Capítulo XLI (EEM)

Posiblemente, pensé con cierto horror, eso era lo único hermoso que había en la vida: el saber lo malditamente temporal que era la estancia en este mundo y lo mucho que me desagradaba. Quizás el simple hecho de odiar mi existencia era ya darle demasiada importancia a todo. Pero ¿qué hacer? No podía simplemente dejar de pensar en tantas cosas que me atormentaban diariamente. ¿Cómo escapar de mí mismo y de la humanidad? ¿A dónde ir? Estaba cansado de crear mundos en mi cabeza a los cuáles iba para refugiarme en mis sueños. ¡Oh, no cabía la menor duda! El mundo era un lugar espantoso, y la humanidad había hecho de su existencia la cosa más miserable y absurda que se pudiese imaginar… Pero, aun así, ese mundo y esa humanidad seguirían, por alguna razón incomprensible, y yo no. Así es, yo moriría sin importar que me suicidase o esperase a que llegara por alguna causa mi muerte. Yo no permanecería, nada lo haría. Pero tomaría algún tiempo para que todos lo comprendieran, para que entendieran que lo mejor que podíamos hacer era matarnos, y entregarnos al magnánimo y divino abrazo del destino, el de la muerte.

–¿En qué tanto piensas, Lehnik? –me preguntó Jicari al notar que no ponía mucha atención en el escenario que se nos mostraba.

–En nada. Solo pensaba que estas personas… estarían mejor muertas.

–Sí, yo también lo creo.

–Ah ¿sí? ¡Qué rara eres entonces!

–Bueno, tú lo eres también, por eso somos amigos.

–Sí. Pero lo digo porque la mayor parte de la humanidad jamás admitiría nuestra forma de ver las cosas. Es como si los humanos estuvieran enfermos de vida, como si buscasen sobrevivir a toda costa, y ¿para qué? Si lo único que saben hacer es ser miserables, meterse en lo que no les importa y destruir las pocas cosas bellas de la existencia. Cualquiera diría que matar personas es malo, que es incorrecto. Pero eso lo diría solamente porque se trata de lo que le han inculcado como bueno, como aceptable socialmente. Es como el tema de la homosexualidad y el lesbianismo, se les rechaza porque se nos ha enseñado que lo correcto es una relación hombre mujer, pero nada indica que deba ser así más allá de las absurdas reglas de la sociedad humana. Pero, como decía, cualquiera se negaría a matar gente, aunque no es tan malo. ¿No es preferible matar a todos aquellos que solo son un estorbo? Por ejemplo, si matáramos a los ladrones, los violadores y toda la gente que evita que este mundo sea un lugar pacífico, lo cual también nos obligaría a matar a los líderes religiosos, políticos y demás, entonces el mundo podría cambiar. Más aún, si también elimináramos a todas las personas en condiciones de extrema pobreza y a aquellos que no son productivos, como los ancianos, entonces todo sería ideal. No tendríamos que preocuparnos por mitigar el problema del hambre y de la miseria, ni tampoco por cuidar a la gente mayor, que simplemente se convierte en un estorbo. La idea es dejar vivos solo a aquellos que verdaderamente puedan hacer algo para hacer de este mundo un lugar mejor, y acabar con todos aquellos que lo impiden o que se conviertan en un estorbo. Pero eso solo podría ocurrir en mi mundo perfecto, no en este tan humano y absurdo.

–Bueno, no tiene caso seguir lamentándose –indicó Jicari sonriendo de modo anómalo–, lo mejor es actuar.

–¿A qué te refieres? ¿Por qué me miras de ese modo?

–Me refiero a que quizá sea el momento para mí.

–¿El momento? ¿Qué momento?

–De morir…

Debo admitir que aquello no lo esperaba y, por ende, tardé en reaccionar.

–Sabes, vine a este lugar con la intención de arrojarme al agua. Quería convertirme en un cadáver más que se uniría a los que yacen en el fondo de esa marea sucia y apestosa.

–Y ¿qué te lo impidió?

