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Corazones Infieles y Sumisos XVII

Igualmente, recordaba las teorías de las supercuerdas y cómo se hallaban las formulaciones de la mecánica cuántica en una singular y hasta perpleja concomitancia con lo que algunas religiones afirmaban. El principio de incertidumbre lo cavilaba una y otra vez. En verdad era posible que el observador perturbara el sistema a tal grado de originar con sus decisiones múltiples universos, o ¿era solo parte de la ciencia ficción? Los viajes en el tiempo, pero ¿qué era el tiempo? Al igual que los sueños, tan ahítos de locura y rareza. Muchísimas cosas imposibles de enlistar estaban conglomeradas ahí, en lo más recóndito de su ser, donde nada ni nadie podía extirparlas. Esas inquietantes dudas lo perseguirían hasta sus últimos días. Ya estaba por llegar a la estación donde debía bajarse para confrontar a Yosex cuando se anunció una falla grave en el servicio, mencionando que no sería posible que el tren continuara su rumbo, razón por la cual los pasajeros debían bajar y buscar nuevas rutas en sus destinos. ¡Qué curiosa resultaba la última parte!

–¡Con un demonio, esto es lo único que faltaba! –farfullaba un viejo andrajoso que recién se había sentado.

–Siempre, cuando uno más lo necesita, pasan estas cosas. Seguramente se debe a mi mala suerte, eso debe ser –exclamaba un señor pelón ataviado con anillos de oro.

–¡Por favor, dios mío! ¡Haz que el tren avance de alguna forma! –clamaba una jovencita desesperadamente–. De otro modo, perderé el examen de álgebra y seré expulsada definitivamente del colegio.

Algunos otros pasajeros, los menos, se mantenían impasibles. En su mayoría, se podían escuchar maldiciones, reclamos y ofensas. Pero ¿hacia quién eran esas imprecaciones? Algunos atribuían a ciertos dioses la culpa, otros decían que era la mala suerte, otros tantos se ufanaban y culpaban al conductor o a los responsables del servicio en general; también estaban aquellos que se mostraban comprensivos y, al abrirse las puertas, esperaban tranquilamente con la esperanza de que se reactivase o arreglase aquel asunto y pudieran continuar su viaje bebiendo un café o leyendo zarandajas en los diarios locales. Al observar todo esto, Alister se sintió acongojado. Tal parecía que esa misma fuerza insensata y sinvergüenza nuevamente jugaba con él, se le presentaba en todos lados y lo retaba. Todos los conceptos y teorías se mostraban en un lugar y una situación tan sencilla como esa. Y ¿cuál sería la causa de la falla? Se debía rastrear y buscar un culpable de alguna forma, pero quizás eso sería banal. ¿Las cosas ocurrían así nada más o seguían un patrón? O ¿era una combinación tergiversada de ambas? Todo resultaba en vano, las limitaciones del tiempo y el espacio no permitían a los mortales dilucidar tales conocimientos enmarañados en la esencia del ser.

De forma singular, le parecía atractivo cómo cada una de las personas en ese tren se había visto afectada por aquel suceso, como cualquier otro, como simples marionetas. Cada uno entendía a su forma aquella situación, atribuyéndole una importancia dependiente de sus vidas, de la prisa que llevaban, de sus trabajos y sus escuelas, de tantos factores. Sin embargo, todo había coincido ahora en ese escenario, en la falla del tren. ¿Era el destino que eso pasase o surgió de manera aleatoria? Incluso, aunque se supiese que algunas piezas estaban desgastadas, existía una baja probabilidad de conocer en qué momento se descompondrían. Los modelos matemáticos incluso utilizaban un muestreo para asignar una probabilidad, cosa que no terminaba por alejarse de lo humano. Quizás algunas personas corrieron para tomar ese tren, algunas otras solo lo abordaron y ya, sin pensar en lo que acontecería después. De algún modo, sin importar el cómo, todos ellos se hallaban envueltos en aquella querella contra la fuerza misteriosa.

