamos y sentí cómo mi pene se ponía erecto al sentir el contacto de su cuerpo. Al parecer ya todo estaba más tranquilo, pues incluso reíamos y nos coqueteábamos. Sentía cómo esa energía que otrora fuese magnificente refulgía con un brío asombroso de nuevo. El rojo de sus labios manchaba los míos y sus lentes seguían otorgándole un toque de intelectualidad que sobrepasaba cualquier belleza física. Al despedirnos todo fue como antes, casi nos matábamos antes de separarnos, y sentíamos que no podríamos dar ni un solo paso hasta que volviésemos a estar juntos.

Pero yo sabía la verdad tras aquel escenario. Fueron unas cuantas semanas las que estuvimos así, en las cuáles también todo decayó. Paulatinamente, los problemas se hicieron frecuentes en nuestra relación, todo lo idílico se transformó en tormentoso. Cada vez discutíamos con mayor vigor, hasta que caímos, finalmente, en la odiosa rutina, en la cotidianidad de vernos y besarnos solo por hacerlo. La costumbre se apoderó de los sentimientos que nos unieron esfumándolos en un santiamén. Así de rápido y con la misma intensidad con que llegó todo lo que alguna vez sentimos, así igualmente se perdió entre la brumosa amargura de nuestra absurda existencia. Fuimos frágiles y locos, explotamos demasiado pronto lo que nos quedaba por vivir.

Ya nada permanecía entre nosotros dos que hiciera recordar esas caminatas por las tardes, esa necesidad con la que creíamos extrañarnos. Aquellas miradas que nos lanzamos ese día cuando nos conocimos en la iglesia, la forma lozana de percibirnos como dos seres en unión contra el mundo. No, ya nada quedaba, todo se había ido al carajo. Todo cambió, y, con ello, nosotros, pues terminamos mucho más vacíos de lo que estábamos. Pero quizás ese era el fin de todas las relaciones, aunque se aparentara otra cosa. Especial atención puse en una hoja que se estrelló contra mí como impulsada por un fuerte viento una de aquellas tardes melancólicas en que volvía al calabozo, pues parecía contener un fragmento de un escritor que cuyas iniciales parecían ser A.E., eso era todo lo que aparecía como firma. Dicho fragmento parecía describir exactamente lo que sentía justo ahora, en mi lóbrego presente. Lo conservé en un cuaderno donde colocaba todo lo que le escribía a Isis, y pensé que sería adecuado analizarlo con más calma:

La grieta

Mirando tu retrato recuerdo de ti incluso la porción más ínfima. Cada expresión tuya me hacía temblar, revoloteaba todo mi interior con súbitos temblores que matizaban una parte oculta, pero asombrosa. Y ni siquiera en las entelequias de los campos elíseos llegué sentirme como contigo, cuando en esos encuentros podía admirarte y tenerte. En la angustia y en la depresión fuimos dos locos que se atrevieron a romper el hielo, a protestar contra las tinieblas del conformismo, de la injusticia y de un mundo que en su decadencia había olvidado aquello que se parapeta en lo sempiterno. Nos elevamos tanto que olvidamos cómo regresar, y es que de hecho no lo hicimos. Cada uno llegó hasta donde pudo, atravesó inmensos resplandores y supernovas de peculiares cromatismos, burbujas iridiscentes y terrazas bucólicas de piedras lapislázuli. Jugamos para solo perder, pero nuestros labios y cuerpos exigieron un contacto, una transición hacia un estado distinto. Y, sin embargo, aún en eso que creíamos perfecto ocurrió una grieta en la que no reparamos jamás, pero que paulatinamente fue desgarrando ese universo donde únicamente existíamos tú y yo. Quizá debimos darnos más paciencia, más tiempo, más entendimiento; tal vez así estaba escrito o así es como coincidimos. La grieta se convirtió en un agujero que ya ninguno pudo controlar, absorbió todo lo que construimos en cuestión de nada, solo un vacío y un dolor sin igual es lo que nos dejó el haber estado juntos. Esos colores que pintaban nuestro mundo, que le daban un sentido tal que creíamos real nuestra existencia, lo bonito que otorgaba ese brillo fulgurante a nuestros ojos cuando se encontraban entre sí, el calor de tu aliento recorriendo mi cuerpo y el sabor embriagador de tu saliva; todo se fue en cuestión de nada, escapó de nuestras manos aquella magia inefable que solo le es concedida a los mortales cuando los dioses se aburren de la cotidianidad de lo divino. Y ahora quedan esos reflejos, esos pétalos donde yacen los recuerdos de tu sonrisa, de nosotros intentando darle la contra al mundo; de dos cansados rostros que se despiden con nostalgia y tristeza de aquello imposible de permanecer entre insensatos seres llamados humanos. Fuimos solo una historia más, un cuento interesante que se tornó insulso y nimio, extinguimos todo lo que había en nuestro interior y quedamos peor que al comienzo; nos perdimos, nos desgastamos, nos exigimos y nos fallamos. Finalmente, queda en la ilusión del tiempo un periodo en el que podría decirte, sin temor alguno a equivocarme, que creo haberte amado.