–No lo sé. Creí que tal vez había una esperanza, pero ahora veo que no. Toda mi vida ha sido solo sufrimiento, y, a decir verdad, aunque soy muy pequeña, ya estoy cansada. Ya no quiero seguir en una vida que no pedí. Como tú, me siento obligada a hacerlo. ¿No sería mejor que me suicidase ahora mismo? Es tal y como has dicho, yo solo estorbaría… Yo no podría vivir en tu mundo perfecto, aunque agradezco que lo hayas considerado, pero solo soy un ser horrible. Ya no quiero regresar a casa, tampoco me interesa continuar en este mundo cruel y detestable. Puedo resistir el hambre y la suciedad, pero ya no encuentro motivos para hacerlo. Antes creía que algún día todo cambiaría, que momi y yo podríamos llevar una vida tranquila y decente, pero creo que eso, en el fondo, tampoco me haría feliz.

–Yo… lo lamento.

–Supongo que debo darte las gracias.

–¿Por qué?

–Tú me diste el valor para decidirlo. Incluso ahora no te opones, y eso es hermoso.

–¿Qué es hermoso?

–Abrirle los ojos a alguien más y mostrarle que la única cosa sublime en esta vida es la muerte.

–Lo sé. La muerte es algo fantástico, algo que no podría ser de este mundo. Por eso se trata de la desaparición absoluta, del adiós definitivo.

–Oye, y ¿crees que haya algo que evite que las personas se suiciden?

–Sí, hay algo, pero es muy efímero.

–¿Qué podría ser?

–Lo que se conoce como amor.

–¿Amor? ¿Te refieres a…?

–Bueno, no precisamente al amor que entienden los humanos. Más bien al que no entienden, ese es el mayor enigma luego de la muerte. Cuando te enamoras, no lo comprendes, y es doloroso, pero también genial. Podría decirse que es una locura que te tortura y te gusta a la vez. Sin embargo, solo dura unos momentos, pues, como todo, también muere.

–Vaya, suena como algo genial. Y tú ¿crees que el amor, lo que sea que no podemos entender, pueda hacer la existencia de las personas menos miserable?

–Sí, lo creo y lo sé, porque una vez yo también estuve enamorado… Hace algún tiempo, poco en realidad, pero ahora me parece como si fuesen eones, ¡je, je!

–¿Se trata de Melisa?

–Sí, creo que te lo conté.

–Sí, fue una historia trágica por lo que entendí.

–Así es, pero ahora me da lo mismo. Melisa se suicidó, supuestamente por nuestro amor, y con ello todo quedó sellado. Solo se trata de recuerdos que busco desechar, de reminiscencias de un poema que se convirtió en un infierno.

–Según recuerdo, ella te engañó…

–Sí, lo hizo. Pero fue extraño. No sé por qué, pero confiaba en ella de un modo inverosímil, como si esperase ser dañado por cualquiera, menos por ella. Ella siempre decía que me protegería de todo, pero, cuando lo pienso, supongo que nadie me protegía de ella. No solo me engañó, se encargó de hacer trizas todo lo que habíamos vivido. Hizo pedazos por completo la única cosa hermosa que ambos teníamos, o al menos yo.

–Era la primera vez que te engañaban, por eso te dolió tanto.

–Sí, lo recuerdas bien. Antes de eso todo había sido perfecto. Y yo tampoco había hecho nada para lastimarla. Mi error fue pensar que algo así, algo tan mágico como el amor o el enamoramiento, podría ser suficiente para evitar por siempre el absurdo de la existencia. Ahora veo que estaba equivocado, pues realmente solo la muerte puede conseguir tal enmienda.

–Lo sé, por eso estoy aquí. Me ha dado gusto conocerte, siempre te consideré mi amigo. Solamente soy una niña tonta, que no entiende nada del mundo, del amor y de la muerte. Sin embargo, lo poco que he logrado reflexionar me ha orillado a tomar una decisión: que no quiero estar más en este mundo miserable.

–Es lo que suponía. Pero entonces ¿piensas matarte aquí mismo?

