Nunca pude apreciar las cosas buenas o valiosas en las personas, en la vida ni mucho menos en mí mismo. No sé por qué, pero siempre lo malo y lo abyecto era lo único que podía contemplar plenamente. No importaba el tipo de persona, su profesión, su manera de pensar o su tipo de cuerpo, sencillamente me resultaba imposible creer que había algo que valía la pena en su existencia. Tal vez por eso siempre estuve solo y siempre me pareció que la inexistencia era lo más hermoso que pudiera existir.
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Es curioso como la gran mayoría de las veces las personas no saben cómo vivir sus vidas, pero están totalmente seguros de cómo otros deberían vivir la suya. Tal comportamiento ilustra a la perfección la incongruente percepción de seres tan repugnantes como los humanos; seres plagados de la más vil ignorancia y cuya brutal irrelevancia parece ser aún más extensa que el universo mismo.
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Solo tengo dos ojos, pero para apreciar en toda su plenitud tu inmarcesible belleza no me bastarían ni los ojos de todos los mortales juntos.
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Y, cuando más me consume la pseudorealidad y más abatido me siento, pensar en ti es lo único que me confiere el poder para continuar soportando lo insoportable: esta infame existencia.
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De entre todos los tipos de locura que puedan existir, ninguno se compara con aquel en el que me sumerge tu amor delirante. Ningún trastorno podría compararse con la destructiva obsesión que ocasionas en mi mente y con el caos infinito que desatas en mi corazón. Eres tú, ciertamente, a quien quiero amar sin restricción y por quien quiero quitarme la vida esta tarde. Es tu nombre el único que quiero formar con la sangre de mis venas y es tu recuerdo lo último que quiero tener en mi cabeza antes del onírico final.
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El Color de la Nada
