Capítulo XXII (LCA)

Paladyx miraba entristecida la pringosa pared y tartamudeaba en su celda. Se hallaba en el manicomio, lugar donde no haría daño a nadie y podría pasar sus días tranquilamente, o, al menos, eso le dijeron cuando la recibieron. Bien sabía que no podría escapar de aquella cárcel, pues la mujer de las pupilas rasgadas, la especialista que estaba con aquellos seres infames, la supuesta experta en casos como el suyo, se lo recalcó una y otra vez. Todo lo que añoraba era poder mirar a Lezhtik y poder entender sus habilidades, su vida, su mundo. Lloraba y daba vueltas, se había arrancado cabello, desgarrado los brazos con las uñas, mordido la lengua y lacerado las piernas. Su estado era ominoso y parecía empeorar cada día, pero tal era su destino. En su agonía, su mente no dejaba de producir imágenes espantosas de extraños seres con deformidades execrables que le susurraban en dialectos totalmente incomprensibles. Deseaba que cesaran las visiones, que pudiera tener paz, pero nada de eso era posible.

¿Todo estaba realmente en su cabeza? Eso le habían dicho todos los psiquiatras y los especialistas, nunca daban crédito a sus visiones; no era más que una maldita esquizofrénica. Le parecía repugnante cómo absolutamente todo lo que dijese se reducía a ello, a una enfermedad que ni siquiera era entendible por el humano. La complejidad de la mente y de los pensamientos, de las ideas y las imágenes; nada era tomado en cuenta. Se sentía como un bicho raro, siempre había sido así. Podía ver cosas que otros no y, más que un don, era un sacrilegio. Cuando finalmente las visiones cesaban, llegaba la peor parte, pues un relampagueante dolor de cabeza se encarnaba en todo su ser, dejándola en una especie de estado vegetal, donde ni siquiera podía ponerse de pie. Así había vivido y nada cambiaría, pues nadie tenía la cura para su enfermedad. Y quizá ni siquiera tenía que ser curada, solo debía sobrellevarlo. En diversas ocasiones lo intentó, trató con todas sus fuerzas de encontrarle un sentido a lo que veía, pero nunca terminaba por convencerse de la realidad o irrealidad de aquello, además de que siempre sucumbía ante el temor y la angustia. Necesitaba fortalecer su espíritu, ir más allá, entender lo que aquellos humanos con batas blancas jamás podrían ver.

Para ella, la psicología era una farsa total, solo un medio mediocre de reducir la increíble e intrincada entidad que denotaba la mente. No podía concebir ni soportar las generalizaciones que se hacían a las teorías, tan parcas, que tan fútilmente intentaban explicar los trastornos de la mente. Quizá fuese porque había perdido la fe en la ciencia, o porque sabía que solo trabajaba a favor de quienes pagaban por ella. De cualquier modo, con todo lo que había visto últimamente, sabía que, si mencionaba una sola palabra, todos se burlarían irremediablemente. La tomarían como lo que era: una loca. Pese a todo, ella sabía la verdad, y era más triste de lo que se imaginaba. Aún no digería todo lo que había visto, jamás lo haría. Pensaba que la opresión en la escuela era normal, pero tenía la esperanza de que saliendo podría hallar algo más, que el mundo era más que dinero, sexo y drogas. E incluso se atrevía a soñar con un humano libre de ataduras, que se acercase a lo que leyó en aquel libro prohibido que tomó a escondidas del cubículo del profesor Fraushit.

En dicho libro se hablaba de un humano sublime, de un ser que rechazaba y se mostraba rebelde ante la realidad, de uno tal que no aceptaba los patrones acostumbrados, que denunciaba y arremetía contra toda creencia u orden social, económico, político, religioso, moral y de cualquier tipo. Un ser así sería indudablemente un dios, pero quizá no podría estar vivo por mucho tiempo. Entonces la muerte sería la forma de conseguir la divinidad, de ascender al trono. Y por eso los grandes maestros debían hacerlo, por eso los humanos sublimes debían morir jóvenes, antes de que el mundo, cruel, triste y horrible, materialista y efímero, putrefacto y contaminado, pudiera ensombrecer su grandeza. Tantos pensamientos invadían a Paladyx, mientras que su dolor le taladraba el cerebro, quería perforarse la cabeza con lo que fuese. Entonces recordó que en los sanitarios había un taladro, justo lo que necesitaba, era su única esperanza. Así quizá lograría matar dos pájaros de un tiro, pues terminaría con el dolor de cabeza y también con el de vivir. No sabía cuál le atormentaba más, pero, de cualquier modo, ambos desaparecerían al mismo tiempo. Pensó en Lezhtik, en ese sujeto tan enigmático y hermoso. Y también en cómo siempre la había rechazado, aunque ella lo quería tan sincera y profundamente.