–Sí, no tiene sentido que continúe viviendo. Es una estupidez, solo prolongaría mi sufrimiento. Debo aceptar que tengo miedo, pero, después de todo, ¿qué podría perder? Siempre he sido solitaria y tonta, pero ya no quiero proseguir así. Prefiero poner fin a todo ahora que evadir mi verdad. Nada me haría más feliz que suicidarme, sería lo mejor que me haya podido pasar en la vida. ¿No lo crees así? Supongo que sí, pues tú fuiste quien me mostró tal elucubración.

–Pues, no sé. Supongo que tienes razón.

Lentamente, Jicari se fue alejando de mí, caminando en dirección a la orilla de aquel canal de agua sucia, donde reinaban la basura y los cadáveres. Y aquí, en las orillas de la ciudad, todo era desolación, pobreza y hambre. Era lógico que las personas se matasen, pues eso era mucho más preferible que soportar una vida tan indigna y miserable. Era algo similar a esos granjeros en la India que se colgaban debido a las exorbitantes deudas que tenían con Monsanto. En fin, supongo que estaba bien, pues, ciertamente, ¿a alguien le importaba esa gente? Es decir, era evidente que, a los gobiernos, las religiones, los empresarios y demás mierda no le interesaba en lo más mínimo ayudar a esas personas, pero ¿habría alguien a quien sí?

Lo importante, es más, no era que alguien pudiese estar interesado en ayudarlos, sino que realmente tuviese el dinero y las posibilidades para hacerlo. Era obvio que a nadie le importaba, y que todas las organizaciones, donaciones y demás mentiras no eran sino solo eso: puras falsedades. Solamente en un mundo tan absurdo como este podía ocurrir que hubiese futbolistas, actores, políticos, religiosos, empresarios y otros tantos imbéciles que tuvieran dinero suficiente para vivir mil años, y que, por otro lado, hubiese personas que darían lo que fuera por un pedazo de pan. Pero así era el mundo humano, así de repugnante y estúpida era la existencia de los humanos.

Lo único que le quedaba a esa gente era husmear en la basura, aunque incluso esto les estaba restringido últimamente. Algunas autoridades se habían percatado del inmenso potencial que tenía la basura y se lo habían acaparado. Así, esos miserables, cuyo único pecado era haber nacido en la pobreza, se quedaban sin nada. Se rumoraba también que, en breve, se esparciría alguna especie de enfermedad para aniquilarlos o, en resumen, solo se les aniquilaría. Tristemente, pensaba que esto último sería lo más conveniente. Algunos de ellos parecían entenderlo y se unían al alto número de suicidios. Sí, era lo mejor morir. De hecho, eso era lo conveniente no solo para ellos, sino para todo el mundo.

No podríamos cambiar la situación, no se podría realizar un cambio verdadero si antes no eliminábamos de raíz todo lo que estaba mal. Esto era indispensable para construir el mundo perfecto, pues, de otro modo, si se dejaba restos de lo que antes estuvo podrido y se construía sobre ello, lo que se creería como nuevo no sería sino más de lo mismo, no será sino una faceta igualmente corrompida de lo que se quería cambiar. En resumen, debería destruirse por completo a la humanidad y su mundo para que uno nuevo y perfecto pudiera surgir. Los humanos actuales estaban tan contaminados y eran tan estúpidos que no podía permitírseles continuar existiendo. Debían ser eliminados por el bienestar del nuevo orden. Así y solo así es como podría hacerse un cambio verdadero. De otro modo, cualquier nuevo sistema estaría destinado al fracaso, tal y como había sido hasta ahora.

Pero mientras pensaba todo esto veía a Jicari caminar hacia la orilla del canal, algunas veces virando y sonriendo. Sí, aquella niña pringosa que tantas veces había sido mi compañía regresando del trabajo. Aquel ser que llegó a entenderme mejor que todos los humanos, con quien podía conversar acerca de mi odio y repugnancia hacia la humanidad y hacia mí mismo, pues ese ser estaba a punto de hacer lo que yo tantas veces me había propuesto. No podía sentirme mal, aunque lo desease con todo mi corazón. De hecho, me sentía feliz. Sí, estaba feliz de que Jicari se fuese a suicidar. Sabía que era lo mejor, y ella mejor que nadie también lo había asimilado así.