Tras leer el lúgubre fragmento surgió en mi cabeza la idea de que el amor era solo temporal y que nunca iba más allá del enamoramiento. Una vez que se secaba la flor tan bella que se creía inmarcesible, cualquier cosa arrastraba los pétalos hacia la podredumbre del mundo. Temerosas eran las veces en que el amor se mostraba reticente ante su extinción, pues los humanos hacían todo lo posible para aferrarse a lo único que parecía tener sentido en el mundo. Pese a ello, se iba y dejaba el espíritu decaído y adolorido. Ese era el problema de enamorarse, que dejaba agujerado el interior y repararlo tomaba mucho tiempo; algunas veces ni siquiera se lograba. Era triste y nostálgico recordar los momentos vividos durante el amorío, pues era lo único que les quedaba a los partícipes de aquella agonía. El amor no estaba hecho para este mundo, o los humanos no sabían cómo lidiar con él. Siempre se corrompía fácilmente, se ensuciaba y se evaporaba con tan poco. Pero lo más grave era el sentido de pertenencia y dependencia en que dejaba las mentes de los participantes. Entonces recordaba la advertencia que me había hecho con justificada razón el profesor G, quien sensatamente sugería jamás enamorarse y concentrar la atención en otras reflexiones.

Nada encajaba conmigo, en todos lados comenzaba a sentirme incómodo, como si violentos vientos azotaran cada rincón de mi alma. Sentía con mayor vigor cómo esa entidad en mi interior rompía las cadenas para surgir, para apoderarse de mi cordura, la poca que me quedaba. ¿Qué dejaba el hecho de enamorarse sino un sinsentido y un amargo sabor de boca? Me era imposible encarar que ahora Isis ya no produjera esas sensaciones tan intensas, pero así era. Y a ella le ocurría algo sumamente similar, notaba su falta de atención, deseo y amor. Pero yo la amaba, aún lo hacía, creo. O, tal vez, era solo mi necedad de querer estar a su lado sin que ella ya lo quisiera así. Estaba vacío, mi mente me devoraba, mis pensamientos me consumían y cada vez tenía ideas más raras. Me sentía cada vez menos parte de este mundo que consideraba atroz y carente de cualquier sentido.

Por esos días, cuando sentía casi extinguirse por completo la ínfima llama que aún existía entre Isis y yo, ocurrió un hecho que me cambiaría para siempre. Era viernes por la tarde y se había suspendido la clase de la última hora. La escuela cerraría temprano y ya todo estaba dispuesto para una noche de fiesta. Todos se preparaban incesantes, y por primera vez sentí deseos de asistir, de escapar de mi condición ominosa, de embriagarme y de ser como ellos; sin embargo, renuncié a tales intenciones y decidí que mejor vería a Isis. Ella salía temprano ese día y podría acompañarla de vuelta a su casa. Me emocionó la idea, aunque ya nada era igual que antes. No obstante, seguía pensando que quedaba algo por salvar y sentir. Tomé mis cosas y me apresuré para poder llegar antes y que ella se sorprendiera cuando me viera ahí. Los días anteriores, precisamente, había estado muy extraña, pero lo atribuí a las crisis nerviosas que ocasionalmente sufría.