Acaso era imposible que existiese un humano sublime, era demasiado complejo siquiera intentarlo. La sociedad oprimía con todo lo que tenía, y, para empezar, estaba el acondicionamiento. Muchos, millones de hecho, jamás intentarían ni sabrían al menos lo que era un humano sublime. Y era normal, pues el ser como tal era mediocre y vil en el momento en que entraba en contacto con el mundo. Solo la muerte podía mantener al ser en una divinidad, y, si no era así, al menos estaba la duda. Nadie había resucitado para dar cuenta de ello, solo eran mitos. Y en verdad que se buscaba exterminar cualquier rastro de rebeldía y de espiritualidad en el ser. Paladyx sabía eso, algo se lo decía y la presionaba para gritarlo, pero ya era tarde.

Estaba encerrada ahí, y sabía que cuando los estudiantes terminasen la escuela, el mundo que encontrarían sería peor, mucho peor. Tendrían que pasar el resto de sus vidas entregando su tiempo a la realización de tareas nefandas y fútiles que en nada contribuían a hacer del ser un espíritu valioso. Tendrían que trabajar largas jornadas a cambio de un falso dios conocido como dinero, pero, a su vez, éste brindaría una felicidad ficticia, pues con él los seres podrían adquirir bienes materiales, entretenimiento y diversión, pagar sus vicios y solazarse. Y los más miserables, los que no lograrían ni siquiera esto, tendrían que ser esclavizados y explotados, denigrados y pisoteados, obligados a realizar las peores tareas por la más mísera remuneración. En el mayor de los casos, el salario proporcionado solo bastaría para pagar la comida y el techo, a veces la ropa. La realidad era una auténtica tragedia donde lo más viable era suicidarse. Sí, no había otra manera de escapar, todas las demás opciones estaban agotadas.

Todo era así, y así se acostumbraba a existir el ser, si es que lo hacía. Todo era tal como decían esos libros prohibidos, un absurdo, un sinsentido en el que la humanidad se sumergía gustosamente. Y por eso se habían vetado, porque no era adecuado que las personas aprendieran, que supiesen de lo miserable, vomitivo y asqueroso que resultaba su modo de vida. Entre el gobierno, la religión, la televisión y el dinero, conformaban, junto con otros factores bien preparados, un increíble complot del que el humano nada sabía ni quería saber. Para eso se le acondicionaba, para que no protestara, para que no se mostrara rebelde y obedeciera.

Y el humano moderno cumplía perfectamente esos patrones, acataba lo que el sistema le dictaba incluso inconscientemente. Llegaba del trabajo y miraba la televisión en lugar de leer, miraba fútbol en vez de crear algo propio, imitaba y se divertía, pagaba por algo que lo dañaba y también buscaba placeres sexuales que representaban un supuesto amor, que era solo algo vacío y paradójico. Pero así era el humano moderno, este era su mundo, donde todo se podía comprar y esclavizar, donde ya nadie protestaba ni se rebelaba, sino que se conformaba y aceptaba su condición estulta. Para Paladyx, el mundo ya se había acabado hace tiempo, todo era solo un triste recuerdo de una civilización que rechazó su grandeza a cambio de una terrenal existencia. Todo estaba perdido, no había ninguna clase de esperanza en ningún lugar. La vida era demasiado dolorosa y lúgubre, especialmente para alguien tan indefensa como ella.

Pero lo que más la inquietaba era la idea de que, entre toda la podredumbre del mundo, el humano tuviera el descaro y cometiera la imprecación de traer otro ser más a esta blasfemia existencia. No lograba comprenderlo y eso le gustaba de Lezhtik, que él también creía que era una estupidez. No concebía cómo el humano tenía la osadía de engendrar vida, de continuar reproduciéndose y de intentar perpetuar el evidente y nefando error que representaba. No debía el ser esparcir más su descendencia, sino tratar de subsanar sus errores. Pero no era así, en vez de ello, en vez de intentar un progreso y un cambio verdadero, las personas tenían hijos como una máquina de producción masiva. Lo más lamentable era percatarse de que los padres, en su mayoría, eran gente estúpida ya sometida muchos años a un moldeamiento, el cual trasladaban irremediablemente a sus hijos.