¿Qué tipo de vida le esperaría? ¿No era lo mejor que se matase de una buena vez? ¿Para qué vivir? ¿Para qué aferrarse a una existencia tan miserable y absurda como esta? ¿Para qué seguir el mismo camino de tantos humanos ciegos y estúpidos quienes adoraban la vida sin la más mínima idea de por qué vivían? ¡No, no era adecuado seguir! ¡Matarse era lo más espiritual que podía llevarse a cabo en la vida! El suicidio era algo hermoso, sublime y divino. Era algo que podía resaltar las cualidades notables en las personas, aunque fuese por muy poco tiempo y en el ocaso de sus vidas. Por eso sabía que para mí sería majestuoso. Quién sabe, tal vez mis esperanzas depositadas absolutamente en la muerte sí podrían, al fin y al cabo, acercarme al mundo perfecto donde podría convertirme en dios.

Y, cuando menos lo esperé, Jicari se hallaba ya a la orilla, a punto de lanzarse a la perdición, o, según lo veía yo, a la salvación. Lo último que vi fue su carita, la cual se asemejaba cada vez más a la de Melisa…, y a la de todos los que habían muerto y que yo había conocido. Todos esos rostros se mezclaban en uno y sonreían con la enigmática y sempiterna sonrisa de la muerte. Era como si se alegraran, como si agradecieran a la muerte por recogerlos de esta miseria, como si el suicidio fuese en realidad algo placentero y bonito, y quizás así era… Pero yo no pertenecía a ellos, no aún, aunque lo deseaba con pasión. ¿Cuántas veces no había querido acabar con mi vida al regresar, aburrido y asqueado, del trabajo? ¿Cuántas veces no había tomado la navaja decidido a pasarla por mi garganta o a rasgar mis venas? Y, sin embargo, seguía vivo. Pero ellos no, ellos habían muerto y jamás volverían. La mujer que amaba, Melisa, fue la primera que se suicidó y de cuya muerte sentí satisfacción. No podía sentirme mal, no debía… Todo era mejor así, todo era bueno y parte del destino. La muerte y el suicidio eran los poemas que dios nos concedía en la desesperación de la existencia.

Finalmente, Jicari se arrojó, y su vida terminó tan pronto como había empezado. Una niña inocente y triste, pero también inteligente y valiente abandonaba el asqueroso mundo humano. Su última mirada se clavó en mí como una espada, y sentí como si me pulverizara por dentro, tanto que, en un arranque de no sé qué emociones, intenté detenerla. Bueno, solo lo pensé, pero no lo realicé. No tendría caso, me dije a mí mismo. Lo mejor era que muriera, que se arrojara. Y algo en mi interior, aunque pulverizado, sabía que esto era lo adecuado. El suicidio, cuando iba acompañado de una profunda reflexión, era un acto de sabiduría más que de cobardía. Cuando una persona se mataba no por causas absurdas como los problemas cotidianos o de pareja, sino porque sabía de lo desesperante que era existir, del sinsentido que reinaba en el mundo, entonces tenía la oportunidad de quitarse la vida y de convertirse en un dios. Sin embargo, casi nadie se mataba por esto último, y por ello debían volver una y otra vez.

Entendí, al ver cómo ese pequeño cuerpecito caía en la fangosa y negra agua de la pestilencia eterna, que lo único espiritual era la muerte. Y tantas personas simplemente se engañaban buscando la espiritualidad en religiones y creencias, puesto que para ser espiritual se debía llegar a un muy elevado grado de desesperación en la vida, y esto era algo que casi nadie experimentaba, pues siempre había un engaño lo suficientemente sutil como para olvidar lo miserable que era vivir. La mayoría lo encontraba, y por eso se casaban, tenían hijos, viajaban, estudiaban, leían, escuchaban música, practicaban deportes, etc., pues siempre había algo que les hacía pensar que sus vidas, siempre ridículas y estúpidas, tenían algún sentido. Así, los humanos se aferraban a falsos ideales implantados por el sistema y creían como victorias cosas que no eran sino bagatelas.