Recordaba entonces, además de engolfarse con lo anterior, que en un extraño libro se hablaba de una deidad que englobaba todo el bien y el mal del mundo, hombre y mujer, ángel y demonio, la dualidad en la unidad que unificaba el universo. Se mencionaba que en una sociedad llamada La Sociedad Oscura, había surgido el culto a Silliphiaal; así se conocía a la divinidad demoniaca. La descripción que se hacía de esta físicamente resultaba impensable, tan atroz como hermosa, tan delirante como beata. Y, más allá de esto, se decía que era responsable de torcer los caminos del tiempo y el espacio a su gusto, podía modificar los destinos de quien fuese o de lo que fuese, controlaba cualquier clase de conocimiento a su gusto, nada podía escapar a ella. Se mencionaba su peligrosidad y que existía en un lugar, que no era lugar, sino algo sin limitaciones temporales ni espaciales, pero a lo cual se le atribuía este vocablo por cuestión de entendimiento. Dicho lugar recibía el nombre de Mempherato, y era imposible que algún humano fuese ahí, pues se trataba de una ruptura entre las dimensiones altas y bajas, donde la gran cumbre de la deformación existencial había desgarrado las capas interdimensionales, dando nacimiento a un sinfín de mundos y criaturas cuya existencia debía estar prohibida.

En síntesis, Silliphiaal resultaba fundamental en la vida misma, ella era vida y muerte, esencia y vacío, ser y no ser, luz y sombra, existencia y absurdo. Había bastantes detalles que se le escapaban a Alister, pues no había terminado la lectura de aquel interesante libro de páginas desgastadas y borrosas, como si hubiese venido de un lugar extraterrestre. Empero, el libro desapareció misteriosamente de la biblioteca en donde se hallaba para jamás ser visto; los encargados ni siquiera estaban enterados de su existencia. Lo último que Alister recuerda haber leído es que Silliphiaal había sido sellado por dos seres muy poderosos espiritualmente, que juraron reencarnar una y otra vez sin importar lo trágico de sus destinos, con tal de evitar el resurgimiento de dicha divinidad demoniaca. Además, como detalle, se comentaba que la entidad tenía los ojos más hermosos que alguna vez hubiesen existido, unos de color morado, púrpura o violeta; en realidad, se trataba de una mezcla rara que paralizaba el alma de cualquiera. Curiosamente, a Alister le recordaba el color de las bugambilias cuando se hallaban congeladas.

Abandonando la estación y golpeado por su supuesta mala suerte, Alister decidió abandonar su entrevista con Yosex, pensando que seguramente se trataba de una imaginación sumamente grosera la que se había apoderado de él cuando llegó a figurarse a su amigo en una situación comprometedora en el caso de las mujeres mutiladas y sometidas. Sin tantos deseos de continuar el rumbo de su vida, partió hacia la casa de Erendy, con una peculiar sensación de ser perseguido por unas sombras y unas risitas que procedían de un lugar vetusto en forma de ecos infames. Los cielos eran grises, más que el color en que se tornaban en sus ojos, ya ese día venía precedido por la tragedia de unos corazones desgarrados. Muchas cosas se avecinaban, el olor del viento hacía sentir el desenfrenado encuentro de tantos sentimientos. Se percibían colisiones entre los seres destinados a la reencarnación suprema. Algunos tentáculos nefandos y unas alas ostentosamente preciosas y demoniacas comenzaban a moverse entre sombras risueñas y hadas verdosas. Se había predicho y escrito un nuevo destino, se había doblegado toda clase de resistencia por parte del libre albedrío y el azar, de los dioses y los eones.

Mientras tanto, en su cuarto, con las luces apagadas, un hombre se masturbaba furiosamente, era Yosex. Al terminar la execrable ejecución de placer, continuo a picarse el ano un buen tiempo, aumentando al máximo esa sensación de placer hermafrodita que experimentaba hace años. Le encantaba sentir cómo sus dedos se hundían cada vez más en su agujero, deleitándose con cada uno de los empujones de daba. En ocasiones, también optaba por introducir alguna fruta o vegetal, incrementando al máximo el placer, gimiendo e imaginando a alguna de esas desdichadas mujeres que destazara en el cuarto infernal. Se reía y, con su chillona voz, lanzaba toda clase de imprecaciones y vulgaridades. Al término de su acto deplorable, sacaba los dedos tan hundidos en su ano y los olía, llenándose nuevamente de un furor producto de la mezcolanza de esperma y mierda que se hallaba embadurnado en sus dedos. Algunas otras veces, unas pocas solamente, el delirio sexual era tanto que terminaba chupándose los dedos al terminar con todo su teatro aborrecible. En su emoción, ya había roto dos de las patas de la cama, lo cual sucedía cuando pensaba en la jovencita que le gustaba de la universidad y que, bien sabía, era imposible se fijase en él. Pero no le interesaba, pues Yosex la hacía suya una y otra vez en su mente, e incluso ya habían formado una familia mentalmente.

