El mejor día de mi vida será cuando se lleve a cabo mi funeral, solo así me sentiré mínimamente complacido. Lejos de eso, acaso solo las mujerzuelas y la embriaguez simbolicen un efímero entretenimiento, pero no más que eso. Ya no estoy interesado en seguir vivo ni un día más, ese es el problema… Y, en ocasiones, me cuestiono si no fue así siempre desde que tengo consciencia de ser yo; es decir, ¿hubo algún momento en el tiempo pasado donde algo me pudo haber importado o cautivado más que la muerte?
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Esas voces no se callaban con nada, sino que cada vez incrementaban su intensidad. Parecían como las sonatas de una monstruosidad que carcomía mi interior cada noche y que, durante el día, me hacían sentir una repugnancia sin igual. Eran ecos infernales que provenían de los abismos de putrefacción inaudita, pero que, a veces, se convertían en cantos angelicales poseedores de una belleza incomparable. En todo caso, habían estado conmigo siempre y estarían ahí del día de mi hermosa muerte. Sí, solo aquellas voces estarían ahí; porque solo ellas y nada ni nadie más existían fuera de mi trastornada realidad.
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La catastrófica nostalgia no se iba, las pastillas y las botellas no remediaban ya el vacío inmanente. Pues bueno, tan solo quedaba una cosa por hacer: encajar esa maldita navaja en mis venas y desfragmentar mi ignominiosa humanidad en el sueño y el olvido eternos.
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Ya no soportaba estar en mi habitación, ya no soportaba ser yo. Todo lo que quería era gritar, correr, asesinar, llorar y reír. Únicamente quería hallar lo imposible: una razón para seguir viviendo.
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La verdad no existe, tan solo existe una cantidad casi infinita de mentiras con las que podemos matizar nuestra absurda y patética realidad.
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Antes de morir, lo único que quiero es vomitar todo lo que viví en esta infame existencia hasta que no quede nada de mí; es decir, hasta que la muerte ya ni siquiera pueda quitarme algo.
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Catarsis de Destrucción