En el camino tuve una sensación peculiar, maldije mi suerte porque el tráfico era horrible. El camión estaba atascado y todo era una locura. Con mayor razón desdeñé cualquier clase de destino, puesto que exactamente ese día, ese y no otro, habían cerrado la avenida principal rumbo a la escuela de Isis y el camión se desvió, encontrando una congestión terrible. Aun con todo eso estropeando mis intenciones, no perdí la esperanza y decidí esperar, pues finalmente Isis saldría hasta más tarde, pero yo quería llegar antes. Después de mucho lidiar con los pitidos de los conductores neuróticos, llegué a mi destino. Para llegar a su escuela debía atravesar una plaza, una que me era muy familiar, pues cuando recién conocí a Isis pasaba por ahí diariamente acompañándola a la escuela.

Lo que más me gustaba de aquellos días era el hecho de que ella visitaba el sitio en donde realizaba mi servicio social. Particularmente rememoraba con cariño cómo siempre me esperaba frente al planetario, donde las salas, los equipos y el lugar en sí encerraba un halo maravilloso. La sensación que experimentaba estando en el interior era indescriptible, como si una fuerza me atrajese hacia una vorágine de emociones místicas. Precisamente ahí descubrí que las agencias espaciales eran una total argucia, al igual que la supuesta llegada del hombre a la Luna. Como sea, ya casi en los últimos días se suscitó una plática entre los demás alumnos que realizaban el servicio social y la encargada del lugar. Se discutía quiénes tenían novia y se hablaba de una maldición. No presté mucha atención porque no me interesaba, pero quedó grabado en mi mente lo que se dijo al final. De todos los que hacían su servicio en el planetario ninguno tenía novia, excepto yo. Un sujeto confesó con cierta aprehensión que él sí tenía, pero que entrando al servicio justamente la había perdido. Entonces la encargada mencionó que esa era la maldición planetaria, pues todos los que entraban ahí siempre perdían a sus novias.

Este hecho se quedó en mí y siempre que tenía problemas con Isis lo recordaba con escepticismo, pero con extrañeza. Nuestra relación se había convertido en todo menos eso, pues discutíamos a cada momento, cosa que juramos no haríamos cuando comenzamos. Recordaba al profesor G y sus charlas, sus consejos y su inevitable predicción acerca del fin del amor. No quería creer en ello, pero se manifestaba a cada instante. Todo era una gran mentira, el amor era solo un elemento más para distraernos. Por otra parte, la mirada de Isis ya nada me decía, parecía haber cesado ese fuego que antes significaba mi principal soporte. Y yo para ella ya nada era sino solo una molestia, un estorbo del que no se atrevía a deshacerse. Me sentía fatal y cualquier cosa hubiera dado por regresar el tiempo. A pesar de tantas cosas extintas, la amaba, la adoraba y la apreciaba más que a cualquier otra cosa en la vida; no obstante, creía aferrarme a diáfanos sueños carentes de solidez. Ella, Isis, había sido la mujer que más había querido en el mundo, y ahora no quedaba otra opción sino dejarla ir, pero me negaba a ello. Como si de una daga que se clavaba en mi corazón se tratase, mientras caminaba pensando tanto, tras haber bajado del camión y penetrado en la plaza, la vi. Ella era, como siempre lo había sido, la hermosa flor que se expandía y otorgaba a su poseedor inmarcesibles delicias y fastuosos regalos, solo que no era yo el que ahora la sostenía.

Ni siquiera pude controlar lo que sentí en aquellos momentos, quería abandonar mi cuerpo y no regresar nunca más a este mundo. Todo fue tan repentino, estaba tan desprotegido. Sucedió en unas bancas donde hace tiempo solía sentarme con Isis para comer helado. Mientras pasaba, no presté atención a las personas, aunque me atrajo una mochila. Y justamente quiso un no sé qué que yo me percatara de tal suceso. Fue tan raro y destructivo, pues el dolor que estaba a punto de experimentar rebasaba por eones lo que humanamente podía tolerar. Hubiera querido no mirar, haberme pasado de largo como tantas veces, haber ignorado todo a mi alrededor y seguir de frente. No obstante, el destino, que tantas veces cuestioné, quiso que mis ojos viraran, que observaran de frente cómo Isis besaba a otro hombre. ¡Sí, ella, quien creía que era el amor de mi vida, posaba sus lozanos labios sobre alguien que no era yo!