Le horrorizaba pensar en todos los patrones que se inculcaban injustamente, sin dejar que el nuevo ser tuviera siquiera oportunidad de elegir religión o postura en cuanto a la sociedad. Era como si fuese etiquetado, como si no tuviera escapatoria ante una abominable forma de vida. Para eso se tenían hijos, por ese egoísmo estúpido del humano ante su desaparición, por querer sentir que algo de su puerca y malsana sangre continuaría ensuciando la tierra. Era, fehacientemente, un trágico error permitir a tal especie continuar con ese proceso. Paladyx había escuchado esas palabras de Lezhtik, y había quedado encantada, era todo lo que ella pensaba. De hecho, sus ideas eran similares en varios aspectos, como también lo eran con el club de los soñadores.

–Para nosotros, el mundo ya no es suficiente, buscamos algo más, algo que en vida jamás obtendríamos –nuevamente musitó para ella misma, sintiendo cómo el frío le hacía castañear los dientes–. Es entendible que quisieran acabarnos. Me pregunto si Mendelsen, Emil y Justis encontraron eso que tanto buscaban, si al menos la muerte logró ser un descanso y los divinizó como seres sublimes que se atrevieron a crear y a imaginar.

Paladyx sentía una enorme curiosidad por la muerte, sabía que era la única forma de ser libre en el mundo, que ahí al menos habría algo nuevo, que era lo único que el dinero no podía vencer, lo que el ser mediocre no había logrado someter ante su execrable y mundano dominio. Y por eso tanto la inquietaba, añoraba la idea de morir y sentirse en ese renacimiento celestial con que relacionaba su desaparición del mundo. Ya no deseaba estar rodeada de gente tan vacía, imbécil, viciosa y acondicionada. Aunque ella también consumía drogas, sabía que su propósito era distinto, incluso de aquel con que Filruex se justificaba. Ella lo hacía porque esas sustancias eran las únicas que calmaban su dolor y su agonía, detenían las visiones un momento, la tranquilizaban. Y, aun así, buscaba dejarlas, intentaba no recurrir a ellas. Nada la aquejaba más que la idea de ser como los demás humanos. El mundo para ella no valía nada, solo se trataba de un sinsentido sempiterno en donde se desvanecía su lacerado corazón.

Por otro lado, nunca fue dependiente de esas sustancias, pues, pese a todo, a veces podía dejarlas por meses sin sentir que las necesitaba. Y, cuando conoció a Lezhtik, fue como un potenciador para aquello, quería vivir tan solo para verlo triunfar. Por eso aceptaba que éste la hubiese rechazado, por eso se negó tantas veces a confesar sus sentimientos, pues sabía que el amor era imposible en un mundo tan corrompido. Sería solamente un estorbo, un impedimento, una carga para él. El humano sublime no podía ceder ante algo así de ridículo, algo tan absurdo como el amor. Y, había aún más, pues ella sabía que lo que ahora sentía era pasajero y efímero, como todo lo humano. Y eso la asustaba, prefería conservarlo así, intacto y acendrado; eso era mejor que mostrarlo y perjudicarlo. El amor era intrascendente, se terminaba muy pronto, la magia acababa en tragedia y en llanto, y prefería ahorrarse esos contratiempos, y ahorrárselos también a ese hombre que ella admiraba, ese que escribía en las sombras de una sociedad que ya había sucumbido hace eones. Deseó entonces que él viviera, aunque fuera horrible, pero, al menos, podría intentar cambiar algo, luchar por algo. Pero ella ya no lo podría hacer, ya había sido capturada, había caído en ese derrumbamiento interno donde a cada momento sentía la necesidad de escapar del mundo, de desaparecer para siempre. Necesitaba, sin duda, morir cuanto antes.

–¡Oye, tú! ¡Quiero ir al sanitario! Si no, haré que los hombres lagarto vengan por ti. ¡Je, je, je! –dijo estremecida cuando el guardia pasó.

Paladyx era conocida y ridiculizada por lo que había visto. Los guardias solían pegarle y manosearla, llamándole la chica de los lagartos. Se encontraba, curiosamente, dentro de los casos menos importantes y, en cualquier momento, seguramente la desaparecerían para siempre. Consciente de tal situación, Paladyx la aprovechaba ahora para lograr su cometido.

