Basta relacionarse un poco con este mundo absurdo y los horribles seres que lo habitan para que, al volver a casa, hartos de tan abundante despliegue de estupidez, trivialidad y miseria, busquemos desesperadamente quitarnos la vida.
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No sé qué me pasaba, simplemente ya no toleraba escuchar a las personas; todo lo que decían me parecía repugnante y carente de todo sentido. Y, por eso, a veces envidiaba a los sordos, pues en verdad no se perdían de mucho; es más, de nada.
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Odiar la vida cada vez más es sumamente natural cuando pasas cada día enamorándote más y más de la muerte. En todo caso, ¿qué ofrece la vida, en su infinita vacuidad y agonía, que no pueda también ofrecerme la muerte?
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Se cuestiona constantemente qué razones pudo haber tenido una persona para suicidarse, como si el simple hecho de existir en esta nauseabunda realidad rodeado de patéticas criaturas humanas y, encima, siendo una de ellas no fueran ya de por sí razones más que suficientes.
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Ciertamente, se podrían eliminar todos los males del mundo y, aun así, el ser volvería a inventarse nuevos. Entonces mejor eliminar de raíz la causa e implícitamente se eliminarán los efectos.
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En efecto, todo lo que aqueja a la sociedad es el reflejo de lo que es el ser en su más profunda y natural esencia: una absoluta blasfemia, un corrosivo parásito y un virus infame que no merece sino ser eliminado en todas su formas y de todos los mundos posibles.
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Desasosiego Existencial