Al principio no supe qué hacer, no dejaba de temblar, casi creía que moriría en ese mismo instante. Sentí tantas cosas en mi interior, tantas sensaciones fluctuaban en mi cabeza. Era como al inicio, como cuando recién la había conocido, solo que en esta ocasión era yo el villano. Me detuve casi pasando de largo y me oculté en uno de los locales que fútilmente estaban situados en el extremo opuesto a la heladería, todo con el único objetivo de observar mejor. Mi primera impresión fue negarlo todo, centrando mi mirada en la mochila, en la figura, la ropa y el cabello, en sus expresiones y sus muecas. Era ella: Isis, no había duda. Casi quería intervenir, golpear a aquel sujeto hasta matarlo; y también con ella hubiera acabado, pero no, eso no hubiera sido prudente. De cualquier forma, ¿qué habría ganado con ello? Absolutamente nada sino complicar más las cosas. Isis no me había elegido ya, había renunciado a la posibilidad de arreglar lo roto que estaba nuestro mundo, el mismo que yo matizaba y adornaba con una amorfa concepción de lo que suponía era el amor. Pero ¿qué era el amor sino solo una quimera matizada de sufrimiento y agonía?

Desde mi nueva posición podría confirmar que efectivamente era Isis. Aún albergaba alguna efímera esperanza de que se tratase de algún espejismo, pero no. Observé todo con detalle y me envolvió una penumbra mental que dañó notablemente mi cordura. Me dolía, y aunque no podía llorar, pues estaba absorto, la sensación de ira, miedo, rencor, dolor, amor, odio, compasión, tristeza, felicidad y despojo que sentí jamás me abandonó del todo. No importaba lo que hiciera, la amargura y el desdén, el dolor y la agonía no cesaban en lo más mínimo. Ella se aferraba a él y lo atraía con tal vehemencia que parecía ser la que incitaba a tal atrocidad. Desde luego, él no se negaba y se complacía degustando su boca, esos labios tan intensamente teñidos de rojo que antes yo solía disfrutar. Ahora sabía que no existía esa persona que se alegraba de que yo fuese feliz. Todo era solo un invento en mi mundo, como todo el libro y la realidad, como yo mismo. La realidad era solo un cúmulo de contradicciones absurdas e inverosímiles.

Miré al sujeto con un odio cerval, pero sin sentir ya deseos de dañarlo. Ahora entraba en una nueva etapa donde ya no temblaba, solo quería abandonar la vida tan pronto como fuese posible. ¡Qué distorsionada estaba la realidad, qué diferentes lucían ahora esas estrellas que podía atisbar por una ventana de la plaza! Sí, esas mismas bajo las cuáles, hace ya tanto tiempo, había besado por primera vez a la mujer que ahora me ocasionaba un sufrimiento sin igual. Y ¿qué más daba si todo era una joda? De cualquier modo, seguía sintiendo, me seguían doliendo las cosas del mundo, seguía siendo demasiado humano. No era diferente del muchacho asustado que detestaba a sus padres y que rechazaba su vida. Me había engañado tan bien, pero ahora sentía caer ese velo que me permitía disfrutar de la existencia en sociedad. Toda esperanza de vivir se desvanecía en esa frontera, en esa dualidad, entre el bien y el mal tan pésimamente entendidos, entre el cielo y el infierno, aunque en el fondo sabía que eso era dios. Pero ¿quién y qué era yo? Nada más que un ser miserable, un torturado y un simple hombre cuya vida se basaba en bagatelas amorosas y especulativas. Había detestado tanto al mundo y era a la vez tan parecido a él. Todo me asqueaba, necesitaba morir cuanto antes.

Lo que en verdad sentía era pena por mí y por mi situación. Había sido desechado como cualquier cosa, como un pedazo de basura. Y, aunque quizá mi existencia fuese insignificante, creía merecer algo, pero ese era también mi mayor error. Lo único que merecía era morir, pues había vivido como uno de tantos seres que caminan por el mundo sin ningún sentido. Todo se contraía y se tornaba, a la vez, de múltiples formas y colores. ¿Cómo había podido Isis cambiarme así? ¿Acaso no siempre decía que yo era todo para ella, que jamás nadie se podría comparar conmigo? Eso era lo que más me jodía: recordar tantas promesas, situaciones, momentos y estupideces. ¿Acaso no tenía yo más valor para ella que todo el mundo? Evidentemente ya no era así, ella había cambiado.