–¡Menuda loca! Con razón te encerraron aquí. Pero algún día de estos me las pagarás, ¡te voy a romper el culo! –replicó el gorila con malicia.

–Sí, claro. Abre ya, que no resisto más. ¡Abre ahora o me hago aquí mismo!

El guardia se apresuró y abrió, aunque estaba prohibido. Pero una simple mujer no podría lograr algo ante su corpulencia y, en todo caso, tenía las manos atadas. Pensó que quizá podría al fin tomar ventaja y hacerla suya, penetrar esa vagina demente.

–Sal ahora, y más te vale que no intentes algo, pues te irá mal. De cualquier modo, cuando regreses, tendrás que devolverme el favor, puta. Y ¡tú ya sabes cómo! ¡Je, je!

–Claro, lo que tú digas –pensó Paladyx lamentando que el humano se viera tan contaminado por experimentar un placer efímero como el sexual.

Cuando llegaron al baño, Paladyx se apresuró a entrar. Tan pronto como cerró la puerta, buscó el taladro que había visto el día anterior. Sabía que el plomero lo había puesto en alguna ventana, lo había dejado ahí para terminar su trabajo la próxima semana, pues había enfermado. Necesitaba encontrarlo a la brevedad para poner fin a su miseria.

–Vaya suerte que tengo… –musitó con agradecimiento hacia el azar.

–¡No te tardes tanto, puta! Si no sales pronto, iré ahí para adelantar mi pago –gritó el guardia con voz aguardentosa.

Se trataba de un hombre corpulento y con barba, como de 35 años. Siempre se la pasaba hablando de fútbol y de sexo, también se emborrachaba los fines de semana y tenía aventuras fuera del matrimonio. Paladyx solía escuchar sus historias mientras alucinaba en su celda. Justamente aquel hombre denotaba para la pelirroja joven todo lo contrario a lo que creía podía llegar a ser el humano. Le entristecía saber que el mundo en su mayoría estaba poblado por sujetos así, tan carentes de sentido y tan a gusto con el sistema que imperaba. Ahora se sentía agobiada y se percataba de su error. En cuanto saliera, aquel cerdo se abalanzaría sobre ella. Había escuchado que aquel malnacido había violado a muchas mujeres en el manicomio, aunque a ella no la había violado hasta ahora, siempre decía que esperaba el momento adecuado. Pero la manoseaba tanto como podía y siempre la miraba con lascivia. No podía salir ahí como si nada, pues era seguro que la violaría en ese preciso instante. Buscó el taladro tanto como pudo, pero no estaba.

–Si tan solo estuviera por aquí, maldita sea. No entiendo, yo lo vi aquí –replicaba al aire, airada–. Quizá sea mejor que eche una mirada a ver qué está haciendo ese cerdo.

Por la abertura de la puerta, miró y se asqueó. Ese animal se masturbaba ahí fuera, tan furiosamente que parecía querer arrancarse el miembro. Paladyx pensó que, de encontrar el taladro, podría usarlo para defenderse, pero no era ese su propósito, no era lo que había decidido hacer. El dolor de cabeza le nublaba la visión, así que se apresuró y bajó la palanca del retrete para no levantar sospechas. Continuó incesantemente la búsqueda, pero nada aparecía. Todo estaba en su contra, ¡maldita sea!

–¿Dónde lo vi? –se cuestionaba intentando dispersar por unos momentos el intenso dolor de cabeza–. Tiene que estar por aquí, ¡demonios!

Salir no era una opción. No le interesaba lo que le ocurriese a su cuerpo, pues sabía que, dentro de poco, ya no lo necesitaría más. Ya estaba decidida a terminar con su miserable existencia ese día. Era solo que sentía tener algo que hacer antes de partir, y no era precisamente complacer a ese hombre deplorable. Entonces, fugaz y violento, una imagen atravesó su pensamiento. Sí, podía ver al plomero, como rebobinando hacia el pasado, metiendo el taladro en una caja y subiéndola a la base encima de los lavabos, justo donde lo buscase anteriormente. Precipitada, subió en los lavabos en vez de solo tantear con la mano, jaló la caja y la abrió. Ahí estaba el taladro con la tuerca bien colocada. Lo tomó y lo conectó a la luz. La puerta recibía fuerte golpes, posiblemente el guardia la había llamado y, al no recibir respuesta, había decidido entrar. Ante esta situación, Paladyx actuó raudamente. Pensó en todo lo que podría perder al morir, y nada fue suficiente para mantenerla viva. Detestaba el mundo y también quería acabar con esos malditos dolores que la atacaban ferozmente y sin contemplación.