Yosex realmente pertenecía a otra dimensión, a una tal en la que los hombres no se preocupaban por la moral. Le gustaba platicar con Alister, ya que se entendía con él. Además, le parecía que sus problemas sexuales no eran problemas en verdad, y creía lo que su amigo decía sobre la sexualidad humana escondida en cada persona. En su caso, llevaba demasiado reprimiendo esa libido inhumana que lo poseía siempre que observaba las piernas desnudas de alguna mujer en falda, o cuando resaltaban los senos de alguna otra, imaginándose extrañas fantasías en que las torturaba y penetraba hasta preñarlas. De hecho, la forma en que descargaba su sexualidad mundana era en el cuarto infernal, donde hace algunos meses solía llevar a las jovencitas de clase de las cuales fingía ser su mejor amigo, apoyándolas en todos aspectos, dando la impresión de ser una buena persona para luego devorarlas, literalmente.

Y es que, en el fondo, Yosex, pese a lo ominoso de sus acciones y su perfil, era un buen tipo. Era brillante en la escuela, leía tanto como podía y disfrutaba solazarse con las banalidades de la vida. Por otro lado, quería ayudar a su madre y a su abuela, y a todos en el mundo. Empero, sus deseos sexuales ocultos lo atormentaban al igual que a Alister. Ambos, a su modo, eran víctimas de un campo no estudiado hasta ahora y en cuyos descubrimientos se podría encontrar una clave acerca de la reproducción humana. Daba igual, Yosex no se preocupaba por esas cosas a diferencia de su amigo, solo sentía cierta opresión hacia su persona cada vez que era molestado por su voz chillona y su aspecto nauseabundo.

Mejor que pasar la tarde masturbándose y bebiendo soda, decidió Yosex salir por un rato, dejando cargado un video xxx para ajusticiarse regresando, por quinta vez en el día. Su olor a esperma y mugre era evidente, llevaba ya semanas sin tomar una ablución y asistir al cuarto infernal ocupaba mucho de su tiempo. No sospechaba todavía que el lugar ya había sido confiscado por la policía, dejando al descubierto a un degenerado y enfermo mental que se comía a las mujeres después de haber abusado monstruosamente de ellas, incluso en la muerte seguía follándolas. Abordó el bus y se sentó en los lugares reservados, a él no le interesaba respetar lo que las demás personas pensaban. Sin embargo, unas estaciones más adelante, un maldito destino o un retorcido libre albedrío hicieron una jugada desagradable para Cecila.

El puerco de Yosex recordaba cada noche cómo había gozado de Pamhtasa esa ocasión, cuando sus deseos fueron tales de poseerla que, al término de toda la barahúnda y la fiesta, aprovechándose de su empedernido estado de ebriedad, la había golpeado en la cabeza con un desarmador que siempre traía, dejándola inconsciente. La había tomado y llevado en un taxi hasta la calle en que tenía su cuarto infernal, a unas cuadras del lugar donde Mister Mimick habitase paralelamente. Sin embargo, Yosex nunca había notado ese sitio execrable, quizá más que él. Esto pudiese deberse en parte a que Yosex no era un habitante de este universo, tenía el suyo, donde no reparaba en refugiarse cuando surgía algún funesto inconveniente.

Recordaba gustosamente cómo había violado la concha de Pamhtasa una y otra vez, descargando las dos pastillas de viagra que había tomado esa noche. Incluso, trató de penetrarla por las orejas y la nariz, desgarrando dichos miembros. Los pezones los arrancó con los dientes cariados que poseía y los doró, disfrutando embelesado el aroma que aquello producía para degustarlos bañados de la sangre fresca que emanaba de los diversos cortes propinados a la funesta víctima. Los gritos eran bloqueados por una enorme bola de esponja que colocaba a sus víctimas, le fascinaba ocupar instrumental de dentista para torturarlas y se desternillaba cuando estas se desmayaban y él esperaba pacientemente a que despertaran para continuar su sacrilegio.