¿Habría ocurrido todo desde esa tarde donde no pude sostener relaciones sexuales con ella? O ¿habría sido producto de los cambios tan violentos que sucedían en mi interior y de los cuáles jamás me percaté? Miré mi rostro en el cristal del crepúsculo y me parecía que merecía ser exiliado, ya todo me daba igual. Mi rostro era el olvido y la tristeza, internamente siempre había sido mi condición. Estaba cansado de aparentar un fructífero anhelo de vida y de entretenerme, como todos, con cualquier cosa. Ahora se desencadenaba la bestia que se ocultaba y que pedía a gritos escapar. Sí, ahora yo ya no era yo, sino algo que me asustaba y devoraba mi mente. Parecía que, al fin, surgía una separación incisiva entre las formas de mi alma, aquellas que tanto buscaba unificar y acercar a la dualidad suprema, a la criatura que, divina y demoniaca a la vez, habita en el desierto helado donde tantas veces me soñé. Mi vida apestaba a muerte, y eso estaba muy bien.

Quise esperar un poco más para ver qué acontecía. Renuncié por completo a la idea de presentarme ahí. Ya casi cuando me iba, nuevamente la estupidez se apoderó de mí, y, en un último arranque por confirmar lo que ya sabía, decidí llamarle. Ya no miraba el espectáculo de besos frente a mí, pues no confiaba en mi mirada, pero escuchar su voz me calmaría. Tal vez estaba paranoico, pues sucedía que a veces lo materializado asumía, para confundirme, siluetas oscuras y ajenas a mi entendimiento. Tomé el celular y le marqué, así comprobaría lo que tanto temía. En el fondo, solo me engañaba y buscaba cualquier tipo de negación para contrarrestar los efectos de aquel martirio. Al marcar, Isis no me contestó la primera vez, luego intenté de nuevo y todo se aclaró. La mujer que creía era ella, como pude observar, se llevó la mano al bolsillo, como molesta por la interferencia de la llamada, y finalmente contestó. Lo que más me molestaba de todo aquello era como sus ojos palpitaban de un modo absurdo para contemplar a aquel zascandil roba novias.

–Hola, Isis. ¿Dónde estás? ¿Ya casi sales?

–Hola. ¿Por qué me marcas ahorita? Estoy en la escuela, ¿en dónde más estaría?

–Bueno, yo pensé que… –dudé qué decir, casi me dejaba llevar por el momento, pero me contuve–. Pues quería saber si hoy podíamos vernos, voy para la plaza que está antes de tu escuela.

–¡No, no puedo! –replicó con severidad– Voy a salir tarde, tengo mucho qué hacer. No puedo contestarte, hablamos luego.

Y colgó súbitamente, mientras yo miraba cómo guardaba el celular en el bolsillo para continuar mirando a aquel malnacido. Sentí coraje por sus mentiras y decidí que continuaría el juego hasta que llegara a casa, en caso de hacerlo, y una vez ahí la acorralaría. En el momento menos esperado atacaría con la verdad; sí, eso haría. Sin haber abandonado mi condición infame, salí y di toda la vuelta a la plaza para poder tomar el transporte, pues, de otro modo, debía pasar forzosamente por donde estaban ellos, y no quería que me viesen. Sospechaba que quizás Isis se habría alarmado por la llamada, pues era raro que le hablara y le pidiera vernos tan repentinamente. A estas alturas ya cualquier cosa carecía de sentido, incluso vivir o morir. Caminé como un autómata por el puente, con la lluvia tempestuosa mojando cada parte de mí. Cuando me asomé hacia el vacío, creí observar mi silueta en el suelo, tirada y ensangrentada, extinta de toda vida. Era exactamente lo que deseaba, cumplir aquella visión. Me detuve sintiendo no poder más con mi apesadumbrada existencia, pero me faltó valor para arrojarme. Quería morir, pero no por las razones en las que me hallaba sumergido. No, yo necesitaba algo más filosófico, más místico. Requería de una razón que fuese más sutil, más profunda, y entonces podría entregarme a ella: a la muerte, y sin ningún prejuicio, pues era ya lo único que me quedaba. Mi vida ahora ya no tenía el más mínimo sentido y, tal vez, nunca lo tuvo. Sí, eso debía ser: nunca hubo nada, tan solo me había autoengañado como todos para simular que existía en esta triste y patética realidad.

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Libro: El Inefable Grito del Suicidio


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