No significaba nada, por ejemplo, tener un doctorado en ciencias o ser director de una empresa, tampoco era ningún logro haber leído muchos libros, tener un cuerpo musculoso, poseer casas, carros, yates y bienes materiales. Todos los logros de la humanidad eran un juego de niños, solo una ilusión de superioridad en una raza de tontos. Pero las personas siempre deseaban algo, ese era el mayor error. Jamás podían permanecer tranquilos, sin querer ser o tener más que otro, sin aquietar su avaricia o evitar las querellas. No, los humanos querían siempre más, querían sentirse poderosos y dominar, querían matar y violar, discutir y demostrar quién era mejor. Pero eso era la naturaleza humana en su máxima expresión, tan defectuosa y ruin que no podría sino aborrecer al creador de tan deplorable criatura. Supongo que, de existir, dios se entretenía viendo cómo este mundo se pudría lentamente.

Aunque, a decir verdad, ¿quién era yo para pensar todo esto? No era diferente, eso lo entendía a la perfección. Sin embargo, sentía el deseo de abrir mi corazón y de decirlo, aunque nadie escuchase. Sí, yo me emborrachaba, pagaba a mujeres por sexo y pasaba la vida sin hacer nada porque nada me importaba. Todo era temporal, todo cambiaba, todo moría. Y este mundo era la mayor estupidez que se pudiese haber inventado, plagado de contrariedades, injusticias, miseria y ambición eterna. Lo mejor era suicidarse, actuar con valor como Jicari lo había hecho. Si una niña entendió que la muerte era la única opción, ¿qué evitaba que los humanos lo comprendieran también? Quizás el adoctrinamiento era demasiado fuerte para ellos, y se aferraban a una vida sin sentido.

Entonces fue así como vi todo. No despegué mi mirada hasta ver cómo aquel cuerpecito arruinado se hundía en las negras aguas de la muerte. Creo que no se resistió, sino que se entregó por completo a la salvación. Experimenté algunos deseos bruscos por ir y salvarla, pero ¿qué ganaría con ello? Sería tan absurdo como el deseo de intentar detenerla segundos antes de aventarse. No, no estaba bien. Debía dejarla morir, esa había sido su voluntad. Y yo debía entregarme a la consciencia, a esa parte en mí que me indicaba que debía sentirme feliz ante la muerte, pues, dadas las condiciones actuales del mundo, no quedaba de otra. De pronto, recordé a Virgil, y cómo ella también se había quitado la vida hace unas horas, también frente a mis ojos. Dos suicidios el mismo día, dos vidas salvadas. Y yo, que creía divagar en la indiferencia absoluta, comprendí que, mientras fuese humano, tendría sentimientos, por mucho que los reprimiera.

Extrañamente, mientras me dirigía de vuelta a mi hogar, escuché un tenue sonido parecido al que escuché en el hospital. Era una especie de música árabe que provenía de algún sitio lejano, casi como de otra dimensión. Sentía como si entrara directamente a mi cerebro, o como si proviniera de mi interior. No pude sacármela de encima hasta que entré en el condominio donde vivía. La señora Dejon estaba como siempre, sentada en una vieja silla, tejiendo y fumando. Al verme, dijo:

–¿Qué pasa? Vienes muy extraño, parece como si hubieras visto a alguien morir

–¡Je, je! Qué buena es usted descifrando ese tipo de cosas –añadí.

–Bueno, lo que pasa es que una anciana como yo siempre se está codeando con la muerte, y tú parece como si estuvieses en el mismo caso.

–Supongo que tiene razón. A decir verdad, la muerte siempre me ha parecido algo que quiero, algo que deseo por encima de la vida.