–Supongo que así es como debe ser, este es el fin de todo –farfulló mientras probaba la tuerca del taladro, el sonido le produjo escalofríos, pero ya no había vuelta atrás–. Aquí se terminan mis intentos de sobrevivir en este apocalipsis absurdo y humano.

Tomó el taladro y lo acercó a su cabeza, algo en ella quería aún permanecer en el mundo, pero mantuvo su voluntad y decidió que era sencillamente banal existir tal cual era la sociedad. Experimentó una sensación de vértigo y en su interior se desencadenó un conjunto de sucesos a través de los cuales observó cada vivencia, pero de un modo anormal. Se contemplaba a sí misma sentada en el borde de una roca, parecía viajar por el espacio y podía respirar, atravesaba planetas y universos, múltiples dimensiones colapsaban ahí. No supo cómo nombrar aquel lugar, aunque le parecía que el tiempo actuaba de un modo distinto, como si hubiese enloquecido, tal como ella. Contempló a un sujeto que pasaba riendo y con talante sarcástico, con una mueca siniestra en su rostro. Estaba montado sobre una pirámide invertida y usaba ropa muy elegante, de un azul extremadamente oscuro.

Sin embargo, todos sus pensamientos al respecto del lugar y de aquel pintoresco personaje que sentía ya conocer de algún modo terminaron por ofuscarse cuando se percató de la forma que ahora sostenía su espíritu. Se miró primero las manos, luego los pies, posteriormente el estómago y el pecho; toda ella era de un color verde y tenía la piel escamosa y dura. ¡Se había convertido en un reptil! ¡Era uno de ellos! Su aspecto no le dejaba la menor duda, pero ¿cómo? ¡No era posible que ella…! A través de sus ojos, sus nuevos ojos, atisbó un suceso que de forma enigmática creía transmitir a los sueños de alguien más. Ya no se sentía humana, había trascendido esa fase. ¿Acaso el paso siguiente era una experiencia reptiliana? ¿Por qué? ¿Cómo es que ahora su espíritu, o lo que fuera que restara de ella, se hallaba encapsulado en ese cuerpo verdoso y escamoso? Pero la visión continuaba y se mostraba de manera imperante.

Un sujeto, uno que en un comienzo no reconocía y que más tarde identificase como el profesor Fraushit, se hallaba discutiendo con el director sobre los nuevos asuntos. Valientemente, había ido a su oficina para presentar su renuncia, pero el director no la firmó aduciendo que no podía irse por ahora, pues podía ser peligroso para ellos. La conversación se transformó en querella, el profesor se marchó a su cubículo disgustado y decidido a denunciar todos los abusos que se cometían en la escuela, nada le importaba ya. Paladyx podía mirarlo todo, se repetía como una película, una demasiado atroz. El profesor abrió el ensayo que había preparado durante todo el periodo, el cual pensaba presentar ante las autoridades más allá de la secretaría, pues bien sabía que también ellos estaban corrompidos. Pero no importaba, estaba dispuesto a llegar hasta donde fuera necesario con tal de denunciar los abusos y las muertes de los estudiantes. Él debía tomar la iniciativa, ya no le interesaba su vida, todo lo que quería era sacar a la luz todas las injusticias cometidas.

Paladyx apreció cómo alguien parecía llamar a la puerta, el profesor tomó la memoria electrónica y la guardó en su bolsillo, preparó el cuchillo que había mantenido oculto desde hace años y acudió a abrir. Se trataba del director y parecía tener un semblante más calmado. Se miraron fijamente y luego el director entró al cubículo, para hacer lo indecible. En cuanto el profesor le dio la espalda, aquel se convirtió en un ominoso monstruo verde con ojos amarillos, se abalanzó sobre aquel ávido lector de libros prohibidos y lo sostuvo con fuerza del cuello, apretando con todas sus fuerzas la mandíbula. Entonces, el profesor reaccionó y, con el cuchillo ya en mano, alcanzó a hundirlo en una pierna, ocasionando un enorme dolor en su agresor. Cuando lo sintió lo suficientemente débil, lo empujó y lo arrojó sobre la puerta, pero el temor se apoderó de él en cuanto apreció a la ignominiosa criatura. Era tal y como la mencionaban en esas teorías de conspiración que tanto le encantaba leer, las fotografías no mentían. Se decía que los grandes dirigentes mundiales, los gobernadores, artistas y líderes religiosos, tenían ciertos tratos demoniacos con estos seres, habitantes en los planos más bajos de un posible multiverso. De hecho, se sospechaba que algunos de estos dirigentes y entidades multimillonarias eran, en sí mismos, pertenecientes a estos usurpadores del poder y del control.