Dormía poco debido a estas peculiares diversiones, pero no le importaba un carajo. Ya no recordaba si Pamhtasa, tan guapa como zorra, se hallaba con vida después de estos días, le era irrelevante. Y es que creía que, de cualquier modo, el destino de todos era morir, qué más daba si era ahora o después. Se sentía con el derecho de decidir sobre estos menesteres, y a veces soñaba que en vez de brazos poseía unos tentáculos nefandos y de un tono azul oscuro sobremanera perturbador. Le fascinaba innovar en sus torturas, y en su universo se sentía el dios del placer. Ahora, su falo se había izado al ver que Cecila abordaba el bus. Como ésta iba sola, no perdió ni un minuto y se acercó, se colocó en el asiento adjunto, sonriendo como si todo lo que fuese representara un juego de niños. Entonces entabló conversación sin despegar su mirada de los regordetes y voluminosos senos de la jovencita que Alister hiciera suya la misma noche en que Yosex acabara con Pamhtasa.

–Hola, ¿cómo estás? ¿Qué haciendo por aquí?

Cecila se espantó, pero, al ver que se trataba de Yosex, se tranquilizó. Lo conocía someramente por algunas asignaturas que habían tomado juntos en la universidad.

–Bien, muy bien, gracias. A ti ¿cómo te va? Yo ando pasando el rato, quedé de verme con un amigo.

–¡Qué increíble! No cabe duda de que eres una chica popular. Y ¿qué van a hacer?

A Cecila le pareció entrometido el comentario, pero decidió seguirle la corriente a Yosex, ¿qué peligro podría ocasionarle contar a aquel hombre sus planes? Le parecía gracioso considerarlo una amenaza.

–Pues vamos a hacer cosas, algunas de esas que se hacen sin preguntar. Iremos a comer, a bailar y, luego, a ver qué pasa –respondió Cecila concupiscentemente.

Cecila era de esas mujeres a quienes agradaba pasar la noche con diversos hombres. No estaba ni en lo más mínimo interesada en una relación formal, aunque tenía novio. En realidad, esto último lo hacía por el dinero y el automóvil, le encantaba lo caro y asistir a plazas, ir al cine, comer en refinados restaurantes. Se había conseguido a un ricachón tontuelo que soportaba cada uno de sus caprichos. Por otra parte, ella cogía con cuanto hombre atractivo se le apareciera enfrente. Era el prototipo perfecto para Yosex, una mujer acondicionada, si tan solo él no fuese así de horrible físicamente.

–¿De qué cosas hablas? –inquirió con sobresalto, sintiendo cómo su pene, a pesar de tantas jaladas, se erguía lastimeramente.

–Pues de esas, ya sabes, vamos a hacerlo. Lo que la gente grande realiza. Aunque primeramente le tendrá que costar, solo que no es mi novio, tú no digas nada.

Esta última parte prendió a Yosex, quien inmediatamente recordó lo que Alister le contase sobre el deseo de los humanos de ser infieles, sobre ese placer oculto que se logra no con la persona que se ama, sino con la que se anhela con lascivia.

–Ya veo, ¡qué interesante! –exclamó mientras colocaba sus manos sobre sus pantalones para evitar ser visto excitado–. Eres una traviesa, pero está bien. Espero que lo disfrutes.

–Muchas gracias, yo espero lo mismo. Háblame ahora de ti, ¿qué has hecho en estos días?

–No mucho, solo estudiar y dar mis asesorías de cálculo. He estado estudiando programación porque quiero entrar a una buena empresa y eso se pide mucho.

–¡Qué bien, eres súper inteligente! Recuerdo que siempre fuiste el cerebro de la clase en donde íbamos juntos.

Yosex rio y, por unos instantes, en su cabeza se presentó una quimera en la cual Cecila lo besaba y ambos follaban en el bus, incluso sus gemidos eran genuinos. Aplastó tanto como pudo su falo y miró su celular, ya era la hora de regresar, debía llevar a su madre a comprar la despensa y conseguir sus medicinas.

–Yo ya bajo aquí –dijo Cecila, como aliviada de alejarse de Yosex–. Me ha dado tanto gusto verte, ya verás que todo lo que quieras lo tendrás, cuídate mucho y que el resto de tu día sea agradable.

–Sí, claro. Muchas gracias por todo, tú igual cuídate –afirmó con cierta tristeza Yosex, presa de una envidia que se acrecentaba en su interior.