–¡Je, je! Te comprendo. Cuando yo era joven, también pensaba en suicidarme, pero nunca lo hice. Mi esposo sí, y fue algo bonito, pero doloroso para mí. No obstante, aprendí a dejarlo ir con el tiempo… Sabes, tú me recuerdas mucho a él, tienes la misma mirada. De hecho, la primera vez que viniste aquí, casi creía que eras él. Pero soy una anciana tonta, los muertos no regresan, ni siquiera ese que clavaron en la cruz.

–Lo sé, también soy ateo. Usted me contó eso el día que la conocí, y desde ese entonces nos llevamos bien. Una pregunta: si alguien se suicidase en uno de los departamentos del condominio, ¿qué haría usted?

–Nada, creo.

–¿Nada? ¿De verdad?

–¿Qué podría hacer? Creo que solo sonreiría, ¡ja, ja!

–Sí, yo también pienso así. Bueno, la dejo.

–Sí, claro. Lamento quitarte el tiempo, tú que eres alguien ocupado en la vida. Ya luego charlaremos.

No obstante, las sorpresas esa tarde estaban lejos de terminar. En la escalera, cuando ya casi llegaba al piso donde vivía y donde yacía muerta Virgil, me topé de frente con alguien. No sé, pero sentí bonito cuando sus cabellos se restregaron en mi rostro. No cabía la menor duda, se trataba de Akriza. Iba de prisa, tanto que no me vio y fue a estrellarse conmigo. Como no había luz en esa parte de las escaleras, y como ambos íbamos pensativos, ninguno se percató de la presencia del otro. Cuando menos esperamos, ya estábamos muy cerca, tanto que creí que nos besaríamos.

–Hola, Akriza… –dije, suspirando y conteniéndome.

–Hola… Lo lamento, es que no te vi –dijo ella, un tanto nerviosa.

Creo que nunca habíamos estado tan cerca, eso me ponía bastante alterado. Por alguna razón no podía dejar de mirarla. Sus ojos eran bellos, e, incluso en la oscuridad, brillaban hermosamente. Sentí un nudo en la garganta, ¿cómo podía un ser como ella existir en este mundo miserable y vivir de ese modo tan repugnante? No había duda: Akriza ocasionaba algo en mí, algo misterioso y único; algo sublime, fuera de esta dimensión. No sé si estaba enamorado de ella, no lo creo, pero tenía cierta magia.

–La culpa es mía, es que venía pensando tantas cosas.

–No –replicó exaltada–, debo ser yo la culpable. Es que han pasado situaciones verdaderamente estresantes… Por cierto, ¿no has visto a Jicari? Pensé que estaba contigo, pero tu departamento está cerrado.

Entonces había ido a mi departamento. Era imposible que supiese algo acerca de Virgil, aunque… ¡Hum! Lo mejor sería ser precavido para evitar imprevistos. Todo estaba en mi contra, y, entre más tiempo transcurriera, cualquiera pensaría que había matado a esa pobre diabla. Solo ahora me daba cuenta del rotundo error que había cometido al permitir que Virgil se quitase la vida en mi departamento. Pero ¿qué hacer? Y esa maldita melodía árabe proveniente de algún reino desconocido volvía a atormentarme.

–¿No la escuchas? –pregunté al tiempo que me perdía en la profunda y lozana mirada de aquella enigmática mujer.

–¿Qué? ¿De qué hablas?

–La música… Es como una melodía árabe, y, por algún motivo, cuando la escucho siento como si estuviese atrapado en un sueño.

–¡Ja, ja! ¿Seguro que no consumes sustancias raras? Porque yo sé bien de sus efectos –y me mostró su brazo pinchado múltiples veces.

–Te aseguro que no es eso. Pero no sé qué sea, es una sinfonía del diablo. Bueno, y ¿a dónde ibas ahorita?

–Iré a buscar a Jicari, esa niña tonta ya se ha tardado demasiado. Quién sabe dónde diablos se ha metido. ¡Se ha vuelto loca, completamente loca!

–¡Ah, Jicari! Seguro, supongo que andará por ahí.

–Tú pareces saber algo, se lleva muy bien contigo. ¡Vamos, dime dónde se metió esa condenada!

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Libro: El Extraño Mental


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