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El Color de la Nada 36

Quisiera creer que, tras la muerte, podré volver a verte en algún otro plano o dimensión con tu verdadera forma. Entonces podré contemplarte con mis verdaderos ojos y podremos amarnos de una forma verdadera; es decir, no humana. Puede que esto no sean más que los delirios de un ser trastornado y atormentado por una existencia que no comprende y nunca ha deseado. O puede que algo de todo lo que escribo no suene tan descabellado y que los latidos de mi insensato corazón no sean, después de todo, solo un vano cuadro cuyos colores se parecen cada vez más a la nada.

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Es paradójico pensar en todos los elaborados planes que en ocasiones solemos hacer, asumiendo plenamente que viviremos para llevarlos a cabo y que nos ha sido concedida la potestad de controlarlo todo a nuestro alrededor. Más paradójico todavía resulta cuando la muerte llega inesperadamente y pone fin a nuestro ridículo y humano parloteo. Quizá sea en tales instantes donde más profundamente podamos entender que nada, en verdad nada de todo lo que podríamos obtener o poseer en este mundo vale realmente la pena. Todo lo material, lo carnal, lo sexual y lo tangible será esfumado en un santiamén; entonces nos lamentaremos con fatal agobio, pues sabremos que, de nuevo, lo hemos arruinado todo gracias a nuestra horripilante y arrogante necedad.

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Solamente en la muerte, acaso, podremos vislumbrar algún símbolo que nos brinde la sagrada oportunidad de entender quiénes somos en realidad. En vida, por el contrario, estaremos condenados a alejarnos cada vez más de tal entendimiento, pues la pseudorealidad y nuestra absurda y gravosa cotidianidad nos absorberán hasta dejarnos sin el más mínimo ápice de incertidumbre o inspiración; preñados, además, de miles de autoengaños y mentiras que harán de nuestra visión más intrínseca un siniestro y eviterno sinsentido. En el fondo, podemos sentir cómo nos rasga la carne y nos raspa el alma el funesto ajetreo del mundo y las banales vivencias del día a día. Mas aún no hemos decidido matarnos y esto sí que debería ser motivo de inmensa melancolía, tanta que nos instigue a llevar a cabo un último acto: el más hermoso de todos, el de acabar con nuestra agonía por cuenta propia.

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Al fin y al cabo, para vivir no se necesita saber quién es uno, de dónde viene, a dónde va, por qué y/o para qué está aquí y, en última instancia, qué es la vida. De hecho, mientras más se puedan ignorar los cuestionamientos anteriores y muchos otros más, más fácil resultará seguir viviendo. De ahí que podríamos decir que la mejor cualidad del ser es la ignorancia, aunque eso mismo represente, a su vez, su propia podredumbre. El ser es una criatura inferior, plagada de triviales impulsos y de execrables miserias; una conjugación de un error demasiado vehemente como para ser ignorado, pero también demasiado patético para ser tomado en serio.

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Nunca entendí por qué te amaba, solo sabía que te necesitaba más de lo que necesitaba suicidarme. Y eso, créeme, es la clase de amor más puro que alguna vez pude experimentar en mi miserable y trivial existencia. Puede que para ti no sea así o que incluso mis sentimientos te parezcan una completa locura, pero para mí tú significaste todo en mi triste existencia y no puedo sino deprimirme ahora al saber que lejos estamos y estaremos hoy, mañana y para siempre.

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Cuando uno tiene tiempo para reflexionar tantas cosas, se vuelve uno adusto, demente y hasta algo (o demasiado) suicida. Quizá por eso este sistema está enfocado en prevenir tales estados mediante cualquier método de control social, entretenimiento y, sobre todo, el trabajo. De nada serviría un nauseabundo esquema piramidal como el nuestro donde la gran mayoría de esclavos (la base) reflexionaran, enloquecieran o se suicidaran, pues eso desestabilizaría el dominio de esos pocos (la punta). Lo que esta pseudorealidad necesita es lotes de personas adoctrinadas que consuman, trabajen, paguen por sus vicios y, principalmente, amen su esclavitud (la vida) lo suficiente como para considerarla lo más valioso que tienen. He ahí el tragicómico y absurdo teatro de la existencia donde parecemos regocijarnos con lo más mínimo y donde el sufrimiento aguarda ansiosamente en cada rincón o momento para agazaparse sobre nosotros como un tigre sobre su débil e ingenua presa.

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El Color de la Nada


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