Justo cuando Cecila se levantó, a través de una abertura en su mochila, Yosex vislumbró una tanga exquisitamente ataviada y de un negro elegantísimo. La impresión fue tal que de inmediato apareció Cecila usándola y siendo penetrada furiosamente en su cabeza. No se pudo contener y, sin ser visto por la joven, bajó del bus en el mismo sitio que ésta y prosiguió a seguirla entre la plaza de aquel lugar. Esperó mientras a distancia miraba revolotearse el trasero perfecto de aquella infiel, sus cabellos tan bien planchados y olisqueando ese aroma que dejase a su paso.

Grande fue su decepción cuando conoció al supuesto afortunado de la noche, se trataba de Héctor, uno de sus otros compañeros de clase. No podía ser posible, debía ser chanza, no era concebible, ese sujeto era el más grande perdedor que conocía, aunque no tanto como él. Héctor solía molestar a Yosex y había surgido una riña entre ellos. A Yosex le parecía patético que su verdugo siempre copiase en cada examen y se mofara de los profesores, representaba todo lo que detestaba y ahora había también ganado su puesto, él debía estar en ese lugar y hacer suya a Cecila. Se entristeció y, sin más remedio que volver, caminó apresuradamente hacia la estación, hasta que tropezó con la banqueta y cayó estrepitosamente, raspándose la parte superior de la mano. Al instante, las personas a su alrededor se carcajearon de aquel infeliz perdedor, hasta Cecila estaba ahí.

–Pero Yosex, ¿estás bien? No sabía que también vendrías aquí.

–Sí, estoy bien, gracias por preguntar –afirmó Yosex mientras se recomponía de la vergonzosa caída–. Solo vine a comprar unas medicinas para mi madre, pero no hubo.

–Ya veo, por un momento pensé que me habías seguido. ¡Qué paranoica estoy hoy, debe ser por la calentura!

Hasta Héctor miraba con lástima a Yosex. Era musculoso y negro, alto y risueño, quizá por eso Cecila lo había preferido. En contraste, Yosex era blanco como un tiburón, chaparro, casposo, maloliente y torpe físicamente.

–No que va, ¿acaso crees que sería capaz de hacer algo así? Ya te dije que solo pasaba por unas medicinas.

–Y ¿en dónde están las medicinas? –inquirió Héctor con ironía–. A mí me parece que nos estabas siguiendo.

–¡Ah, bueno! Es que no había, ya se los dije. Las que había estaban muy caras y no traje tanto dinero.

–¿Sí había o no? Ya me revolviste con todo esto. ¡Mejor vámonos ya! –dijo Cecila a Héctor mientras acariciaba sus fornidos brazos y lo miraba con deseo.

A lo lejos, Yosex seguía sobándose el golpe y, con la mano derecha raspada, se levantó y partió de regreso a la parada del bus, lamentándose de su mala suerte. Cosa curiosa que nuevamente se tratase de eso, de la suerte. Parecía burlarse de los mendigos y enaltecer a los ricos. Si es cierto que existía la suerte, buena o mala, daba la impresión de responder a la frase concerniente a que dios actúa de maneras misteriosas. Tales cosas pasaban en el mundo, la injusticia imperaba en cada rincón del globo. La religión que tergiversaba enseñanzas competía con el gobierno para ver quien jodía más a las personas, no bastaba con la mala suerte de estas. Tal conjunto multifactorial en que se conjuntaban los conceptos ya antes mencionados, y que influían en los derroteros de las personas, estaba a años luz del entendimiento humano.

El tiempo y su dirección se tornaban superfluos, el espacio una percepción fútil e inútil para tener sentido de la realidad. La verdad seguía ahí, tan visible, tan evidente, tan clara y luminosa, esa verdad que solo los elegidos iniciados dilucidarían en el juicio del mundo para sostener en sus manos la antorcha de la divinidad. La adoración de lucifer para obtener conocimiento y el rechazo a dios quien lo ha negado a los hombres servía de enganche para desarrollar teorías y sociedades avanzadas. Si una persona seguía este camino, debía renunciar a toda concepción religiosa y rebelarse como el ángel caído, pero a cambio obtendría el poder y la sabiduría para atisbar esa verdad que, de tan inmensa, obturaba los ojos de los sacrílegos. La visión y la luz para fundir todo con un fuego purificador era el sueño de los nuevos dioses.

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Corazones Infieles y Sumisos


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