En el ensayo del profesor, que extrañamente Paladyx podía sentir llegando a su mente, sabía aquellos reptiles que eran monstruos hostiles al humano, que se alimentaban de energía negativa y que buscaban esclavizar a todo ser que se apareciera ante ellos. Su ambición era demasiado grande y sus poderes de persuasión y control eran excelentes. Habían caído en la dimensión del humano por accidente, por una distorsión en los planos. En realidad, ellos pertenecían al bajo mundo, aquel que colindaba con el astral. Unos cuántos habían escapado y se habían infiltrado entre los humanos con el fin de absorber la mayor cantidad de energía posible, incluso robar las almas para resucitar a sus antepasados. Tales disparates los creía el profesor y se preocupaba por saber el futuro de la humanidad; empero, ahora comprobaba en carne propia que aquellas disparatadas historias eran verdaderas. En realidad, si existían esos seres y eran más sorprendentes y horripilantes de lo que se imaginaba.

Incluso Paladyx podía leer los pensamientos del profesor, era una situación increíble, una telepatía rara. Vio cómo el profesor entraba en crisis, parecía enloquecer y su mirada era la de un extraviado. En tanto, el hombre reptil escapaba ante su atónita mirada. El profesor permaneció unos segundos en trance y luego, con mucha dificultad, se estiró y tomó una cuerda que tenía guardada en su cajón, posiblemente había ya antes pensado en hacerlo. Esta vez el impacto mental fue demasiado atroz y no existía otro escape. Preparó el nudo, comprobó que estuviese firme y se colgó, terminó con su vida antes de que el susto lo hiciera. Probablemente a esas alturas era lo mejor, pues ya había enloquecido. Solo dejó una nota que los paramédicos no miraron, una que decía: ellos son reales, ellos están aquí entre nosotros. Este es el fin, y yo prefiero partir por mi propia mano antes que ser esclavizado y sometido por ellos.

La visión terminó y Lezhtik se sobresaltó, había soñado todo lo anterior. O ¿es que no se trataba de un sueño? Pudo también sentir que alguien muy importante para él desaparecía, una tristeza impertérrita lo invadía. Miró a través de la ventana y observó cómo algo caía del cielo, rasgando el firmamento y anunciando una desgracia inminente. En el manicomio, Paladyx yacía tendida en el suelo, ensangrentada. Y lo último que recordaba era la nota del profesor y el sonido de aquella cosa taladrándole la cabeza. Sentía un agujero y cómo la sangre fluía y goteaba, la troca se hallaba ensartada en su cabeza, atorada en el cráneo. El dolor había cesado finalmente, todo había terminado, ya todo estaría bien. Y, en esos últimos momentos, percibió cómo la puerta se abría. Era el gorila, pero ya no tenía sentido, quizá nada lo tuvo jamás.

Sintió como si una telepatía extraña hubiese transmitido su visión a alguien más, escuchó el sonido de algo cayendo, rasgando las estrellas, como un anuncio burdo de un final absurdo. Por fin habían cesado las visiones, todo terminaba allí. De cualquier modo, no valía la pena vivir en un mundo así, tan injusto y opresivo, tan materialista y viciado, pero en verdad que ya nada tenía significado alguno. Todo ocurría en cuestión de segundos, lo último que musitó antes de desmallarse fue algo así como: esta vez seré libre, al menos tengo más esperanzas… Y su cabeza se desplomó, ahora ya no respiraba más. En sus pensamientos, imaginó que Lezhtik podía ser algo más que otro humano absurdo, y que ella era algo más que un simple cadáver, pero luego vino el vacío, desolador y silencioso. Eso era lo único que le esperaba ahí: tan solo el vacío, pero eso era mejor que cualquier cosa en el mundo de los vivos. La muerte en verdad le haría tanto bien.

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Libro: La Cúspide del Adoctrinamiento


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